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B. Pérez Galdós

Excuso decir que la señora, transformada por la noche, era la más grata compañera de viaje que puede concebirse. De tiempo en tiempo sus ojos despedían lívidos relámpagos, lo que me puso algo intranquilo; pero no pasó de ahí, y á la claridad que difundían sus miradas por todo el espacio, vi El Escorial, monte de arquitectura al pie de otro monte; vi los extensos pinares, cuyo bailoteo al paso de minueto me recordaba los olivos de Andalucía; traspasamos la alta sierra en cuyo término Santa Teresa ha dejado su imperecedera memoria sobre un caserío amurallado que parece montón de ruinas.

Arévalo, Medina, los graneros y las eras de Castilla nos vieron pasar, y sobre el suelo amarilleaba la paja recién separada del grano.

Pasábamos por los dormidos pueblos, que ni al estrépito del tren despertaban, y cuando avanzó la noche y aumentó el silencio de los campos, nuestro inmenso vehículo articulado parecía un gran perro fantástico que corría ladrando de provincia en provincia.

Valladolid la dormida se quedó á mano izquierda, obscura, grande, glacial, acariciada por su amante Pisuerga, que anhela despertarla y apenas lo consigue. Atravesamos luego los frescos viñedos y deliciosas huertas de Dueñas la troglodita, que vive