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Los unos altísimos

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

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Los unos altísimos,
Los otros menores,
Con su eterno verdor y frescura,
Que inspira a las almas
Agrestes canciones,
Mientras gime al rozar con las aguas
La brisa marina, de aromas salobres,
Van en ondas subiendo hacia el cielo
Los pinos del monte.

De la altura la bruma desciende
Y envuelve las copas
Perfumadas, sonoras y altivas
De aquellos gigantes
Que el Castro coronan;
Brilla en tanto a sus pies el arroyo
Que alumbra risueña
La luz de la aurora,
Y los cuervos sacuden sus alas,
Lanzando graznidos
Y huyendo la sombra.

El viajero, rendido y cansado,
Que ve del camino la línea escabrosa
Que aún le resta que andar, anhelara,
Deteniéndose al pie de la loma,
De repente quedar convertido
En pájaro o fuente,
En árbol o en roca.

Era apacible el día
Y templado el ambiente,
Y llovía, llovía,
Callada y mansamente;
Y mientras silenciosa
Lloraba yo y gemía,
Mi niño, tierna rosa,
Durmiendo se moría.
Al huir de este mundo, ¡qué sosiego en su frente!
Al verle yo alejarse, ¡qué borrasca en la mía!

Tierra sobre el cadáver insepulto
Antes que empiece á corromperse..., ¡tierra!
Ya el hoyo se ha cubierto, sosegaos,
Bien pronto en los terrones removidos
Verde y pujante crecerá la hierba.

¿Qué andáis buscando en torno de las tumbas,
Torvo el mirar, nublado el pensamiento?

¡No os ocupéis de lo que al polvo vuelve!..
Jamás el que descansa en el sepulcro
Ha de tornar á amaros ni á ofenderos.

Jamás! ¿Es verdad que todo
Para siempre acabó ya?
No, no puede acabar lo que es eterno,
Ni puede tener fin la inmensidad.

Tú te fuiste por siempre; mas mi alma
Te espera aún con amoroso afán,
Y vendrás ó iré yo, bien de mi vida,
Allí donde nos hemos de encontrar.

Algo ha quedado tuyo en mis entrañas
Que no morirá jamás,
Y que Dios, porque es justo y porque es bueno,
Á desunir ya nunca volverá.
En el cielo, en la tierra, en lo insondable
Yo te hallaré y me hallarás.
No, no puede acabar lo que es eterno,
Ni puede tener fin la inmensidad.

— Mas... es verdad — ha partido,
Para nunca más tornar.
Nada hay eterno para el hombre, huésped
De un día en este mundo terrenal,

En donde nace, vive y al fin muere,
Cual todo nace, vive y muere acá.

Una luciérnaga entre el musgo brilla
Y un astro en las alturas centellea,
Abismo arriba, y en el fondo abismo;
¿Qué es al fin lo que acaba y lo que queda?

En vano el pensamiento
Indaga y busca en lo insondable, ¡oh ciencia!
Siempre al llegar al término, ignoramos
Qué es al fin lo que acaba y lo que queda.

Arrodillada ante la tosca imagen,
Mi espíritu, abismado en lo infinito,
Impía acaso, interrogando al cielo
Y al infierno á la vez, tiemblo y vacilo.
¿Qué somos? ¿Qué es la muerte? La campana
Con sus ecos responde á mis gemidos
Desde la altura, y sin esfuerzo el llanto
Baña ardiente mi rostro enflaquecido.
¡Qué horrible sufrimiento! ¡Tú tan sólo
Lo puedes ver y comprender, Dios mío!

¿Es verdad que lo ves? Señor, entonces,
Piadoso y compasivo

Vuelve á mis ojos la celeste venda
De la fe bienhechora que he perdido,
Y no consientas, no, que cruce errante
Huérfana y sin arrimo,
Acá abajo los yermos de la vida,
Más allá las llanadas del vacío.

Sigue tocando á muerto — y siempre mudo
É impasible el divino
Rostro del Redentor, deja que envuelto
En sombras quede el humillado espíritu.
Silencio siempre; únicamente el órgano
Con sus acentos místicos
Resuena allá de la desierta nave
Bajo el arco sombrío.

Todo acabó quizás, menos mi pena,
Puñal de doble filo;
Todo, menos la duda que nos lanza
De un abismo de horror en otro abismo.

Desierto el mundo, despoblado el cielo,
Enferma el alma y en el polvo hundido
El sacro altar en donde
Se exhalaron fervientes mis suspiros,
En mil pedazos roto
Mi Dios, cayó al abismo,
Y al buscarle anhelante, sólo encuentro
La soledad inmensa del vacío.

De improviso los ángeles
Desde sus altos nichos
De mármol, me miraron tristemente
Y una voz dulce resonó en mi oído:
«Pobre alma, espera y llora
A los pies del Altísimo;
Mas no olvides que al cielo
Nunca ha llegado el insolente grito
De un corazón que de la vil materia
Y del barro de Adán formó sus ídolos.»

Adivínase el dulce y perfumado
Calor primaveral;
Los gérmenes se agitan en la tierra
Con inquietud en su amoroso afán,
Y cruzan por los aires, silenciosos,
Átomos que se besan al pasar.

Hierve la sangre juvenil; se exalta
Lleno de aliento el corazón, y audaz
El loco pensamiento sueña y cree
Que el hombre es, cual los dioses, inmortal.
No importa que los sueños sean mentira,
Ya que al cabo es verdad
Que es venturoso el que soñando muere,
Infeliz el que vive sin soñar.

¡Pero qué aprisa en este mundo triste
Todas las cosas van!
¡Que las domina el vértigo creyérase!...
La que ayer fué capullo, es rosa ya,
Y pronto agostará rosas y plantas
El calor estival.

Candente está la atmósfera;
Explora el zorro la desierta vía;
Insalubre se torna
Del limpio arroyo el agua cristalina,
Y el pino aguarda inmóvil
Los besos inconstantes de la brisa.

Imponente silencio
Agobia la campiña;
Sólo el zumbido del insecto se oye
En las extensas y húmedas umbrías;
Monótono y constante
Como el sordo estertor de la agonía.

Bien pudiera llamarse, en el estío,
La hora del mediodía,
Noche en que al hombre de luchar cansado
Más que nunca le irritan,
De la materia la imponente fuerza
Y del alma las ansias infinitas.

Volved, ¡oh noches del invierno frío,
Nuestras viejas amantes de otros días!
Tornad con vuestros hielos y crudezas
Á refrescar la sangre enardecida
Por el estío insoportable y triste...
¡Triste!... ¡Lleno de pámpanos y espigas!
Frío y calor, otoño ó primavera,
¿Dónde..., dónde se encuentra la alegría?
Hermosas son las estaciones todas
Para el mortal que en sí guarda la dicha;
Mas para el alma desolada y huérfana,
No hay estación risueña ni propicia.

Un manso río, una vereda estrecha,
Un campo solitario y un pinar,
Y el viejo puente rústico y sencillo
Completando tan grata soledad.

¿Qué es soledad? Para llenar el mundo
Basta á veces un solo pensamiento.
Por eso hoy, hartos de belleza, encuentras
El puente, el río y el pinar desiertos.

No son nube ni flor los que enamoran;
Eres tú, corazón, triste ó dichoso,
Ya del dolor y del placer el árbitro,
Quien seca el mar y hace habitable el polo.

— Detente un punto, pensamiento inquieto;
La victoria te espera,
El amor y la gloria te sonríen.
¿Nada de esto te halaga ni encadena?
— Dejadme solo y olvidado y libre;
Quiero errante vagar en las tinieblas;
Mi ilusión más querida
Sólo allí dulce y sin rubor me besa.

Moría el sol, y las marchitas hojas
De los robles, á impulso de la brisa,
En silenciosos y revueltos giros
Sobre el fango caían:
Ellas, que tan hermosas y tan puras
En el abril vinieran á la vida.

Ya era el otoño caprichoso y bello:
¡Cuan bella y caprichosa es la alegría!
Pues en la tumba de las muertas hojas
Vieron sólo esperanzas y sonrisas.

Extinguióse la luz: llegó la noche
Como la muerte y el dolor, sombría;
Estalló el trueno, el río desbordóse
Arrastrando en sus aguas a las víctimas;

Y murieron dichosas y contentas...
¡Cuán bella y caprichosa es la alegría!

Del rumor cadencioso de la onda
Y el viento que muge;
Del incierto reflejo que alumbra
La selva ó la nube;
Del piar de alguna ave de paso;
Del agreste ignorado perfume
Que el céfiro roba
Al valle ó á la cumbre,
Mundos hay donde encuentran asilo
Las almas que al peso
Del mundo sucumben.