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B. Pérez Galdós

Su esposo tenía cincuenta años, ella cuarenta, y conservaba su belleza y frescura.

Eran de admirar sus blanquísimos dientes y su porte sereno que parecía el lecho nupcial de los buenos pensamientos casados con las buenas acciones.

Su hijo Belisarión estudiaba para cura.

Sus dos hijas Ramona y Paulina eran dos señoritas de pueblo muy bien educadas, muy discretas, muy guapas. Estaban suscritas á un periódico de modas, leían también obras serias y se vestían al uso de capital de provincia, mas con sencillez tan encantadora y tan libres de afectación, que en ellas, por primera vez quizá, perdonó la tiesura urbana al donaire campesino. Hablaban recatadamente y no sin agudeza: tenían su habitación sobre la huerta, llena de fragancias de frutas diversas, de flores y de placentero murmullo de pájaros, y se sentaban á coser en el balcón protegido del sol por ancha cortina. Desde abajo, mientras Cubas me enseñaba sus frutales, las sentía riendo benévolamente de mi extraña facha, y cuando miraba hacia ellas para pedirles cuentas de sus burlas, decíanme: «No, Tropiquillos; no es por usted..., no es por usted.» Mi corazón palpitaba de gozo ante las