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¡Qué público!

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¡QUÉ PÚBLICO!

—¡Basta! ¡Ya no vuelvo a beber...! Por nada del mundo. Tiempo es de ponerme al trabajo... ¿Te gusta recibir tu sueldo? Pues, trabaja honradamente, con celo, sin tregua ni reposo. Acaba de una vez con las granujerías... Te has acostumbrado a cobrar tu paga en balde, y esto es malo...; esto no es honrado...

Luego de haberse hecho tales razonamientos, el jefe del tren, Podtiaguin, siente un deseo invencible de trabajar. Son casi las dos de la madrugada, mas, a pesar de lo temprano de la hora, despierta a los conductores y va con ellos por los vagones para revisar los billetes.

—¡Los billetes!—exclama alegremente, haciendo sonar el taladro.

Los viajeros, dormidos en la penumbra de la luz atenuada, se sobresaltan y le pasan los billetes.

—¡El billete!—dice Podtiaguin dirigiéndose a un pasajero de segunda clase, hombre flaco, venoso, envuelto en una manta y pelliza y rodeado de almohadas.

—¡El billete!

El hombre flaco no contesta; duerme profundamente. El jefe del tren le golpea en el hombro y repite con impaciencia:

—¡El billete!

El pasajero, asustado, abre los ojos y se fija con pavor en Podtiaguin.

—¿Qué? ¿Quién?

—¿No me ha oído usted? ¡El billete! ¡Tenga la bondad de dármelo!

—¡Dios mío!—gime el hombre flaco, mostrando una faz lamentable—. ¡Dios mío! ¡Padezco del reúma! Tres noches ha que no he podido conciliar el sueño... He tomado morfina para dormirme y me sale usted... con los billetes. ¡Es inhumano! ¡Es cruel! Si supiera usted lo que me cuesta conseguir el sueño, no vendría usted a molestarme con esas majaderías... ¡Esto es tonto y cruel! ¿Para que le hace a usted falta mi billete? Esto es inepto.

Podtiaguin reflexiona si tiene que ofenderse o no; decide ofenderse.

—¡No grite usted aquí! ¿Estamos acaso en una taberna?

—En una taberna la gente es más humana—contesta el pasajero tosiendo—. ¿Cuándo podré dormirme otra vez? Viajé por todos los países extranjeros sin que nadie me pidiera el billete, y aquí es como si el diablo les persiga a cada momento: «El billete. El billete».

—En tal caso lárguese usted al extranjero, que le agrada tanto.

—¡Lo que me dice usted es una estupidez! ¡No hasta con que uno tenga que soportar el calor y las corrientes de aire, hay que soportar también ese formulismo...! ¿Para qué diablos necesita usted los billetes? ¡Qué celo! Lo cual no impide que la mitad de los pasajeros vayan de balde.

—Oiga usted, caballero—exclama Podtiaguin—; si no acaba de gritar y molestar a los demás pasajeros, me veré obligado a hacerle bajar en la primera estación y a levantar acta.

—¡Es abominable!—murmuran los demás pasajeros—. Eso de no dejar en paz a un hombre enfermo... ¡Acabe de una vez, en fin!

—Pero si es el caballero, que me insulta—replica Podtiaguin.— ¡Está bien; que se guarde el billete! Pero yo cumplía con mi deber, ya lo sabe usted...; si no fuera mi deber... Pueden ustedes informarse..., preguntar al jefe de estación...

Podtiaguin encoge los hombros y se aleja del enfermo. Al principio sentíase ofendido y maltratado; pero después de haber recorrido dos o tres vagones, su alma de jefe de tren experimenta cierta intranquilidad y algo como un remordimiento.

—Tienen razón; yo no tenia para que despertar al enfermo. Pero no es culpa mía. Ellos creen que lo hago por mi gusto: no saben que tal es mi obligación. Si no me creen, pueden informarse cerca del jefe de estación.

La estación. Parada de cinco minutos. En el coche de segunda clase entra Podtiaguin, y detrás de él, con su gorra encarnada, aparece el jefe de estación.

—Este caballero pretende que no tengo derecho a pedirle su billete, y hasta se ha enfadado. Le ruego, señor jefe, que le aclare si procedo por obligación o por pasar el rato. ¡Caballero!—prosigue Podtiaguin dirigiéndose al hombre flaco—. ¡Caballero!, si usted no me cree, puede interrogar al jefe de estación....

El enfermo salta como picado por una avispa, abre los ojos y muestra una cara compungida y se apoya en los cojines.

—¡Dios mío! ¡He tomado el segundo polvo de morfina, que me calmó; iba a coger el sueño, y otra vez...! ¡Otra vez el billete...! ¡Le suplico tenga compasión de mí!

—Interrogue al señor jefe, y verá usted entonces si tengo derecho, o no, a pedir los billetes.

—¡Esto es insoportable! ¡Tome usted su billete! ¡Le compraré, si quiere todavía, otros cinco; pero déjeme que me muera en paz! ¿Es posible que no haya sufrido usted alguna vez? ¡Qué gente tan insensible!

—¡Es una mofa!—dice indignado un señor que viste uniforme militar—.¡No puedo explicarme de otro modo tamaña insistencia!

—Déjelo—le dice el jefe de estación, frunciendo el ceño y tirándole a Podtiaguin de la manga.

Podtiaguin se encoge de hombros y camina lentamente detrás del jefe.

—¿De qué sirve el ser complaciente?—añade con perplejidad—. Sólo para que el viajero se tranquilice le he llamado al jefe, y en lugar de agradecérmelo, me regaña.

Otra estación. Parada de diez minutos.

Podtiaguin se va a la cantina a tomar un vaso de agua de Seltz. Se le acercan dos caballeros de uniforme y le dicen:

—¡Oiga usted, jefe del tren! Su proceder con el pasajero enfermo indigna a todos los que lo hemos presenciado. Yo soy ingeniero y este señor es coronel; le declaro que si no presenta usted sus excusas, formularemos una queja contra usted a su jefe de línea, que es conocido nuestro.

—¡Pero, caballeros, es que yo..., es que él...!

—No queremos explicaciones; le advertimos que si no presenta usted sus excusas, tomaremos al enfermo bajo nuestra protección.

—¡Está bien...! Perfectamente...; le daré mis excusas..., si ustedes lo desean.

Media hora más tarde, Podtiaguin prepara su frase de excusas para contentar al pasajero y no rebajar demasiado su dignidad. Hele aquí de nuevo en el coche de segunda.

—¡Caballero!—le dice—. ¡Caballero, escúcheme!

El enfermo se estremece y salta.

—¿Qué?

—Es que yo quiero..., ¿cómo decirlo...?, ¿cómo explicarle...? No se ofenda usted...

—¡Ah...! ¡Agua...!—grita el enfermo llevándose la mano al corazón—. He tomado el tercer polvo de morfina..., me dormía, y otra vez... Dios mío, ¿cuándo se acabará esta tortura?

—Pero es que yo..., dispénseme...

—Basta...; hágame bajar en la primera estación... No puedo soportarlo más... Me... muero...

—¡Esto es abominable—exclaman voces desde el público—; váyase de aquí! ¡Tendrá usted que responder de sus insolencias! ¡Váyase usted!

Podtiaguin suspira hondamente y se marcha del vagón. En el coche de los empleados siéntase rendido al lado de la mesa y prorrumpe en quejas.

—¡Qué público! ¡Sea usted complaciente, conténtelos! ¿Cómo podrá uno trabajar? Así sucede que uno lo abandona todo y se entrega a la bebida... Cuando uno no hace nada, enójanse con él; si trabaja, igualmente se enfadan con él... Beberé una copita...

Podtiaguin absorbe de un golpe media botella de vodka, y no reflexiona ya más ni en el trabajo, ni en su obligación, ni en la honradez.