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B. Pérez Galdós

Amenguóse el resplandor molesto de sus ojos, que brillaban, sí, pero empañados por tenues celajes; dejó de echar fuego como fragua su hermoso cuerpo, y pude acercarme libremente á ella, sintiendo, antes que calor, un dulce temple que á un tiempo confortaba cuerpo y alma.

Despertóse de improviso en mí viva inclinación hacia ella. Hablamos, se animó mi conversación con requiebros y se salpimentó con suspiros, me entusiasmé, coqueteé, me entusiasmé más, me declaré, hícele proposiciones de matrimonio. ¡Ay! Humanos, ¿sois mortales porque sois débiles, ó sois débiles porque sois hombres?

Condújome la taimada á un delicioso lugar nombrado Sardinero, vecino al Océano, verde y cubierto de flores como un jardín, reuniendo en sí la suave tibieza de la tierra y la frescura del mar, un vergel con playa de doradas arenas donde las holgazanas olas se extienden desperezándose al sol, un montecillo encantador, primaveral, compendio de todas las bellezas de la Naturaleza.

Mi compañera, á quien desde aquel instante llamé mi esposa (porque consintió en serlo con pérfida complacencia), me sumergió en el mar, me invitó después á paseos y meriendas. ¡Oh, qué felices días pasamos! ¡Qué apa-