mos. Reanudando el interrumpido hilo de su discurso, el sabio continuó así: —¿En qué quedamos?; porque de anoche acá me he trascordado; y siempre que recuerdo aquello hay un desquiciamiento en mis facultades, de ordinario no muy sanas.
Quedamos en un incidente interesantísimo. Usted se había desvanecido, se había dormido, abandonándose á un profundísimo sueño, que yo tengo para mí fué obra de algún sortilegio de aquel ente infernal, y al despertar, ya casi de día, vió aparecer á Paris, de bata y pantuflas, como si se levantara de la cama.
— Así es en efecto—dijo—, y yo, según indiqué á usted, en mi estupor, no pude decirle palabra en mucho tiempo; le miraba, sintiendo en mí algo de ese mareo que precede á un letargo profundo; le miraba pasearse por el cuarto, con las manos en los bolsillos de la bata, sacar un cigarro, encender un fósforo, raspándolo en la caja, y después fumar tan tranquilo.
¿Y no hablaron ustedes?
—Sí, hablamos. Lo particular es que aquella bata era la mía, y le caía tan bien, que ni pintada; como si se la hubieran hecho á su medida.
— Está visto que ese farsante quería apro-