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B. Pérez Galdós

sintiera su inferioridad. Desde aquel momento yo no me pertenecía, estaba en sus manos, en su poder. Él me tomó el brazo, y anduvimos largo trecho por las calles más concurridas sin hablar una palabra. Mirábanos la gente: muchos conocidos míos encontramos al paso, y yo observaba que al pasar cuchicheaban señalándonos. Sin saber cómo, y sin que mi voluntad obrara para nada en ello, el diabólico Paris me arrebató hacia el Prado, que por ser el día de los más hermosos de otoño, estaba concurridísimo. Los grupos se apartaban para dejarnos pasar, y muchos se sonreían con disimulo, fijando la vista en los dos. En aquel instante Paris era visible para todos; ya no era aquella sombra, sólo percibida por mí, que en mi habitación surgía de la tela de un cuadro; era un sujeto real, y todos le veían, le saludaban, nos saludaban, observando con malignidad, mas no con sorpresa, que andubiéramos juntos.

» Así atravesamos el Prado; seguimos hacia Recoletos, sin que yo pudiera detenerme.

Arrastrábame de tal modo, que á veces parecía que una fuerza extraña movía mis pies.

La gente era en mayor número cada vez, y la malignidad la misma en todos los semblantes conocidos. Parábanse algunas personas y nos miraban un buen rato: otras pareció-