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B. Pérez Galdós

so, demente. La infeliz gemía: creo que la maltraté. Después, andando de un lado para otro, registraba con afán, y era tal mi trastorno, que hasta debajo de las sillas, dentro de los vasos de su tocador y entre las hojas de los libros quería encontrar lo que buscaba.

Allí no había nada; yo nada vi; pero tenía la convicción profunda de que allí estaba: en el aire, en la sombra, en el perfume, en el eco de nuestras voces, en todo me parecía sentir la presencia de aquel maldecido. «¿Dónde está?

grité; ¡aquí hay alguno!» «¿Quién?

dijo ella desesperada. «¡Ese — contesté yo, ese monstruo, ese espíritu, ese hombre!

Yo sé que está aquí, yo le siento, yo le oigo.

Sí, Elena, está aquí; tú le tienes. Le veo en tus ojos, le oigo en tu voz; está aquí.» » Y en efecto, la sombra de todos los objetos me parecía su sombra, el eco de nuestras voces parecíame su voz, y en los vagos accidentes de la luz, del sonido, del tacto, me parecía encontrar algo de la persona, del aliento de aquel genio execrable. Elena lloraba con tanto desconsuelo, que me fué imposible recriminarla. Únicamente le decía: «Sí, aquí está, aquí está.» Por fin, salí de allí, porque me trastornaba más cada vez, y volví á mi cuarto, donde le había dejado cerrado con llave. Al entrar di un grito: el herido no es-