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El tulipán negro/Capítulo XXXIII

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El tulipán negro
de Alejandro Dumas
Capítulo XXXIII: Conclusión
Fin



Van Baerle, conducido por cuatro guardias que se abrían camino por entre el gentío, atravesó oblicuamente hacia el tulipán negro, al que devoraban sus miradas cada vez más próximas.

La vio por fin, la flor única que debía, bajo unas combinaciones desconocidas de calor, de frío, de sombra y de luz, aparecer un día para desaparecer para siempre. La vio a seis pasos; saboreó sus perfecciones y sus gracias; la vio detrás de las jóvenes que formaban una guardia de honor a esta reina de la nobleza y de la pureza. Y, sin embargo, cuanto más se aseguraba por sus propios ojos de la perfección de la flor, más sentía desgarrado su corazón. Buscaba a su alrededor para formular una pregunta, una sola. Mas por todas partes veía rostros desconocidos; por todas partes la atención se dirigía hacia el trono en el que acababa de sentarse el estatúder.

Guillermo, que acaparaba toda la atención, -se levantó, paseó una tranquila mirada sobre la muchedumbre enajenada, y su ojo agudo se detuvo alternativamente en las tres extremidades de un triángulo formado frente a él por tres intereses y por tres personajes muy distintos.

En uno de los ángulos, Boxtel, temblando de impaciencia y devorando con toda su atención al príncipe, a los florines, al tulipán negro y a la asamblea.

En otro, con Cornelius jadeante, mudo, no teniendo mirada, vida, corazón, amor, más que para el tulipán negro, su hijo.

Por último, en el tercero, de pie sobre una tarima entre las vírgenes de Haarlem, una bella frisona vestida de fina lana roja bordada de plata y cubierta de encajes que caían en oleadas desde su casco de oro.

Rosa, en fin, que se apoyaba desfallecida y con los ojos anegados, en el brazo de uno de los oficiales de Guillermo.

El príncipe, entonces, viendo a todos sus auditores dispuestos, desenrolló lentamente la vitela y, con voz tranquila, clara, aunque débil, pero de la que no se perdía ni una sílaba gracias al silencio religioso que se abatió de repente sobre los cincuenta mil espectadores, encadenó su aliento a sus labios:

-Sabéis -dijo- con qué fin habéis sido reunidos aquí. Se ha prometido un premio de cien mil florines a quien hallara el tulipán negro. ¡El tulipán negro! Y esta maravilla de Holanda está aquí expuesta ante vuestros ojos; el tulipán negro ha sido hallado y con todas las condiciones exigidas por el programa de la Sociedad Hortícola de Haarlem. La historia de su nacimiento y el nombre de su autor serán inscritos en el libro de honor de la ciudad. Haced aproximarse a la persona que es propietaria del tulipán negro.

Y al pronunciar estas palabras, el príncipe, para juzgar el efecto que las mismas producirían, paseó su clara mirada sobre los tres ángulos del triángulo.

Vio a Boxtel saltar de su grada.

Vio a Cornelius hacer un movimiento involuntario.

Vio finalmente al oficial encargado de velar por Rosa, conducirla o más bien empujarla delante de su trono.

Un doble grito partió a la vez de la derecha y de la izquierda del príncipe.

Boxtel fulminado, Cornelius desatinado, habían gritado: ¡Rosa! ¡Rosa!

-Este tulipán es realmente vuestro, ¿verdad, muchacha? -preguntó el príncipe.

-¡Sí, monseñor! -balbuceó Rosa, a la que un murmullo universal venía a saludarla en su tierna belleza.

«¡Oh! -murmuró Cornelius-. Ella mentía, pues, cuando decía que le habían robado esta flor. ¡Oh! ¡Por esto era por lo que había abandonado Loevestein! ¡Olvidado, traicionado por ella, por ella a quien creía mi mejor amiga!»

«¡Oh! -gimió Boxtel por su parte-. Estoy perdido!»

-Este tulipán -prosiguió el príncipe- llevará, pues, el nombre de su inventor, y será inscrito en el catálogo de las flores con el título de Tulipa nigra Rosa Barloensis, a causa del nombre de Van Baerle, que será de ahora en adelante el nombre de casada de esta joven.

Y al mismo tiempo, Guillermo cogió la mano de Rosa y la puso en la mano de un hombre que acababa de abalanzarse, pálido, aturdido, anonadado de alegría, al pie del trono, saludando alternativamente a su príncipe, a su novia y a Dios que, desde el infinito del azur del cielo, contemplaba sonriente el espectáculo de dos corazones felices.

Al mismo tiempo, también caía a los pies del presidente Van Systens, otro hombre, herido por una emoción muy diferente.

Boxtel, aniquilado bajo las ruinas de sus esperanzas, acababa de perder el sentido. Lo levantaron, reconocieron su pulso y su corazón; estaba muerto.

Este incidente no turbó gran cosa la fiesta, dado que ni el presidente ni el príncipe parecieron preocuparse mucho de él.

Cornelius retrocedió espantado: en su ladrón, en su falso Jacob, acababa de reconocer al verdadero Isaac Boxtel, su vecino, del que en la pureza de su alma, no había jamás sospechado ni por un solo instante una acción tan malvada.

Fue por lo demás una gran suerte para Boxtel que Dios le hubiera enviado tan a punto ese ataque de apoplejía fulminante, ya que ello le impidió ver por más tiempo cosas tan dolorosas para su orgullo y su avaricia.

Luego, al son de las trompetas, la procesión reemprendió la marcha sin que nada hubiera cambiado en su ceremonial, sino que Boxtel estaba muerto y que Cornelius y Rosa caminaban lado a lado y la mano de uno en la mano de la otra. Cuando llegaron al Ayuntamiento, el príncipe, señalando con el dedo la bolsa de los cien mil florines de oro a Cornelius, dijo:

-No se sabe claramente quién ha ganado este dinero, si vos o Rosa; porque si vos habéis hallado el tulipán negro, ella lo ha criado y hecho florecer; así pues, no ofrecérselo a ella como dote sería injusto.

Por otra parte, éste es el regalo de la ciudad de Haarlem al tulipán.

Cornelius esperaba para saber dónde quería ir a parar el príncipe. Éste continuó:

-Doy a Rosa cien mil florines, que bien se los ha ganado y que podrá ofrecéroslos a vos; son el precio de su amor, de su coraje y de su honestidad. En cuanto a vos, señor, gracias una vez más a Rosa, que ha traído la prueba de vuestra inocencia -y diciendo estas palabras, el príncipe tendió a Cornelius la famosa hoja de la Biblia sobre la que estaba escrita la Carta de Corneille de Witt, y que había servido para envolver el tercer bulbo-, en cuanto a vos, digo, nos hemos dado cuenta de que fuisteis encarcelado por un crimen que no habíais cometido. Con esto quiero deciros, no solamente que sois libre, sino, además, que los bienes de un hombre inocente no pueden ser confiscados. Vuestros bienes os serán, pues, devueltos. Señor Van Baerle, vos sois el ahijado de Corneille de Witt y amigo de Jean. Permaneced digno del nombre que os ha confiado el uno en las fuentes del bautismo, y de la amistad que el otro os había profesado. Conservad la tradición de los méritos de ambos, porque esos señores De Witt, mal juzgados, mal castigados, en un momento de error popular, eran dos grandes ciudadanos de los que Holanda se siente hoy orgullosa.

El príncipe, después de estas palabras que pronunció con voz emocionada, contra su costumbre, dio sus dos manos a besar a los futuros esposos, que se arrodillaron a su lado.

Luego, lanzando un suspiro, exclamó:

-¡Ay! Vosotros sois realmente felices, ya que al soñar con la verdadera gloria de Holanda y, sobre todo, con su verdadera dicha, no buscáis conquistarle más que nuevos colores de tulipanes.

Y lanzando una mirada hacia el horizonte, por donde quedaba Francia, como si hubiera visto nuevas nubes amontonarse por aquel lado, subió de nuevo a su carroza y partió.

Cornelius, por su parte, salió el mismo día para Dordrecht con Rosa, quien, por medio de la vieja Zug, a la que se expidió en calidad de embajador, hizo prevenir a su padre de todo lo que había ocurrido.

Los que, gracias a la exposición que hemos hecho, conocen el carácter del viejo Gryphus, comprenderán que se reconcilió difícilmente con su yerno. Conservaba en su corazón los garrotazos recibidos, los había contado por las magulladuras; mostraban, decía, cuarenta y uno; pero acabó por rendirse, para no ser menos generoso, decía, que Su Alteza el estatúder.

Convertido en guardián de tulipanes, después de haber sido carcelero de hombres, fue el más celoso carcelero de flores que se hubiera encontrado nunca en Flandes. Así, había que verlo, vigilando las mariposas peligrosas, matando los ratones campestres y espantando las abejas demasiado hambrientas. Cuando supo la historia de Boxtel y furioso por haber sido engañado por el falso Jacob, se dedicó a demoler el observatorio elevado anteriormente por el envidioso detrás del sicomoro; porque el recinto de Boxtel vendido en subasta, se incluyó en las platabandas de Cornelius, que aumentó su hacienda de modo que pudiera defenderse de todos los telescopios de Dordrecht.

Rosa, cada vez más bella, fue aprendiendo cada vez más y al cabo de dos años de matrimonio, sabía leer y escribir tan bien, que pudo encargarse sola de la educación de dos hermosos niños, que le habían nacido en los meses de mayo de 1674 y 1675, como los tulipanes, y que le dieron mucho menos trabajo que la famosa flor a la que debía el haberlos tenido. Y no hay que decir que uno era un muchacho y el otro una chica, y que el primero recibió el nombre de Cornelius, y la segunda, el de Rosa.

Van Baerle permaneció fiel a Rosa como a sus tulipanes; toda su vida se ocupó de la felicidad de su mujer y del cultivo de las flores, cultivo gracias al cual halló un gran número de variedades que están inscritas en el catálogo holandés. Los dos principales ornamentos de su salón estaban enmarcados en marcos de oro, y eran las dos hojas de la Biblia de Corneille de Witt; sobre una, como se recuerda, su padrino le había escrito que quemara la correspondencia del marqués de Louvois.

Sobre la otra, había legado a Rosa el bulbo del tulipán negro, a condición de que con su dote de cien mil florines se casara con un guapo muchacho de veintiséis a veintiocho años, al que amara y que la quisiera.

Condición que había sido escrupulosamente cumplida, aunque Cornelius no hubiera muerto y justamente porque no había muerto.

Finalmente, para combatir a los envidiosos del porvenir, a los que la Providencia tal vez no hubiera tenido el placer de desembarazarse de ellos como lo había hecho con Mynheer Isaac Boxtel, escribió encima de su puerta esta frase que De Grotius había grabado el día de su huida, en el muro de su prisión:

Se ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás: soy demasiado feliz.

FIN