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B. Pérez Galdós

Su rostro era como el que la tradición artística da á todas las ninfas acuáticas y terrestres, á las diosas que fueron, á las jubiladas matronas simbólicas que durante siglos han representado en doradas techumbres el pensamiento humano. Más perfecta belleza no vi jamás; pero no era fácil contemplarla, porque sus ojos eran como pedazos del mismo sol, que deslumbraban y ofendían, quemando la vista de tal modo, que perdería la suya el observador si se obstinara en mirar sin vidrios ahumados la hermosa imagen. De sus cabellos no diré sino que me parecieron hilos del más fino oro de Arabia, perfumados de aroma campesino, y que en ellos se entretejían amapolas y espigas en preciosa guirnalda.

Su vestido era, más que tal vestido, una especie de túnica caliginosa, una flotante neblina que la envolvía, ocultando ó dejando ver, según las posturas de la dama, esta ó la otra parte de su cuerpo. No tenía yo noticia de aquella singularísima manera de presentarse en sociedad, y, si he de hablar claro, el atavío de mi noble compañera de viaje parecióme en el primer momento escandaloso y desenvuelto en gran manera. Pero bastaron algunos minutos de observación para formar juicio más favorable. En las divinas formas,