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Azabache/III

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

III

MI DOMA

Empezaba yo á ser un hermoso potro; mi pelo era fino y suave, y de un negro brillante como el azabache. Era calzado de una mano, y tenía una pequeña estrella en la frente. Mi amo estaba orgulloso de mí, y no pensaba venderme hasta que tuviera cuatro años, pues decía que así como los muchachos no deben trabajar como los hombres, los potros no deben trabajar como los caballos, hasta que estén bien desarrollados.

Cuando cumplí los cuatro años, el caballero Gordon vino un día á verme; examinó detenidamente mis ojos, mi boca y mis patas; me hizo marchar al paso, trotar y galopar en su presencia, y pareció quedar complacido de mí.

—Cuando esté bien domado —dijo,— será un hermoso animal.

Mi amo le dijo que pensaba domarme él mismo, pues no quería que en la doma me lastimasen, ó adquiriese algún resabio; y no perdió tiempo, pues á la mañana siguiente puso manos á la obra.

No todos saben lo que es la doma de un caballo, y voy, por lo tanto á decirlo: es enseñarle á llevar una brida y una silla, y sobre su lomo un hombre, mujer, ó niño, yendo adonde el jinete lo mande, y de una manera tranquila. Además, ha de aprender á usar una collera, un sillín y una baticola, y estarse quieto mientras se le pone todo esto; después, aguantar un coche ó un carro, adherido detrás de sí, de manera que no pueda andar sin llevarlo consigo; y debe ir aprisa ó despacio, á voluntad de su conductor. No debe espantarse por nada que vea, ni hablar con los demás caballos, morder, cocear, ni hacer, en una palabra, nada que sea su voluntad propia, sino siempre la de su amo, aunque se halle cansado, ó tenga hambre ó sed; y, por supuesto, una vez con los arneses encima, no hay ni que pensar en brincar de gusto, ni en acostarse aunque el cansancio le rinda. Puede verse por lo dicho, que la doma no es cosa de poca importancia.

Me acostumbré á la cabezada de cuadra, á la soga, y á ser conducido del diestro por campos y caminos; pero ahora tenía que saber lo que era un freno y una brida. Mi amo me trajo, como de costumbre, un puñado de avena, y después de muchas caricias y mucha conversación, me introdujo el bocado, con las bridas unidas á él. Preciso me es confesar que aquello fué para mí una cosa desagradabilísima. El que no haya probado un bocado no puede formarse idea de lo mal que sabe; figúrense un pedazo de frío y duro acero, grueso como el dedo de un hombre, metido dentro de la boca, entre los dientes y sobre la lengua, con sus extremos salientes y unidos á unas correas que se multiplican luego pasando por sobre la cabeza, por debajo de la garganta, por encima de las narices y alrededor de la barba, de una manera que no hay medio de verse libre de él. Aquello es una cosa muy mala, ó al menos así me lo pareció; pero yo veía que mi madre lo usaba siempre que salía, y que todos los demás caballos domados lo usaban también; y entre el puñado de avena, las caricias de mi amo, y sus bondadosas palabras y maneras, transigí con el bocado y la brida.

Inmediatamente después vino la silla, que no es ni con mucho, tan desagradable. Mi amo la colocó, con el mayor cuidado, sobre mi lomo, mientras el viejo Daniel me sujetaba la cabeza; éste me apretó las cinchas bajo la barriga, acariciándome y hablándome siempre. Una vez así equipado, me dieron otro puñado de avena, y me hicieron dar un paseo alrededor del sitio donde nos hallábamos, y esta misma operación se repitió por varios días, hasta que casi deseaba el puñado de avena y la silla. Por último, una mañana mi amo se encaramó sobre mí y me hizo dar una vuelta por la pradera, buscando los sitios en que la hierba hacía el piso más suave y blando. Me sentí un poco en ridículo, pero, al mismo tiempo, orgulloso de conducir á mi dueño; y continuando este ejercicio, un poco cada día, llegué pronto á acostumbrarme.

El inmediato desagradable asunto fué el dé ponerme las herraduras, que al principio me molestaban mucho. Mi amo en persona me condujo á casa del herrador, á fin de cuidar de que no me asustasen ni lastimasen. El herrador fué levantando sucesivamente mis patas, teniendo yo que permanecer en tres mientras cortaba una parte del casco; pero no me lastimó, y me estuve quieto. Tomó un pedazo de hierro, de la misma forma que el casco, lo batió con un martillo, y lo sujetó firmemente á aquél, con clavos. Sentí mis patas como entumecidas y muy pesadas, pero al cabo me acostumbré á las herraduras.

Una vez á esta altura, mi amo procedió á domarme para el tiro, y allí empezó una nueva serie de cosas que usar. En primer lugar una dura y pesada collera, y una cabezada con dos pedazos de cuero á los lados de mis cojs, llamados anteojeras, y que mejor pudieran llamarse cegadoras, pues me incapacitaban de mirar á los lados, teniendo que hacerlo sólo de frente; vino luego el sillín, con una correa larga que, partiendo del extremo posterior de aquél, iba á pasar por debajo de mi cola, y á la cual llaman la baticola, accesorio odioso para mí, que me fué muy duro tolerar, y que considero casi tan malo como el bocado. Nunca he sentido deseos de cocear como entonces; pero no había que pensar en semejante cosa, siendo mi amo tan bueno, y así, tuve paciencia, y en breve tiempo transigí con todo, haciendo mi trabajo tan bien como mi madre.

Voy á referir un detalle que formó parte de mi doma y que considero de gran importancia. Mi amo me envió á pasar quince días en la granja de un amigo suyo, en la que había un cercado por cuya inmediación cruzaba una línea de ferrocarril. Allí encontré algunos carneros y vacas.

Nunca podré olvidar el primer tren que pasó. Hallábame yo pastando tranquilamente cerca de la empalizada que separaba el prado de la línea férrea, cuando oí á cierta distancia un extraño rumor; y antes de poder darme cuenta de lo que pudiera ser, cruzó por delante de mí, como volando, y haciendo un ruido espantoso, un tren larguísimo, soltando grandes bocanadas de humo, desapareciendo en el instante, y dejándome por el pronto casi sin respiración. Me volví y corrí con toda la fuerza de mis patas en dirección al extremo opuesto de la pradera, donde me detuve resoplando de sorpresa y de terror. Durante el día cruzaron otros muchos trenes, algunos de ellos más despacio, que se detenían en la estación inmediata dando antes unos bramidos tremendos. Por el pronto consideré aquello peligrosísimo; pero observé al mismo tiempo que las vacas no le daban importancia alguna y que continuaban pastando como si nada sucediese, levantando apenas la cabeza cuando cruzaba aquel monstruo amenazador. No me fué posible, sin embargo, pacer con tranquilidad los primeros días; pero al fin me desengañé de que aquella terrible criatura no entraba nunca en nuestro cercado, ni me hacía daño alguno, y empecé á perderle el miedo, concluyendo por hacer de ello el mismo caso que las vacas y los carneros.

Después he tenido ocasión de ver muchos caballos alarmados é intranquilos al sentir acercarse una locomotora; pero yo, gracias á mi buen amo, me encuentro tan seguro, y libre de todo miedo en la estación de un ferrocarril, como en mi propia cuadra.

De la manera dicha es como se doma bien un potro.

Mi amo solía con frecuencia engancharme en pareja con mi madre, porque ésta era tranquila y segura y podía enseñarme mucho mejor que un caballo extraño. Ella me decía que cuanto mejor fuese mi comportamiento, mejor sería el trato que recibiría, y que lo más conveniente para mí era procurar complacer á mi amo por cuantos medios estuviesen á mi alcance.

—Pero-añadía,— son muchas las clases de hombres con quienes probablemente tendrás que tratar; los hay buenos y razonables, como nuestro amo, á quienes cualquier caballo debe sentirse orgulloso de servir, y los hay malos, crueles, ignorantes y descuidados, que jamás se ocupan de lo que puede ser conveniente ó perjudicial para un caballo; estos últimos son casi peores que ningún otro, por su falta de sentido, por más que lo hagan sin mala intención. Deseo que caigas en buenas manos, pues un caballo nunca sabe quién lo comprará, ni quién lo guiará ó montará; todo es cuestión de suerte; y por lo tanto, sólo te digo que te portes siempre lo mejor que puedas, y que cuides de tu buen nombre.