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conde papeles de sirvienta, había contraído una indestructible humildad y una habitual sumisión.

Y, ciertamente, si por un milagro se le hubiera devuelto aquel hijo con todas las pruebas de su verdadero origen y reconociendo él mismo que aquella era su madre, Berta no hubiera podido hablarle de otro modo que como una esclava.

Era ella, sin embargo, la que le había puesto donde estaba; pero las circunstancias le habían levantado todavía, y el joven se perdía en unas cimas de gloria.

Algunas veces, en un corto instante de lucidez, se comparaba con él: ella mujer de los bosques, casi salvaje y con un aspecto impropio todavía de la mujer de un guarda, á pesar de haberse criado en un castillo para servir los monótonos caprichos de una noble dichosa.

Y él su mirada aumentaba de intensidad,—un hombre robusto, elegante, refinado, con el bigote largo, como Juan (Juan, ¡ qué recuerdo!...) Y, en seguida, se decía para sus adentros que era dichoso que el amo y el guarda, hijos de la misma tierra, hubieran tenido entre sí grandes puntos de semejanza.

Después pensaba que siendo ella vieja, fea y repugnante, valía más que Jacobo no pudiese verla, puesto que ella le veía.

Pero al día siguiente del encuentro de Jacobo y el guarda en el bosque, le pareció que varias veces el joven levantaba la cabeza hacia ella y detenía la vista en su escondite, como si esperase ó viese algo.

Berta se escondió y se aplastó un poco más, temblando haber sido sorprendida... Después el joven dejó de mirar.

Al otro lado del valle, en la vertiente Oeste y en medio de la espesa arboleda, también acechaba Arabela.

Por rebeldía, por espíritu de oposición, hacía pro-