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distancias. No podía atraerle hacia ella, verle de cerca ni escuchar su voz para ella sola.

Berta bajó la cabeza. Aquella era la advertencia simbólica de que, por su voluntad, aquella carne de su carne estaba perdida para ella; de que abdicaba de pronto todos sus derechos, rebajaba su ternura y consentía sin remisión en no ser nunca más que una vaga espectadora al lado de aquel niño del que hacía un extraño.

Le vería pasar, y nada más, pero pasaría alegre y triunfante y también ella lo estaría.

Después le imaginaba más adelante todavía, á los treinta años, grueso y fuerte, siempre breve en su modo de hablar y queriendo ser oído. ¿Qué sería entonces?... Soldado? ¿Viajero, regresado de los confines del mundo? ¿Sencillamente un noble ocioso que ha triplicado sus tierras por una buena boda y por contratos hábiles? Berta se atenía más fácilmente á este último personaje, pues así no se alejaría de la comarca y podría encontrarle todos los días en su camino...

Pero, por más que hacía, no lograba representarse á Jacobo después de los treinta años. Al llegar á ese punto todo se obscurecía y se nublaba ante sus ojos y esto la inquietaba como un triste presagio.

Entonces evitaba ceder á las aprensiones y se refugiaba en la realidad. ¡Qué fácil y rápido era convertir un campesino en vizconde y un vizconde en campesino! En las novelas que habían encantado su primera juventud, esas aventuras iban siempre acompañadas de tinieblas, de lívida luna, de misterio y de silencio, en decoraciones de soledad y de precaución...

Siempre era una mano furtiva la que subsistía en la sombra al bohemio por el príncipe; en el camino aparecía un coche de sordo rodar... y, á poco, huían unos espectros... ¿Para qué todo aquel aparato de dramas