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B. Pérez Galdós

gría, lo que me contristó sobremanera y me hizo meditar; mas cuando vine á sospechar si habría hecho mal, ya estaba casado. Esto no impidió que tuviera momentos de felicidad, como antes he dicho; pero pasaban rápidamente, dejándome después sumergido en mis meditaciones. ¿Sabe usted cuál fué el tema de mi eterno cavilar? Pensaba de continuo en mi esposa, sospechando de su fidelidad para lo futuro; esta idea se clavó con tanta tenacidad en mi cerebro, que no me dejaba reposar. Me ocurrió que debía ser un tirano para ella, encerrarla, evitar todas las ocasiones de que pudiera engañarme: á veces fijaba mis ojos en los suyos, y quería leerle el pensamiento. El asombro con que ella veía estas cosas mías, precisamente al poco tiempo de casados, no es para referido: por último empezó á tenerme miedo; y á la verdad, yo lo infundía á cualquiera con mi siniestra austeridad y reconcentración. Pugnaba por echar de mí aquella idea; llamaba á la razón; pero ésta parecíame á veces más loca que la fantasía, y entre las dos me llevaban al último grado de tormento.

¿Pero en qué se fundaba usted, hombre de Barrabás, para esa descabellada sospecha?

— le pregunté, buscando un rayo de lógica en las cavilaciones del doctor Anselmo.