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B. Pérez Galdós

aquí, y en la obscuridad de la noche proyectar mi sombra sobre las tapias de tu jardín.

Eso es lo que yo quiero.» «Cuando escuché esto, amigo mío, mi furor fué tan grande, que hice algún movimiento para pegarle; y lo habría conseguido, si una fuerza secreta, una especie de terror como respetuoso no me contuviera.

—Veo que ese Paris, que se presentó cortésmente en su casa de usted, acabó por tratarle con familiaridad irreverente—le dije—.

He notado que al fin le tuteaba á usted.

— Sí; aquel maldito, á poco de estar hablando conmigo, se dejó de composturas; tomaba en el sillón posiciones cómodas; me tuteaba; á veces se paseaba por el cuarto con las manos en los bolsillos, y por último sacó un cigarro y se puso á fumar con toda franqueza.

—Pero hombre — le dije—, ¿por qué no probó usted á ver si con una buena paliza se disipaba la sombra?

—Vea usted lo que hice. Mi situación era tan terrible, que resolví tomar una determinación enérgica. «Es preciso acabar de una vez», pensé; y plantándome delante de él, le dije: «Caballero, esto es una superchería y usted un farsante que ha venido aquí á burlarse de mí. ¿Piensa usted que creo en esas ton-