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Azabache/II

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

II

LA CACERÍA

Antes de haber cumplido los dos años, presencié una cosa que nunca he podido olvidar. Era una mañana de primavera, había helado un poco durante la noche anterior, y una ligera niebla envolvía los árboles y se dilataba por la pradera. Yo me hallaba con los otros potros, pastando en la parte baja de la campiña, cuando oímos á lo lejos un ruido que parecía el ladrido de perros. El más viejo de los potros levantó la cabeza, enderezó las orejas y dijo:

—¡Ahí están los galgos!— é inmediatamente galopó, seguido de todos nosotros, en dirección á la parte alta del cercado, desde donde podíamos divisar una larga distancia. Mi madre y un viejo caballo de silla se hallaban allí, y parecía que sabían lo que era aquello.

—Han levantado una liebre-dijo mi madre. — y si toman esta dirección podremos ver la cacería.

A los pocos minutos, una traílla de perros corría como una exhalación por sobre un campo de tierno trigo, inmediato á nuestro cercado. En mi vida había oído un ruido semejante. No ladraban, ni aullaban, ni se quejaban, sino que gritaban todos á la vez ¡yo! ¡yo... o... o...! ¡yo... o... o...!, con toda la fuerza de sus pulmones. Detrás de ellos venía un pelotón de hombres á caballo, algunos con chaquetas verdes, corriendo con tanta velocidad como los perros. El viejo caballo dió un resoplido, siguiéndolos anhelosamente con la vista; nosotros los potros hubiéramos deseado correr con ellos, y en breves momentos se precipitaron en la parte baja del terreno. Me pareció como que había sucedido algo extraordinario; la gritería de los perros cesó, y todos se desparramaron, con las narices pegadas al suelo.

—Han perdido el rastro-dijo el caballo,— y tal vez la liebre logre escaparse.

—¿Qué liebre?— pregunté yo.

—¡Oh! no sé cuál será; lo probable es que sea una de las nuestras, que se crían en el pinar; cualquiera que se ponga al alcance de la vista de los perros es perseguida por ellos y por sus amos.

Al poco rato oímos de nuevo los gritos ¡yo! ¡yo... o... o...!, y el tropel volvía á toda velocidad en dirección á nuestra pradera, precisamente por la parte donde eran más altas las orillas de la vertiente del arroyo.

—Ahora vamos á ver la liebre— dijo mi madre; y no bien había acabado de pronunciar estas palabras, la vimos cruzar como un relámpago, toda asustada, buscando refugio en el pinar. Detrás venían los perros, y al llegar á la orilla del arroyo, una y otros lo saltaron, continuando su vertiginosa, carrera, á través de los sembrados, y seguidos por los cazadores. Seis ú ocho de éstos habían hecho á sus caballos brincar el arroyo inmediatamente detrás de los perros. La liebre trató de cruzar la cerca de nuestra pradera, pero era demasiado espesa, y no encontrando paso, volvió en redondo para tomar la dirección del camino. Era ya tarde para ella; los perros la seguían muy de cerca con sus feroces gritos; oímos de pronto un chillido agudo, y todo acabó. Uno de los cazadores espantó con el látigo á los perros, que pronto hubieran hecho mil pedazos á la pobre liebre, la levantó por una pierna, toda lacerada y sangrando, y todos aquellos caballeros dieron muestras de la mayor complacencia.

Yo estaba tan sorprendido, que por el pronto no vi lo que había pasado en el arroyo; pero cuando miré allí vi un espectáculo bien triste. Dos hermosos caballos yacían tendidos en el fondo, el uno luchando con la corriente, y el otro tendido en la hierba, gimiendo lastimosamente. Uno de los jinetes salía del agua cubierto de lodo, mientras el otro yacía inmóvil.

—Se ha desnucado— dijo mi madre.

—Y lo tiene merecido— añadió uno de los potros.

Yo pensé lo mismo; pero mi madre era, al parecer, de diferente opinión.

—No, hijos míos-dijo,— no digan ustedes eso, por más que, aunque soy vieja y he visto y oído mucho en este mundo, nunca he podido explicarme el placer de los hombres en esa clase de diversiones, en la que unas veces se lastiman ellos, y otras mutilizan hermosos caballos, y destruyen los sembrados, todo por una liebre, ó una zorra, ó un ciervo, que con tanta facilidad podrían adquirir de otro modo; pero nosotros somos caballos, y no entendemos de eso.

Mientras mi madre hablaba, todos mirábamos con atención á lo que estaba pasando. Muchos de los jinetes habían corrido adonde se hallaba el que yacía tendido en el suelo, pero nuestro amo, que lo había presenciado todo, fué el primero en llegar y levantarlo. Su cabeza estaba caída hacia atrás, los brazos le colgaban, y todos los que lo rodeaban parecían muy serios. No se oía entonces el menor ruido; hasta los perros estaban silenciosos, como si comprendiesen que algo grave sucedía. El pobre cazador fué conducido á la casa de nuestro amo. Después oí decir que era Jorge Gordon, hijo único del caballero del mismo apellido, joven hermoso, y orgullo de su familia.

Empezaron entonces las carreras en todas direcciones, unos á llamar un doctor, otros en busca del veterinario, y otros, sin duda, á decirle al caballero Gordon lo que había ocurrido á su infortunado hijo. Cuando llegó el veterinario se dirigió adonde estaba el caballo tendido en la hierba, y después de reconocerlo minuciosamente, movió la cabeza como en señal de desagrado. Un criado fué entonces á casa de nuestro amo, volviendo con una pistola en la mano; al poco rato se oyó una detonación y un lastimero grito, y todo quedó tranquilo; el caballo no se movió más.

Mi madre pareció muy conturbada; dijo que conocía á aquel caballo, que su nombre era Favorito, y que era un excelente animal, sin resabio alguno. Nunca más volvió mi madre á aquella parte del cercado.

Algunos días después, oímos las campanas de la iglesia que tocaban tristemente; y mirando á través del portillo vimos un extraño carruaje negro, todo enlutado, y tirado por caballos negros también; detrás de él iban otros varios, todos enlutados, mientras las campanas seguían tocando. Conducían al cementerio al pobre joven Gordon, que nunca más volvería á montar á caballo. ¡Lo que hicieron con Favorito nunca lo supe; y todo por una triste liebre!