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La sombra

descanso, y miré en derredor mío, donde todo era tranquilidad. Un gruñido sordo turbaba el silencio de la habitación: era doña Mónica que roncaba, la cabeza como enterrada en el pecho, libre de cuidados, feliz, dando rienda suelta á su espíritu, que volaba libremente, quién sabe por dónde. Sus labios, sombreados por un bigotillo, se extendían formando hocico, y por allí y por su aplastada y carnosa nariz, convertida por la violencia de la respiración en verdadero caño de órgano, salía la ruidosa sinfonía que turbaba el profundo silencio del laboratorio. El doctor, alzando de nuevo la cabeza, continuó: «Mi boda fué repentina: no habían precedido esas relaciones íntimas, furtivas, que enlazan las almas moralmente antes de ser atadas las personas por el nudo religioso y civil. Yo no había sido su novio; y aquello fué más bien cosa concertada por los padres, guiados por la conveniencia, que unión espontánea de dos amantes que se cansan de la vida platónica. Nos casamos no muchos días después de habernos conocido; y de aquí creo yo que provinieron todos mis males. Yo, no obstante, la amé mucho desde que resolví unirme á ella. Pero llegó el día, y, no sé por qué, creí ver en su semblante más bien las señales de la resignación que las de la ale-