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Polémicas

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Polémicas
de Rafael Barrett


Toda polémica es en el fondo una cuestión personal. Pretender que combatan las ideas sin que al mismo tiempo choquen sus envolturas vivas, las personas, es pretender lo imposible. Por eso las polémicas, muy significativas como síntoma moral, son casi siempre estériles para la ciencia o el arte. Una mordaza es mucho más útil que la razón para tapar bocas. Al defender una tesis abstracta se suele defender la ambición propia o sencillamente el pan. No hay argumentos contra la vida.

Es cierto que existen asuntos prácticamente inatacables, y que una polémica sobre ellos puede provocarla tan sólo la ignorancia. En estos casos poco frecuentes resultan fijadas y explicadas nociones fundamentales, de adquisición provechosa para el vulgo. Al capítulo de las excepciones deben ir también las polémicas matemáticas. Quizá el hábito de definir con precisión las palabras, así como el uso uniforme del análisis, influyan en que tales contiendas sean fecundas. Poisson derrotó al partido de Lagrange; las opiniones de Abel triunfaron sobre las de Wronski, y de una reciente y ruidosa polémica surgió consagrado el nuevo concepto del transfinito. Los matemáticos, por otra parte, parecen gente apacible y sensata; algunos llevaron su plácida distracción hasta el extremo de asombrar a sus compañeros mismos. El bueno de Ampère tomaba las traseras de los coches de punto por sendos pizarrones. Sacaba la tiza del bolsillo y las cubría de cálculos indescifrables. Si el vehículo se ponía en movimiento, Ampère echaba a correr detrás de sus fórmulas ante el público estupefacto. Ampère no era polemista temible. Las rivalidades más rabiosas, según observa justamente Bourget, son -¿quién lo diría?- las rivalidades entre músicos.

Siempre que se trate de cuestiones directa o indirectamente sociales, sobre todo cuestiones de historia, de religión, de política, las polémicas no prueban nada sino el odio de los polemistas. Cada cual ve a su modo y habla a su manera. Hay para cada hombre un punto de vista y un lenguaje. Este lenguaje y este punto de vista, deformables continuamente, se falsean y desfiguran por la pasión. Lo que se evita a toda costa es un acuerdo. Se aborrece y se teme la verdad, que al establecer el hecho suprime a las personas. El ruido de las disputas no sube a las regiones de la ciencia y del arte verdaderos.

En cambio, las polémicas nos descubren el corazón y los nervios de un individuo, de una ciudad, de una nación entera. Lo discutido queda en la sombra. Los intereses de los discutidores salen a la luz del día. La polémica es siempre un precioso documento histórico.

He aquí por qué estudiamos hoy las herejías de los primeros siglos cristianos, aunque no nos quite el sueño la sustanciación del Verbo; he aquí por qué leemos apasionadamente las Provinciales, aunque nos hagan sonreír las teorías jansenistas; he aquí por qué se manoseará durante largo tiempo el asunto Dreyfus, aunque la inocencia real del judío no interese más que a las niñas románticas.

Es comprensible el ardor con que se declara la guerra a los grandes hombres, apenas asoman a lo lejos. El instinto social no se engaña. Traen con ellos lo desconocido, la fuerza incalculable que volcará los ídolos y arrancará las columnas. Los intereses amenazados se coligan, y rodean al coloso. Es pedante, es oscuro, es decadente. Se le sitia por hambre. El genio calla y produce. Siente que toda esa furia desencadenada es el eco de su energía interior. Se acostumbraba a los ataques como después se acostumbrará a la adulación, y los echa de menos cuando el odio y la envidia comienzan a ceder. Berlioz, al ser aplaudido por fin, duda amargamente de su talento; también exclamaba el orador pagano, al estallido de la ovación: «... ¿qué? ¿Has dejado escapar alguna necedad?».



Publicado en "El Diario", Asunción, 9 de junio de 1910.