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B. Pérez Galdós

años que su papá había empezado á hablar.

Contó Diana los vasos de agua con azucarillos que trajo un paje, y eran quinientos veintiocho, cifra exacta. De repente el marqués pide que se le den tres semanas de descanso, y nadie contesta, y aparece en medio del salón el cerdito aquel que hacía piruetas, y todos los senadores, incluso los obispos, se sueltan á reir... Diana despertó riendo también. Hallóse tendida en el hueco de espesa verdura. Celín dormía á su lado, enlazándola con sus brazos.

Entonces reapareció súbitamente en el alma de Diana la conciencia de su ser permanente, y se sobrecogió de verse allí. La estatura de Celín superaba proporcionadamente á la de la joven. El mancebo abrió sus ojos, que fulguraban como estrellas, y la contempló con cariñoso arrobamiento. Al verse de tal modo contemplada, sintió Diana que renacía en su espíritu, no el pudor natural, pues éste no lo había perdido, sino el social hijo de la educación y del superabundante uso de ropa que la cultura impone. Al notarse descalza, sin más atavío que el rústico faldellín, desnudos hasta el hombro los torneados brazos, vergüenza indecible la sobrecogió, y se hizo un ovillo, intentando en vano encerrar dentro de tan poca tela su cuerpo todo.