—Puede ser—dijo la joven mirando á las nubes y con cara enigmática.
Jacobo se incomodó más aún.
—¿Cómo que puede ser? He aprendido el «box» en Londres, el palo en Nueva York, el sable en Berlín y la espada en Francia; creo que basta.
Entonces, sencillamente y por el solo placer de la impertinencia, Bella replicó sin alzar la voz y como cosa natural: —Ellos tienen su látigo.
Jacobo la miró de reojo y no supo qué responder; estaba estupefacto. Por fin balbució: —Vamos á ver, Arabela, ¿qué tiene usted hoy? ¿Es conmigo con quien está hablando?
Bella, nerviosa, le cortó la palabra; todo aquello la molestaba.
—Jacobo, bastante hemos hablado de esto; es usted el dueño del país, está convenido; maltrate usted á sus siervos, pero déjeme á mí en paz; yo soy hija de noble.
El joven se resignó, temiendo ante todo el descontento de su prometida.
—Como usted quiera...
El camino continuó en silencio. La discusión no había probado nada.
A derecha y á izquierda, por los senderos de travesía, desembocaban grupos de mozos y mozas que iban también á la peregrinación; algunas veces pasaban parejas solitarias más graves, más humanas y más enamoradas, hablándose muy bajo con gran fe en la vida, en su amor y en Santa Margarita.
Oíanse canciones y no cánticos, pues era la fiesta un poco pagana, y esas canciones jalonaban el camino repartiéndose por el bosque.
El coche rodaba de nuevo bajo la arboleda, y por