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B. Pérez Galdós

» Mi suegra era una vieja coqueta en quien los años no habían amortiguado el deseo de agradar, base de su carácter. Habiendo sido hermosísima, en su rostro no quedaban ya más que lástimas, y únicamente los ojos conservaban en su brillo y expresión algo de aquella belleza que se había despedido para no volver más. Este desastroso afeamiento era en parte remediado con los complicados afeites que se hacía y las mil cosas que inventaba para disimular los estragos de su persona. En cuanto á costumbres, las suyas no se distinguían sino por un continno callejear, que no le dió muy buena opinión, aunque nunca se dijo claramente que no fuese honrada. Gustábale divertirse más que á muchas que no pasan de los veinte; y en este punto jamás determinaron en ella los años ningún progreso visible; pues vieja y todo no perdonaba baile, ni comedia, ni paseo, ni reunión, ni ceremonia donde hubiera gente joven y bulliciosa. Parecía que se le reverdecían con esto los años, refrescándosele el cuerpo con el continuo zarandeo.

» Esta dama ilustre, que profesaba en materias de opinión teorías muy peregrinas, fué la que me habló del modo siguiente: «Eres, Anselmo, un salvaje, una fiera, un tigre. Pensar que mi hija pueda vivir mu-