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Celín

miraron ejemplares peregrinos de la flora acuática.

Todo era motivo de algazara y risa para la saltona y vivaracha señorita de Pioz, que de cuando en cuando se acordaba de su propósito de matarse como de un sueño, y su orgullo rezongaba entonces como una fiera que se ladea durmiendo, y decía: —Sí, me mataré. Quedamos en que me mataría, y no me vuelvo atrás. Pero hay tiempo para todo.

Llegaron de esta manera á la otra orilla del vacío cauce, y para subir á la ribera, Celín se agarró á la rama de un sauce, y cogiendo á la señorita con un solo brazo, la suspendió en el aire y trepó con ella hasta ponerla sobre el verde ribazo. De allí pasaron á un campo hermosísimo cubierto de menudo césped y salpicado de olorosas hierbas. Bandadas de mariposas volaban trazando graciosas curvas en el aire. Celín las cogía á puñados y las volvía á soltar soplando tras ellas para que volasen más aprisa. La agilidad del gallardo mancebo, la misma de antes, aunque su cuerpo era mucho mayor.

Diana no cesaba de admirar la elegancia de sus movimientos varoniles y las airosas líneas de aquel cuerpo, en el cual la poca ropa, rayana en desnudez, no excluía la decencia. La