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B. Pérez Galdós

á mas, porque a pesar de ser una vieja desenvuelta y coqueta, no carecía de sentimientos maternales. Elena se ponía cada vez peor.

Los auxilios de la ciencia parecían ineficaces, y por fin, después de verla padecer horriblemente por mucho espacio de tiempo, todos comprendimos que se moría sin remedio, á no ser que un milagro la salvara.

¿Y Paris? — pregunté, porque me parecía extraño que el endiablado burlador no se presentase en aquel cuadro final, donde le correspondía uno de los principales papeles.

— ¿Paris? Ya verá usted. Aquel demonio no debía tardar en presentarse para decir la última palabra. El espectáculo de la agonía de Elena me daba tanta pesadumbre, que no pude permanecer mucho tiempo en su cuarto.

Érame imposible fijar los ojos en ella sin estremecerme, sintiendo un gran dolor unido á cierto remordimiento intensísimo que mi razón no podía dominar. Al ver cómo expiraba tan hermosa, en la flor de la edad, en lo más risueño de la vida, pensaba si yo, como dijo mi suegra entre sollozos, era el único autor de tan triste fin, que ella seguramente no merecía. Yo consideraba que la muerte está sobre todos y nos elige, sin atender á las razones que contra ella podamos tener; pero -