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—Sí, todo eso es verdad, ¡ Dios mío! ¿en quién creer!

Yo soy, mi pobre Juan, quien le llevó á usted el Marqués y le suplicó que confiase en él... Lo recuerdo.

Yo también confieso mis culpas, y no son menores...

Pero se irguió queriendo cobrar valor.

—Pero no; no es posible; Carmesy va á venir y á arreglar todo esto... Seremos dichosos todavía... Yo creo...

—Dios oiga á usted, señora, pero yo no creo ya nada—interrumpió el Conde con voz sorda.

La anciana se levantó y tomó por testigo á su nieto, que triste y con la cabeza baja, escuchaba sin decir nada.

—Vamos á ver, tú, Jacobo, habla; įsospechas de Carmesy, de Adelaida y de Arabela?

El joven sonrió tristemente: —Yo... yo no sé nada... Defenderé á Arabela mientras me quede aliento. La creo inocente de estas maniobras; es tan joven... y, además, los negocios de dinero no atañen á las muchachas. La Marquesa... tenía yo gran fe en ella... pero esa fe ha disminuido acaso.

En cuanto al Marqués, su partida precipitada, sin advertirnos y su ausencia en estos días, me parecen inexplicables ó de una explicación terrible... Tengo miedo, sí, mucho miedo, la verdad.

Se calló porque su voz era temblorosa y tenía vergüenza de su emoción.

El padre y el hijo volvieron á Valroy por la carretera discutiendo las probabilidades buenas ó malas; pero hablaban, sobre todo, por hacer ruido y aturdirse, pues ni el uno ni el otro creía en lo que decía ni en lo que decía su compañero. Era aquello el cataclismo. El Conde estaba seguro de que el día siguiente iba á saber en el Modern Ahorro algún nuevo desastre.

Jacobo tampoco lo dudaba. Carmesy de viaje era Car-