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La sombra

su narración, había olvidado el experimento, y el líquido, dilatándose considerablemente, y no encontrando salida, se abrió espacio, inflamándose al contacto del fuego. Hubo un instante en que aquello parecía un infierno y todos unos demonios. Doña Mónica despertó despavorida gritando: «¡Fuego, fuego!», y se desmayó en seguida, cayendo como un saco, y aplastando con su cabeza la guitarra que muy cerca de ella estaba. El gato, que recibió en su cuerpo una gran cantidad del líquido hirviente, saltó de donde estaba lanzando chillidos de desesperación: el pobre mayaba, corría con el pelo inflamado, los ojos como llamas, quemados los bigotes; corría por toda la pieza con velocidad vertiginosa; subió, bajó, encaramóse al Cristo, saltándole de los pies á la cabeza, de un brazo á otro brazo; cayó sobre un caracol, resbaló por las botas de montar, enredóse en las ramas de coral, brincó sobre el esqueleto, cuyos huesos sonaron rasguñados frenéticamente; cayó de nuevo al suelo, se abalanzó sobre un ave disecada, cuyas plumas volaron por primera vez después de un siglo de quietud; se estiró, se dobló, se retorció el infeliz, porque sus carnes rechinaban como si estuviera puesto en parrillas; corría, corría sin cesar, huyendo de sí mismo y de sus propios