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B. Pérez Galdós

trándose conocedor de los rincones del edificio. Como llegaran á un sitio obscuro, sacó Celín del seno su caja de cerillas y encendió una contra la pared, para alumbrar el tránsito. Cuando había que bajar dos ó tres escalones, alargaba la mano con galantería para que la señorita se apoyase.

Penetraron en una pieza abovedada y rectangular, mal alumbrada por un candilón cuya llama ahumaba la pared. Por un agujero del techo aparecían varias sogas, cuya punta tocaba al suelo. En éste había un ruedo y sobre él un hombre sentado á la turquesca, y entre sus piernas montones de castañas y dos botellas de aguardiente. Era el campanero, maese Kurda, y estaba profundamente dormido, la barba pegada al pecho, dando unos ronquidos que parecían truenos subterráneos. De rato en rato, sin salir de su sopor, conservando los ojos cerrados y la respiración de perfecto durmiente, estiraba el tal los brazos, y agarrando las cuerdas hacía un esfuerzo, cual si quisiera colgarse de ellas. Sonaban allá arriba las campanas con estruendo terrorífico y vibraba todo el edificio como si fuera de metal, mientras se desvanecían y alargaban en el aire las ondas del sonido. Luego, maese Kurda sepultaba nuevamente la barba en el pecho y seguía