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B. Pérez Galdós

«El hijo de mi amigo Lázaro — añadió —, debe ser mi hijo... Á propósito, ahí están tus tierras, que no son malas. Es preciso replantarlas. Las replantaremos.» Dió varias vueltas como pipa que gira impulsada por las manos de los toneleros, y viniéndose otra vez á mí, y abrazándome con efusión sofocante, me dijo: «Reedificaremos la casa...» Yo no tenía palabras; yo no decía nada, y me dejaba abrazar, sintiendo el contacto de la panza de mi generoso amigo y su rebote, semejantes uno y otro al de una gran pelota de goma.

El tonelero llamó á su esposa, que vino prontamente, seria y afable.

«Ramona, Ramona»—gritó después mestre Cubas.

Turbada, ruborosa, entró la doncella esquivando mis miradas. Sus bellos ojos mostraban singular empeño en examinar el suelo antes que mi rostro y el de sus bondadosos padres. ¿Cómo diré que todo quedó concertado aquella misma noche en palabras breves y expresivas? Mi felicidad era una nueva faz de mi salud recobrada. Ya era otro hombre, física y moralmente, y la vida me ofrecía encantos mil que jamás había conocido. Sano, amado y amante, dueño otra vez del campo