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Si podía olvidar á la mujer de los ojos verdes, acaso su vida se arreglase todavía.

También la exasperaban otros pensamientos; la idea, por ejemplo, de que Jacobo estaba desesperado por la muerte de su madre y acaso se reprochaba el no haberla querido bastante en otro tiempo.

¡Su madre!... Su madre estaba allí, bien viva. Era por una extraña, por quien lloraba.

Extraña también aquella señora de Reteuil á la que Jacobo se había consagrado hasta su muerte... Era verdad que la había heredado. La campesina tenía atenuaciones sutiles.

¡Ah! si hubiera sabido á lo que su hijo destinaba esa herencia... Si hubiera sabido que las sumas considerables que Jacobo iba á recibir por la venta de Reteuil, servirían para rehabilitar la memoria del Conde... Entonces hubiera gritado ante la demencia de semejante acto: «A ti qué te importa? Esa gente no es nada tuyo; su nombre no es tu nombre...»—sin pensar siquiera que destruía de ese modo el derecho á la herencia. Pero ella no sabía sino que había sufrido y que seguiría sufriendo. El misterio de que era depositaria la espantaba. Le parecía que hubiera aliviado su cuerpo y su alma confesando su falta. ¿Pero, á quién? Además, retrocedía ante ciertas revelaciones.

El punto maravilloso de la aventura era que tenía rencor á José porque vivía sin grandes cuidados, rodeado de afecciones, con su mujer al lado y sus hijos sobre las piernas.

Si era feliz, se lo había robado á aquel cuyo nombre llevaba. Encontraba esto injusto, extraviada al fin en un dédalo de razonamientos contradictorios.

Y lo que ella pensaba no era gran paradoja y podía aceptarse en cierto modo. Era evidente que, al sustituir á su hijo con otro, no había pensado entregarle