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B. Pérez Galdós

joven, asustada de su soledad y sin esperanza de encontrar la iglesia del Buen Fin, no se atrevía á preguntar á nadie. Por último oyó una voz infantil que cantaba el himno de Riego, mejor dicho, lo silbaba con música semejante á la que aprenden los mirlos enjaulados á las puertas de las zapaterías.

Aquella tierna voz le inspiró confianza. Un niño como de seis años avanzaba con marcial continente, marcando el pasodoble y agitando un palito con la mano derecha, en perfecta imitación de los gestos de un tambor mayor al frente del regimiento.

Discurrió la damisela que aquel gallardo rapaz podría darle informes mejor que cualquier gandul desvergonzado, y... «¡Pst..chiquillo, ven acá!...» Paróse en firme el muchacho al ver salir de la sombra la esbelta figura, y cuando reparó que era una dama, llevóse la mano al andrajo que por gorra tenía.

Chiquillo —añadió ella—, ¿quieres decirme si está por aquí Santa María del Buen Fin? Y si está lejos, ¿qué camino debo tomar? Te daré una buena propina si no me engañas.

El muchacho se cuadró ante la señorita de Pioz, y con desenvuelta palabra y ademanes más desenvueltos todavía, le dijo: -