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Ninguno quiso oir, pero Gervasio se puso lívido.

Piscop, muy tranquilo, siguió diciendo: —Ya ve usted, señor Conde, que se puede tener educación é instrucción y ser de gran familia, é ignorar los negocios. Usted lo prueba una vez más. No hay más promesas ó palabras válidas que las palabras y las promesas escritas. Las otras serían demasiado discutibles para darles fe. Es muy posible que uno de nosotros, un día cualquiera, en el aire y respondiendo á una petición entre otras mil, le haya prometido á usted, en efecto, una renovación; pero si lo ha hecho no ha podido hacerlo seriamente, y usted lo sabía bien, pues no tenía autoridad para comprometer al grupo; solamente nuestros compromisos firmados y colectivos podían asegurar á usted la ejecución de un verdadero contrato...

Juan miraba á aquel hombre mientras hablaba.

Su cara, que parecía tallada en dura madera, se iluminaba de contento al ver delante de él á aquel noble señor del país, humillado de tal modo y vacilando entre un movimiento de cólera y una petición de gracia.

Fué aquella una dura lección para el pobre Conde; para los demás fué un nuevo desquite de un pasado de diez siglos; todos gozaron de él en silencio, astuta y maliciosamente.

Piscop continuó: —Si fuera usted justo, ya que habla de justicia, y razonable, ya que habla de razón, recordaría cuál era su situación hace cinco años, cuando nos sustituimos á sus primeros acreedores. Aquellos eran usureros, judíos y árabes, que le habían trasquilado hasta el pellejo; en aquella época pagaba usted, sin pestañear ni gritar, intereses de treinta y cuarenta por ciento. Con nosotros no ha habido nada de eso; hemos venido, le