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B. Pérez Galdós

debía su bienestar y la paz de su casa. En las tibias y hermosas tardes, más cortas cada día, mientras el gran Cubas se afanaba en su taller y la mestra dirigía con infatigable diligencia los preparativos de la próxima vendimia, las niñas y yo recorríamos toda la hacienda para coger la fruta madura. Era de ver cómo hacíamos pilas de melocotones, cómo hacinábamos peras y sandías, apartándolas y clasificándolas para entregarlas á los vendedores de la ciudad, después de guardar lo mejor para la casa. Aquellas niñas tan simpáticas que en la soledad y desamparo intelectual del campo habían sabido darse un barniz de cultura, aprendiendo lo más elemental de las letras sociales, sabían también cómo se aporcan las hortalizas, cómo se conservan las frutas para el invierno, cómo se benefician las esparragueras, en qué punto y sazón se deben regar los pimientos, cuáles uvas dan mejor mosto, qué viento es el más propio para que cuajen las almendras, qué orientación debe tener un nidal de gallinas, y cuál es el modo clásico, magistral, infalible de disponer una echadura de aves. Yo las acompañaba, por aprender algo de la incomparable doctrina del campo, que excede en belleza y bondad á todas las demás sabidurías humanas.