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B. Pérez Galdós

consideraba á la tierra como á una rival y le arañaba el rostro. Mientras esto pasaba no se oían en el triste panteón más rumores que el de los suspiros de Diana y el que producía Celín descascarando las castañas para comérselas. Estaba sentado en el escalón del altar, de espaldas á éste, mostrando soberana indiferencia hacia cuanto le rodeaba.

La inconsolable se levantó decidida á abreviar el tiempo que la separaba de la muerte.

— Chiquillo: ahora al río—dijo secándose el de sus lágrimas; y salieron por donde habían entrado, cruzando junto al dormido campanero, que tocó cuando pasaban. Al encontrarse en la calle, Diana dijo á su guía: «Celín, si te portas bien, te daré más, mucho más de lo prometido. No has de decir á nadie que me has visto, ni que hemos ido al río, ni tienes que meterte en que yo haga esto ó lo otro.» Respondió el chico que el Alcana estaba un poquito lejos, y guió por torcida calle, en la cual había una imagen alumbrada por macilento farol. Pasaron por junto al cuartel de la Santa Hermandad, establecido en el desamortizado convento del Buen Fin. En la puerta estaba de centinela un cuadrillero con tricornio y capote. Dejaron atrás la casa de locos y un barrio de gitanos. Costeando luego la inmensa mole de