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B. Pérez Galdós

quién es uno vecino y de quién no; pero hay que reconocer que no carece de ventajas, pues cuando un turriota sale, á altas horas de la noche, de una francachela, con la cabeza un poco mareada, no necesita fatigarse para ir á su casa, sino que se está quietecito, arrimado á un guardacantón, esperando á que pase la puerta de su vivienda para meterse en ella tan tranquilo.

Es, pues, de saber que Diana tiró por la primera calle que á su vista se ofrecía. El lamentar de las campanas, en vez de intimidarla, le prestaba más ánimos, confirmando en lenguaje solemne sus propios pensamientos. Pasó por calles céntricas y comerciales, bulliciosas de día, á tal hora casi desiertas. Ya había salido el público de los teatros, y en los cafés había bastante gente cenando ó tomando chocolate. Los vendedores de periódicos voceaban perezosos, deseando vender los últimos ejemplares. Diana reparó en algunas mujeres con manto, que no parecían trigo limpio, y hombres que las seguían y alborotaban con ellas en animado grupo. Oyó ruido de espuelas, y vió caballeros envueltos en capas negras ó rojas, mostrando la espada á la manera de un rabo tieso que alzaba la tela. Paseando por barrios excéntricos, donde observó secreteos