por donde se le veían las carnes. Su gorra informe tenía por cintillo una cuerda de esparto, y otra prenda del mismo jaez le apretaba la cintura para que no se le cayesen los gregüescos.
—¿No tienes frío? — le preguntó compacida la señorita.
— No tal—replicó el otro saltando un gran trecho; y se puso á dar vueltas de carnero tan repetidas y con tanta presteza, que mareaba verle.
Tanta gracia y ligereza excitaron más la compasión de Diana, y siguiéndole por un callejón sombrío y tortuoso, le dijo: Mayor recompensa de la que te ofrecí te daré si te portas bien conmigo. ¿Cómo te llamas?
— Celín, para servirte.
—¿Tienes padre?
—Sí, pero no está aquí.
—¿Dónde?
Celín, dando un gran brinco, señaló á na estrella.
—¡Ah!, eres huérfano. ¿De qué vives? ¿Pides limosna? ¡Pobrecito! ¿Y quién te ampara? ¿Dónde vives? ¿Dónde duermes?
Celín contestó dando brincos mayores, y Diana admiraba la extraordinaria agililidad del muchacho, que al levantar los pies