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Theros

en la actitud graciosa y natural de la viajera, así como en sus palabras y ademanes, resplandecían la castidad más perfecta y la más irreprensible decencia.

III

Y eso que la señora, si no era el mismo fuego, lo parecía. Dígolo, porque echaba de su cuerpo un calor tan extraordinario, que desde su misteriosa entrada en el vagón empecé á sudar cual si estuviera en el mismo hogar de la máquina.

« Señora — le dije respetuosamente, limpiando el copioso sudor de mi rostro, permítame usted que me aleje todo lo posible de su persona, porque, ó yo no entiendo de verano, ó es usted la misma canícula en cuerpo y alma. » Sonrió con bondad, y rebuscando en cierto morralillo que á la espalda traía, ofrecióme un abanico. Felizmente, yo llevaba espejuelos azules con los que pude resguardar mi vista de los flamígeros ojos de la señora. Á pesar de estas precauciones, cuando el tren se preeipitó por las llanuras de la izquierda del Guadalquivir, la irradiación calorífera de mi