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B. Pérez Galdós

por milagro de Dios. El marqués y su hija se abrazaron llorando, y las lágrimas de uno y otro se mezclaban, empapándoles la ropa.

Al papá se le puso tan perdida la golilla que se la tuvo que quitar, y la falda de Diana se podía torcer. Entráronle á la niña convulsiones, y después una congoja tan fuerte, que pensaron se quedaba en ella. Gracias al pronto auxilio de los mejores médicos de Turris, que acudieron llamados por teléfono, y á los consuelos cristianos que echó por aquel pico de oro el capellán de la casa, filósofo de la Orden de Predicadores y hombre muy consolador, á la niña se le aplacaron los alborotados nervios. Metiéronla en el lecho sus doncellas, y en él siguió llorando, aunque resignada. Si las lágrimas fuesen perlasdice muy serio Gaspar Díez—, conforme sienten y afirman los poetas, en aquel caso se habrían podido recoger entre las sábanas algunos celemines de ellas.

Verificóse el entierro con pompa nunca vista. Los periódicos de la mañana echaron en cuarta plana la papeleta con un rosario de títulos y honores encerrados en negra orla.

El carro fúnebre iba tirado por ocho caballos con negros caparazones bordados de oro.

Los lacayos de la casa de Polvoranca, vestidos á la borgoñona, llevaban hachas, y los