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B. Pérez Galdós

habían perdido la hoja, pero la tenían amarilla. Á los reflejos del sol entre la neblina, parecían árboles vestidos de lengüetas de oro.

De un brinco se subió Celín al tronco del mayor de ellos, y trepó maravillosamente hasta la rama última. Diana le miraba asustada.

B. PÉREZ GALDÓS Te vas á matar.

Cayó de golpe, y la señorita, creyendo que se había estrellado, lanzó un grito de terror.

Celín se le plantó delante tan risueño como siempre, diciéndole: Todavía sé caer de mucho más alto, pero de mucho más.

Dianita le puso la mano sobre la cabeza, mirándole tan sorprendida como antes.

Celín, me parece que tú has crecido más. ¿Qué es esto?

El muy pillo se reía, y con sus pies desnudos aplastaba las ramitas secas y los espinos sin hacerse daño.

Pero qué, ¿tus pies son de bronce?

¿Cómo no te clavas esas tremendas púas?...

Y otra cosa noto en ti. ¿Dónde pusiste la gorra? La has perdido, bribón. Di una cosa.

¿No tenías tú, cuando te encontré, unos gregüescos en mal uso? ¿Cómo es que tienes ahora ese corto faldellín blanco con franja de picos rojos, que te asemeja á las pinturas