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B. Pérez Galdós

en sombras y con la espada desnuda, los traidores vientecillos septentrionales, yo me arrebozaba también en mi pobre capa, y escondía la cabeza para que no me tocasen y pasaran de largo. El campo de mis padres y la humilde casa en que nací eran lastimoso cuadro de abandono, soledad, ruinas. Hierbas vivaces y plantas silvestres erizadas de púas cubrían el suelo sin señal ni rastro alguno de la acción del arado. Las cepas, sin cultivo, ó habían muerto, ó, envejecidas y cancerosas, echaban algún sarmiento miserable que para sostenerse se agarraba á los cercanos espinos. Árboles que antes protegían el suelo con apacible sombra, á cuyo amparo se reunía la familia, habíanse quedado en los puros leños, y secos, desnudos, abrasados de calor o ateridos de frío, según el tiempo, esperaban el hacha y la paz de la leñera como espera el cadáver la paz del hoyo. Algunos, conservando un resto de savia escrofulosa en sus venas enfermas, se adornaban irrisoriamente el tronco con pobres hojuelas, semejantes á condecoraciones puestas sobre el pecho del vanidoso amortajado. Las cercas de piedra no resistían ya ni el paso resbaladizo de los lagartos, y se caían, aplastando á veces á sus habitantes.

Por todas partes veíase el rastro baboso de