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B. Pérez Galdós

seante rezagado. Entonces, parece como que recobré el uso de la palabra, y sentí dentro de mí una especie de libertad, algo como descanso, como si la acción infernal de aquel ser abominable dejara de obrar sobre mí. No sé por qué atrajo mis miradas la extraordinaria brillantez de la luz crepuscular que por Occidente teñía el cielo de vivísima púrpura.

Miré aquello con cierto deleite, no experimentado por mí desde algún tiempo; y cuando volví los ojos hacia mi lado, Paris ya no estaba allí, se había desvanecido como el humo. Por una ilusión fácil de explicar, volviendo á mirar hacia el Ocaso, me pareció ver dibujada con ráfagas de luz rojiza y cár denas nubes su faz aborrecida. Hallábame solo, enteramente solo; había recobrado el dominio de mí mismo; pero entonces el cansancio moral que antes experimenté se extendió á mi cuerpo, y caí sobre un banco aturdido y exánime. »

IV

Pues si he de hablar á usted francamente, amigo don Anselmo—dije—, esa aventura, lejos de aclararse á medida que se acerca el