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Un duelo

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Los campesinos (1920)
de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín
Un duelo
UN DUELO


(COMEDIA EN UN ACTO)
Personajes: Elena Ivanovna Popova, viuda de un terrateniente, joven, bella. Gregorio Stepanovich Smirnov, un terrateniente, de unos cuarenta años. Lucas, un criado viejo.
La escena representa un salón en la casa de campo de la señora Popova.


ESCENA PRIMERA


(Elena, de riguroso luto, contempla la fotografía de su marido y suspira. Lucas le habla desde el umbral de la puerta.)

Lucas.—Señora, se está usted matando. No sea exagerada. Ha llegado la primavera, todo el mundo está alegre y se pasea por el campo y por el bosque. Sólo usted permanece encerrada en casa como en un convento. ¡Hace yo no sé el tiempo que no sale usted!

Elena.—¡Y no saldré ya nunca! ¿Para qué? Mi vida se ha acabado. El yace en la tumba, y yo voy a encerrarme entre las cuatro paredes de esta casa. Hemos muerto los dos.

Lucas.—¡No diga usted eso! Si el señor ha muerto, tal ha sido la voluntad de Dios. Harto ha llorado usted; no va a llorar toda la vida. Es usted joven, casi no ha empezado aún a vivir... Es un crimen matarse así. Ha olvidado usted a sus amigos, a sus vecinos; no recibe a nadie... Esta casa parece una cárcel. En la ciudad, desde hace poco, hay un regimiento... Muchos de los oficiales son jóvenes y guapos como querubines... Los oficiales dan bailes... Y usted, mientras tanto, tan joven, tan hermosa... La hermosura es un don del cielo y hay que aprovecharla... Pasarán los años, y cuando quiera usted gustarles a los señores oficiales, será ya demasiado tarde...

Elena. (Con violencia.)—¡Basta! ¡No vuelvas a hablarme de esas cosas! Desde la muerte de mi marido, la vida ha perdido para mí todo encanto. He jurado no quitarme el luto jamás y aislarme por completo del mundo. ¿Lo oyes? Su memoria será siempre sagrada para mí. Es verdad que a veces era injusto conmigo, hasta cruel...; que solía engañarme con otras; pero yo le seré fiel mientras viva. Desde el otro mundo verá que su esposa guarda celosamente el honor de su nombre...

Lucas.—No creo que desde tan lejos... Señora, permítame que se lo diga: todo eso son fantasías. En vez de llorar y suspirar, debía usted dar un paseíto. Voy a decir que enganchen a Tobi...

Elena.—¡Qué pena. Dios mío! (Llora.)

Lucas.—¡Señora! ¿Qué le pasa?

Elena.—¡Quería tanto a Tobi!... Era su caballo favorito. ¡Y qué bien lo guiaba! ¿Te acuerdas? ¡Pobrecito Tobi! Di que le aumenten el pienso.

(Se oye un fuerte campanillazo.)

Elena. (Estremeciéndose.)—¿Quién será? Ya sabes que no recibo a nadie.

Lucas.—Bien. (Sale.)

Elena. (Dirigiéndose a la fotografía.)—Verás, Nicolás, cómo sé amar... y perdonar. Mi amor no se apagará sino con mi vida, sino cuando mi corazón cese de latir. (Riendo al través de los lágrimas,) ¿No te da vergüenza, granuja? Yo me entierro entre cuatro paredes y te soy fiel, mientras que tú... me hacías traición, me dejabas sola semanas enteras... ¡Infame, infame!

Lucas. (Entrando, desasosegado.)—Señora, un caballero pregunta por usted... Insiste...

Elena.—¿Pero no te he dicho que no recibo a nadie?

Lucas.—No me hace caso. Dice que es para un negocio muy urgente.

Elena.—¡No re-ci-bo!

Lucas.—No es un hombre, es una fiera. Casi me ha pegado. Se ha metido en el comedor.

Elena.—¡Dios mío, qué mala crianza! Díle que pase. (Lucas sale.) ¿Qué querrá de mí? ¿Por qué turbará mi reposo? (Suspira.) No tengo más remedio que irme a un convento... (Pensativa.) Sí, a un convento....
 
ESCENA SEGUNDA
Elena, Lucas y Smirnov.

Smirnov. (Entrando, a Lucas.)—¡Imbécil, borrico! ¡Si te atreves a decir una palabras más te rompo la cabeza! ¡Bribón! (Volviéndose a Elena.) Señora, tengo el honor de presentarme: Gregorio Stepanovich Smirnov, antiguo oficial de artillería, labrador. Me veo forzado a molestar a usted para un asunto muy grave.

Elena. (Sin tenderle la mano.)—¿En qué puedo servirle a usted?

Smirnov.—Su difunto marido, a quien tuve el honor de tratar, me debía mil doscientos rublos. Tengo pagarés suyos. Mañana he de abonar ciertos intereses al Banco, y le suplico a usted que me satisfaga esos mil doscientos rublos.

Elena.—¿Mil doscientos rublos? ¿Y de qué le debía a usted mi marido ese dinero?

Smirnov.—Me compró avena.

Elena. (Suspirando, a Lucas.)—No se te olvide que le den a Tobi más pienso. (A Smirnov.) Si mi marido le debe a usted ese dinero se lo pagaré a usted, desde luego; pero, perdóneme, hoy no me es posible. Pasado mañana volverá de la ciudad mi administrador y le daré orden de que le pague a usted. Hoy no puedo. Además, hoy hace siete meses justos de la muerte de mi marido, y estoy de un humor que me impide atender a asuntos de dinero.

Smirnov.—Pues yo estoy aún de peor humor. Si mañana no pago me embargan. Me revientan, ¿comprende usted?

Elena.—Pasado mañana recibirá usted su dinero.

Smirnov.—¡Lo necesito hoy, no pasado mañana!

Elena.—Hoy no puedo pagarle a usted.

Smirnov.—Y yo no puedo esperar hasta pasado mañana.

Elena.—Pero ¿no le digo a usted que no tengo dinero?

Smirnov.—¿Así es que no me pagará usted?

Elena.—No.

Smirnov.—¿Es ésa su última palabra?

Elena.—Sí, mi última palabra.

Smirnov.—¿Definitivamente?

Elena.—Definitivamente.

Smirnov.—¡Está bien! (Se encoge de hombros.) ¡Y aun se extrañan de que uno tenga los nervios de punta! ¡Vive Dios, si esto es para volverse loco, no ya para ponerse nervioso! Desde ayer mañana ando de ceca en meca por todo el distrito, buscando dinero. ¡He visitado a todos mis deudores, he llamado a todas las puertas, y nada! ¡Estoy rendido, casi sin comer, dado a todos los diablos. Llego aquí, tras un viaje de kilómetros, a pedir lo que se me debe, y en vez, de pagarme, me dicen que no están de humor. ¡Esto ya es demasiado!

Elena.—Ya le he dicho a usted que pasado mañana vendrá mi administrador...

Smirnov.—¡Pero con quien yo he de entenderme es con usted y no con su administrador! ¿Para qué demonios necesito yo a su administrador?

Elena.—Perdón, caballero. No estoy acostumbrada a ese lenguaje ni a ese tono. No le escucho a usted más. (Sale rápidamente.)

Smirnov.—¡Tiene gracia! ¡Que el diablo se lleva a todas las mujeres con su maldito humor! ¡Hace siete meses de la muerte de su marido! ¿Y a mí qué? ¿Tengo que pagarle al Banco, o no? ¡Ah, señora mía, no estoy dispuesto a permitir que se me tome el pelo! Su marido de usted se ha muerto; usted está de un humor poético, soñador; pero a mí me tiene sin cuidado, me importa un comino. ¿Qué quiere usted que haga? ¿Que huya en aeroplano de mis acreedores? ¿Que me estrelle contra una pared? ¿Que me tire al río? ¡No, señora, no! ¡No soy tan bestia! Estoy hasta la coronilla. Llego a casa de un deudor, y ha salido; corro a casa de otro, y se esconde; el tercero me arma camorra; el cuarto tiene colerina; el quinto está borracho, y a esta viudita me la encuentro de un humor melancólico... ¡Y ni un solo bribón me quiere pagar! ¡Ah, no, na puedo permitir que se me tome el pelo! ¡Hasta que me paguen no salgo de aquí! ¡Brrr..., la ira me ahoga! ¡Me va a dar una congestión! (Gritando desde la puerta,) ¡Muchacho!

Lucas. (Entra, pintado el terror en los ojos.)—¿Qué manda el señor?

Smirnov.—Tráeme un vaso de agua... o, mejor, de sidra. ¡Y pronto, galopín! (Lucas sale a toda prisa.) ¡Pero qué deliciosa lógica! Me amenaza la ruina, estoy desesperado, y esta criatura poética me manifiesta que está de un humor que le impide atender a asuntos de dinero. ¡Lógica de mujer! ¡Ah, las mujeres! ¡Qué lástima que Dios las haya dotado de la palabra! ¡Como hablan, se atreven a razonar! Esta viudita, por ejemplo, para mirada está muy bien, es guapa, graciosa, delicada; pero para oída... En cuanto empieza a hablar, dan ganas de huir a otro hemisferio. Por eso he evitado yo siempre hablar con mujeres. ¡Prefiero sentarme en un barril de dinamita!... ¡Esta criatura poética me ha sacado de quicio! ¡Endiabladas mujeres! Sólo verlas de lejos me pone carne de gallina...

Lucas. (Entrando con un vaso de agua.,)—La señora está indispuesta y no recibe.

Smirnov.—¿Cómo? ¡Imbécil! No me importa que no reciba. No saldré de aquí mientras no me pague hasta el último céntimo. Estaré aquí semanas, meses, años, si es necesario. ¡No permitiré que se me tome el pelo ¡A mí con humores melancólicos, con lutos y suspiros! (Se acerca a la ventana y grita) ¡Antón, desengancha! Vamos a estar aquí mucho tiempo. Di que les den avena a los caballos, ¡y bastante! (Vuelve al centro de la estancia.) No me siento bien... No he dormido en toda la noche, y esta mujercita, con su humor poético, ha hecho que se me suba la sangre a la cabeza. Acaso una copa de vodka...(Grita.) ¡Muchacho!

Lucas.—¿Qué manda el señor?

Smirnov.—Tréame una copita de vodka... ¡y date prisa! (Lucas sale.) ¡Dios mío, qué cansado estoy! (Se mira al espejo.) ¡Y qué guapo! Cubierto de polvo, con las botas sucias, con la cara no mucho más limpia que las botas, con briznas de paja en la cabeza... Debo de haberle parecido un bandido a la viudita ésta. (Bosteza.) No es muy correcto presentarse así en un salón; pero me tiene sin cuidado... No he venido aquí como galán, sino como acreedor. Puede pensar de mí lo que le dé la gana; me es com-ple-ta-mente i-gual...

Lucas. (Entra con una copa de vodka en una bandeja.)—Permítame el señor que le diga que no tiene derecho...

Smirnov.—¿Qué?

Lucas.—Nada... quería solamente...

Smirnov.—¿Te atreves a hablarme, idiota?... Si vuelves a abrir la boca...

(Lejos, balbuceando, se retira.)
Smirnov.—¡Viejo imbécil! ¡Bribón! ¡Granuja! ¡Canalla! ¡Se atreve a hablarme! ¡Me ahoga la ira! Si me ciego, le rompo la crisma a quien se me ponga por delante. (Bebe. Luego grita:) ¡Muchacho, otra copa!
 
ESCENA TERCERA
Smirnov y Elena.

Elena.—Caballero, en mi soledad, hace mucho tiempo que he perdido la costumbre de oír la voz humana, y no puedo sufrir que se grite. Le ruego a usted que no turbe mi calma, que respete el dolor de una viuda desconsolada.

Smirnov.—¡Págueme usted lo que me debe, y me voy.

Elena.—Ya se lo he dicho a usted: ahora no puedo pagarle. Espere hasta pasado mañana.

Smirnov.—Yo también se lo he dicho a usted: ¡Necesito el dinero hoy y no pasado mañana! Si no me paga usted hoy, mañana tendré que suicidarme, lo cual quizá la regocije a usted, pero a mí no me hace maldita la gracia.

Elena.—Pero ¿qué quiere usted que yo haga, si no tengo dinero? ¡Qué testarudez!

Smirnov.—Así es que, decididamente, no me paga usted hoy...

Elena.—No puedo.

Smirnov.—Muy bien. No me muevo de aquí hasta que me pague usted. (Se sienta.) ¿No me paga usted hasta pasado mañana? Pues yo, hasta pasado mañana, estaré sentado en este sillón. (Levantándose bruscamente.) Dígame, usted: ¿tengo que pagarle al Banco o no?

Elena.—Señor, le ruego que no grite. ¡No está usted en una cuadra!

Smirnov.—Le hablo del Banco y ella me habla de la cuadra. ¡La lógica de las mujeres!

Elena.—¡No sabe usted tratar con señoras!

Smirnov.—¡Qué he de saber! Es muy difícil. Prefiero encontrarme ante la boca de un cañón a encontrarme ante una mujer.

Elena.—¡Es usted un mal educado, un grosero! Ninguna persona correcta se permitiría hablar en ese tono a una señora.

Smirnov.—¿Cómo demonios quiere usted que le hable? ¿En francés, ceceando? (Fuera de sí, empieza a cecear en francés.) 'Madame, je vous prie... permettez moi.. avec le plus grand respect... Me es tan grato, señora, que no quiera usted pagarme mi dinero... Perdóneme que la haya molestado... Hace un día hermosísimo, ¿verdad, señora?... ¡El luto le sienta a usted muy bien, señora! Es usted encantadora, señora... (Saluda irónicamente.) ¿Es así como he de hablarle a usted?

Elena.—¡Qué grosería y qué estupidez!

Smirnov.—¡Caramba! (Imitándola.) ¡Qué grosería y qué estupidez! ¡Me ha matado usted! ¿Qué hago yo ahora? (Cambiando de tono.) Se engaña usted, señora, si piensa que no sé tratar con mujeres. He conocido en mi vida más mujeres que gorriones ha visto usted, señora. He tenido tres duelos por mujeres; doce mujeres han sido abandonadas por mí; yo, a mi vez, he sido abandonado por nueve mujeres. ¡Gracias a Dios, no ignoro lo que es una mujer! ¡Sí, señora! Yo, en otro tiempo, era romántico, galante, enamorado; suspiraba, sufría, me pasaba noches enteras mirando a la Luna, como un idiota; recitaba versos amorosos, dedicaba sonetos a criaturas poéticas. Hablaba furiosa, apasionadamente; hablaba como un imbécil de la emancipación de la mujer; derrochaba mi patrimonio a los pies de ángeles con faldas; en fin, era el más imbécil de los idiotas. ¡Y ya no quiero más, gracias! ¡Ya no caeré más en el lazo tendido por manos poéticas! He pagado demasiado cara la experiencia. Los ojos negros, los labios de púrpura, los quedos coloquios de amor, las declaraciones a la luz de la Luna, son cosas ahora para mí por las que no daría ni un céntimo. No me refiero a las presentes; pero todas las mujeres, sin excepción, son coquetas, embusteras, maldicientes, vanas, ligeras, mezquinas, malignas, ambiciosas, egoístas. Su lógica es disparatada, y en cuanto a cacumen, el último de los gorriones está por encima de cualquier filósofa con faldas. Por fuera son todas ustedes criaturas encantadoras: tules, encajes, mil primores, mil atractivos, semidiosas; pero si miramos su alma, criaturas divinas, la de un cocodrilo no nos parecerá peor. (Aprieta con ambas manos rudamente el respaldo de la silla, que cruje.) Y lo que más me subleva es que se creen ustedes tiernas, sentimentales, capaces de amar de verdad...

Elena.—Caballero, permítame...

Smirnov.—No, déjeme acabar. He sufrido lo que no es decible, por culpa de sus semejantes de usted, y sostengo que las mujeres no son capaces de amar. Lo que llaman amor no es, en realidad, sino un engaño, una astucia de que se valen en su guerra contra los hombres, un timo. Mientras que el hombre sufre de veras y está dispuesto a todos los sacrificios, la mujer vierte lágrimas artificiales mirándose al espejo. Nos engaña, se ríe de nosotros. Usted, que es mujer—¡desgraciadamente para usted!—, dígame con franqueza si ha conocido alguna mujer sincera, fiel, constante. ¡No, no y no! Sólo las feas y las viejas son fieles y constantes, porque no tienen más remedio. Es más fácil encontrar un gato con cuernos o un toro con seis patas que una mujer constante...

Elena.—¿Y tendrá usted el valor de afirmar que los hombres lo son?

Smirnov.—¡Sí, señora! ¡Lo afirmo!

Elena. (Con una risa amarga.)—¡Los hombres! ¿Afirma usted que los hombres son constantes en el amor? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué disparate! ¡El mejor de los hombres que he conocido era mi difunto marido! Yo le amaba apasionadamente, con toda mi alma, con una ternura desbordante. Le había entregado mi juventud, mi vida, mi fortuna; era para mí un Dios, ante quien me inclinaba religiosamente... Y, sin embargo... el mejor de los hombres me engañaba, de una manera vergonzosa, a cada paso. Después de su muerte he encontrado en los cajones de su mesa una porción de cartas de mujeres... Me dejaba semanas enteras sola en casa, les hacía delante de mí el amor a otras, derrochaba mi patrimonio, se burlaba de mi cariño. Y a pesar de todo, yo le amaba y le era fiel. Más aun: sigo siéndole fiel ahora, después de su muerte. Me he enterrado para toda la vida entre estas cuatro paredes, y no me quitaré nunca el luto.

Smirnov. (Con una risa desdeñosa.)-No me venga usted a mí con lutos! ¿Se cree usted que me chupo el dedo? Bien sé por qué se enluta usted y por qué se entierra entre cuatro paredes; ¡es eso tan poético, tan novelesco!... Un tenientillo o un imbécil poeta melenudo, al pasar por delante de su balcón de usted, se dirá: "Aquí vive una criatura poética que se ha enterrado en vida voluntariamente." ¡Pero yo conozco esos trucos!

Elena. (Encolerizada.)—¿Cómo se atreve usted a decirme esas cosas?

Smirnov.—Sí, señora. Se ha enterrado usted viva, y, no obstante, no se ha olvidado de vestirse con elegancia ni de ponerse polvos.

Elena.—¡Basta! ¡No tiene usted derecho a hablarme así!

Smirnov.—¡No me chille usted, que no soy su criado! Soy dueño de decir lo que pienso. No soy una mujer para ocultar la verdad, y le ruego que no me chille.

Elena.—¡Si el que chilla es usted! ¡Quítese de mi vista!

Smirnov.—Pagúeme mi dinero, y me iré.

Elena.—¡No le pago a usted!

Smirnov.—¿No me ha de pagar?

Elena.—¡Ni un céntimo! ¿Lo oye usted? Dentro de un año recibirá usted su dinero, ni un día antes; ¡Vayase de mi casa!

Smirnov.—Señora, no tengo el honor de ser su marido de usted, ni su novio, y le suplico que no me arme escándalos. (Se sienta.) No me gustan los escándalos.

Elena. (Ahogándose de cólera.)—¿Se ha sentado usted?

Smirnov.—Sí, señora.

Elena.—Le ruego que se vaya.

Smirnov.—Venga mi dinero.

Elena.—¡No quiero discutir con un mal criado! ¿Se marcha usted? (Pausa.) ¿Se marcha?

Smirnov.—¡No!

Elena.—¿No?

Smirnov.—¡No!

Elena.—¡Muy bien! (Toca el timbre. Entra Lucas.) Lucas, acompaña a este señor a la puerta.

Lucas. (Acercándose a Smirnov.)—Señor, tenga usted la bondad... La señora lo manda...

Smirnov. (Levantándose bruscamente.)—¡Cállate, granuja! ¡Te voy a romper la cara! ¡Te voy a hacer picadillo!

Lucas. (Aterrorizado, retrocediendo.)—¡Dios mío, qué hombre! ¡Es un verdadero bandido!

Elena.—¡Dacha! ¿Dónde está Dacha? (Toca el timbre.) ¡Pelaguella!.

Lucas.—No hay nadie. Están todos en el bosque, cogiendo setas...

Elena.—¡Largúese!

Smirnov.—¿Quiere usted ser más cortés, señora? ¡Tanto luto y tan poca finura!

Elena. (Apretando furiosa los puños y taconeando con cólera.)—¡Es usted un tío, una fiera, un oso!

Smirnov.—¿Cómo? ¿Qué dice usted?

Elena.—Digo que es usted una fiera, un oso.

Smirnov.—¡Perdón, señora! No tiene usted derecho a insultarme.

Elena.—¡Y se atreve a pedirme explicaciones! ¿Se cree usted quizás que le tengo miedo?

Smirnov.—¿Y se cree usted que por ser una criatura poética tiene derecho a insultarme? ¡Se equivoca usted! ¡La desafío!

Lucas.—¡Dios mío, qué horror!

Smirnov.—¡Vamos a batirnos!

Elena.—¿Piensa usted que me va a asustar con su fuerza y su cuello de buey? ¡Fiera! ¡Oso!

Smirnov.—¡A batirnos! No le permito a nadie que me insulte, y me importa un bledo que sea usted una mujer, una criatura poética.

Elena. (Queriendo interrumpirle.)—¡Oso! ¡Oso! ¡Oso!

Smirnov.—Es un estúpido prejuicio el que sólo los hombres deban responder de sus insultos, y hay que acabar con él. Puesto que la mujer quiere tener los mismos derechos que el hombre, debe tener también las mismas obligaciones. ¡A batirnos!

Elena.—¿Quiere usted un duelo? ¡Aceptado!

Smirnov.—¡En seguida!

Elena.—Sí, al punto. Mi marido dejó pistolas. Voy por ellas... (Sale presurosa, pero vuelve en seguida y se asoma a la puerta.) ¡Con qué placer le alojaré a usted una bala en la odiosa cabeza! ¡Que el diablo se le lleve a usted! (Se va.)

Lucas. (De rodillas.)—¡Señor, tenga usted piedad de nosotros! Esa pobre mujer... un duelo... pistolas...

Smirnov. (Sin escucharle.)—¡Esta es la verdadera emancipación de la mujer, la verdadera igualdad de los sexos! ¡Quiero matarla nada más que para dar principio de una manera seria a la emancipación femenina!... (Pausa.) ¡Pero, demonio, qué mujer! (Imitando a Elena.) "¡Con qué placer le alojaré a usted una bala en la odiosa cabeza! ¡Que el diablo se le lleve a usted!" ¡Es magnífica la mujercita! ¡Y qué colorada se pone y cómo le brillan los ojos! ¡Y acepta el duelo! ¡Palabra de honor, en mi vida he visto una mujer así!

Lucas.—¡Señor, se lo suplico, váyase! ¡Yo rogaré a Dios eternamente por usted!

Smirnov. (Sin haberle caso.)—¡Canastos, qué mujer! ¡Una mujer de veras, no un manojo de nervios perfumado, empolvado! ¡Fuego, dinamita, temperamento! ¡Sería una lástima matarla!

Lucas. (Llorando.)—¡Señor, se lo ruego!...

Smirnov.—¡Decididamente, me gusta esta mujer! Es una cosa... (Hace gestos vagos.) Estoy dispuesto hasta a perdonarle la deuda... ¡Es una mujer admirable, canastos!
ESCENA CUARTA

{{c|Elena, Smirnov y Lucas.

Elena. (Entra con dos pistolas.)—^Aquí están las pistolas... Pero antes de batirnos, haga usted el favor de enseñarme a usarlas. No he tenido nunca una pistola en la mano.

Lucas.—¡Dios mío! ¡Virgen Santa! ¡Van a matarse de verdad! Corro a buscar al jardinero y al cochero... (Sale.)

Smirnov. (Examina las pistolas.)—Mire usted, señora... hay varias clases de pistolas. Las hay especiales para duelos..., de triple extracción, con un extractor, ¡magníficas! Lo menos cuestan veinte rublos... La pistola hay que cogerla así... (Aparte.) Qué ojos! ¡Dios mío, qué ojos! Tan de fuego es la condenada, que puede provocar un incendio...

Elena.—¿Así? (Coge la pistola.)

Smirnov.—Sí, eso es... Después se hace así..., más estirado el brazo... Apunta usted..., aprieta luego con el dedo esta piececita... y se acabó. Eche usted un poco hacia atrás la cabeza... Así... Sobre todo, tenga usted calma, no se ponga nerviosa, no se precipite... Apúnteme al pecho... ¡Ah, se me olvidaba que quería usted alojarme la bala en la cabeza!... Bueno, apúnteme usted a la cabeza... un poco más abajo... así...

Elena.—Bueno, ya sé. Pero no vamos a batirnos aquí. Vamos al jardín.

Smirnov.—Vamos; pero le advierto a usted que yo tiraré al aire.

Elena.—¡Cómo! ¡De ningún modo! ¿Por qué?

Smirnov.—Porque... porque..., en fin, es cuenta mía.

Elena.—¡Tiene usted miedo, sencillamente! ¿Verdad? ¡Pero no se me escapará usted! ¡Al jardín! ¡Al jardín! No estaré tranquila hasta que le haya alojado una bala en la cabeza... ¡En esa cabeza que detesto! ¿Conque tiene usted ahora miedo?

Smirnov.—Sí, tengo miedo.

Elena.—¡Mentira! ¿Por que no quiere usted batirse?

Smirnov.—Porque... porque... me gusta usted..

Elena. (Con risa sarcástica.)—¡Ja, ja, ja! ¡Le gusto! ¡Y se atreve a decirlo! (Señalando a la puerta.) ¡Ande!

(Smirnov deja la pistola sobre la mesa, coge el sombrero y se dirige a la puerta. Ambos se miran un instante en silencio.)

Smirnov. (Acercándose a ella vacilante.)—Oiga usted..¿Está usted enfadada aún?... Yo también estoy hecho un demonio; pero... no sé cómo decirle a usted... es una cosa tan estúpida, que... (Empieza a gritar.) ¡Caracoles! ¿Qué culpa tengo yo de que usted me guste? (Aprieta con ambas manos rudamente el respaldo de la silla, que cruje.) ¡Qué sillas más flojas!... ¡Pues bien, sí, me gusta usted! Estoy casi... casi enamorado...

Elena.—¡Váyase usted! ¡Le odio!

Smirnov.—¡Santo Dios, qué mujer! ¡No he visto nada parecido! ¡Estoy perdido sin remedio! ¡He caído en el lazo tendido por esta criatura poética!... ¡Qué idiota soy!

Elena.—¡Vayase usted, o tiro!

Smirnov.—¡Tire usted! ¡Qué delicia morir bajo la mirada de esos ojos! ¡Qué placer ser herido por una bala disparada por esas manos adorables!... ¡Decididamente, me vuelvo loco! ¿Quiere usted ser mi mujer? Piénselo y contésteme. Si no, me voy y no nos volvemos a ver. Contésteme. Soy un caballero, tengo diez mil rublos de renta, magníficos caballos, un pulso soberbio como tirador... ¿Quiere usted ser mi mujer?

Elena. (Indignada, agita la pistola.)—¡No, no, vamos a batirnos! ¡Al jardín, al jardín!

Smirnov.—¡Me vuelvo loco! ¡Soy un idiota!

Elena.—¡Vamos a batimos!

Smirnov.—¡Sí, estoy loco! ¡Me he enamorado como un colegial, como un poeta! (Le coge la mano a Elena, que lanza un grito de dolor.) ¡La amo a usted! (Cae de rodillas ante ella.) ¡La amo a usted como no he amado nunca! ¡He abandonado a doce mujeres, nueve mujeres me han abandonado a mí; pero a ninguna de las veintiuna la he amado como a usted! Heme, de pronto, convertido en un hombre sentimental, romántico, poético..., en un imbécil... Como un tonto, de hinojos a sus plantas de usted, le pido la mano. ¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡No me lo perdoñaré nunca! Hacia cinco años que no me enamoraba, y de pronto... Diga usted: ¿sí?, o ¿no? ¿No quiere usted? ¡Qué vamos a hacerle! (Se dirige rápidamente a la puerta.)

Elena.—Espere usted...

Smirnov. (Deteniéndose.)—¿Qué?

Elena.—Nada. Váyase... O no, espere... ¡No, no, vayase! Le detesto... Oiga, oiga... ¡Si supiera qué furiosa estoy! (Tira la pistola sobre la mesa.) ¿Qué hace usted ahí aún? ¡Váyase!

Smirnov.—¡Adiós!

Elena.—Sí, sí, váyase. Escuche... No, no, no quiero verle más... ¡Estoy furiosa! ¡No se acerque a mí!

Smirnov. (Acercándose a ella.)—¡Soy un idiota! ¡Estoy conduciéndome como un colegial! (Groseramente.) Oiga, señora: ¡la amo a usted, qué demonios! Mañana he de pagar al Banco, las faenas del campo me esperan, y me enamoro de repente como un tonto... (La coge por el talle.)

Elena.—¡Las manos, quietas! ¡Le detesto a usted! ¡Le detesto! ¡A batir...! (Un beso le cierra la boca.)

En este momento aparecen en la puerta Luka, el jardinero, el cochero, la cocinera, asustadísimos y armados de pértigas, azadas y garrotes.

Al ver a la señora Popova en los brazos de Smirnov, detiénense, llenos de asombro.

Elena Ivanovna. (Volviéndose hacia ellos, sonriente y confusa.)—Retiraos, amigos míos... Ya no os necesito... Este señor y yo nos hemos entendido. (Telón.)

FIN