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La sombra

—Confieso, señor don Anselmo—dije—, que nunca he oído narrar cosa alguna que se parezca á ese singular caso de usted. La aparición que se presenta de ese modo, su lenguaje, la familiaridad con que habla, todo me parece tan absurdo, que á no ser usted el que lo cuenta, lo juzgaría pura invención, obrade escritorzuelos y demás gente enemiga de la verdad.

—Pues es tan cierto que le vi y le hablé y me dijo lo que he referido, como es cierto que usted y yo existimos y estamos aquí charlando.

—En verdad, es cosa inaudita—apunté yo —que la imaginación, sin ninguna influencia externa, pueda dar vida y cuerpo á seres como ese diablo de Paris que á usted se le presentó tan á deshora. Es indudable que ese caballero no era otra cosa que la personificación de una idea, de aquella idea constante, tenaz, que usted desde tiempo atrás, y principalmente desde su boda, tenía encajada en el cerebro. Lo que no puedo explicarme es cómo adquirió existencia material y corpórea esa idea; ni sé á qué clase de generaciones espontáneas se debió ese fenómeno sin precedente en la histeria de las alucinaciones. Pero siga contando á ver en qué para eso.