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Malva

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Malva y otros cuentos (1920)
de Máximo Gorki
traducción de Nicolás Tasín
Malva

Malva



El mar reía.

Bajo el soplo ligero del viento cálido, se estremecía y se rizaba, reflejando deslumbradoramente el Sol, sonriendo al cielo azul con miles de sonrisas de plata. En el ancho espacio comprendido entre el firmamento y el mar resonaba el rumor alegre y continuo de las olas, que lamían sin cesar la orilla.

Ese rumor y el brillo del Sol, miles de veces reflejado en la superficie rizosa del mar, se armonizaban en un movimiento constante y lleno de júbilo. El Sol se regocijaba de brillar; el mar, de reflejar su brillo triunfante. Amorosamente acariciado su pecho de seda por el viento, y al calor de los rayos ardorosos del sol, el mar, lánguido y suspirante bajo la ternura y la fuerza de aquellas caricias, impregnaba de sus efluvios la atmósfera cálida. Las olas verdosas sacudían en la arena amarilla sus soberbias crines de espuma, y la espuma se deshacía, con un ruido suave, en el suelo seco y ardiente, humedeciéndolo.

La playa, estrecha y larga, parecía una enorme torre derribada en el mar. Su punta penetraba en el infinito desierto del agua rutilante de sol, y su base se perdía a lo lejos, en la bruma espesa que ocultaba la playa. El viento traía de allí un denso olor, ofensivo y extraño en medio del mar puro y sereno y bajo el cielo de un azul límpido.

Clavadas en la arena, cubierta de escama de pescado, había unas estacas, sobre las que estaban extendidas las redes de los pescadores, cuya sombra formaba en el suelo a modo de telas de araña. No lejos, y fuera del agua, veíanse unas barcazas y un bote, a los que las olas, que lamían la arena, parecían invitar a irse al mar con ellas.

Había por todas partes remos, cuerdas enrolladas, capazos y barriles. En medio se alzaba una cabaña de ramas de sauce, cortezas de árbol y esteras. A la entrada, pendían de un palo nudoso unas gruesas botas con las suelas hacia arriba.

Coronaba todo este caos, en lo alto de una larga pértiga, un trapo rojo que hacía ondear el viento.

A la sombra de una de las barcazas estaba acostado Vasily Legostev, el guarda de la lengua de tierra, puesto avanzado de la pesquería del comerciante Grebenchekov. Boca abajo, y con la cabeza apoyada en las palmas de las manos, dirigía los ojos a la lejanía del mar, y los fijaba en la línea apenas visible de la playa. Allí, sobre el agua, divisaba un puntito negro, y observaba con satisfacción que iba creciendo por momentos, aproximándose.

Entornando los ojos, heridos por el brillo deslumbrante del Sol al reflejarse en las olas, se sonrió con alegría. ¡Malva llegaba! No tardaría en estar allí, en levantar tentadoramente, a impulsos de la risa, el pecho; en estrecharle con sus manos fuertes, pero suaves; en besarle, en contarle a gritos, espantando a las gaviotas, los sucesos recientemente acaecidos en la playa. Prepararían una magnífica sopa de pescado, beberían rodka, luego se tenderían en la arena, charlando y jugueteando amorosamente, y cuando anocheciese, hervirían te en la tetera, lo tomarían con apetitosos panecitos y se meterían en la cama... Así pasaban todos los domingos y las fiestas. Al día siguiente, al amanecer, la llevaría a la playa en un bote, a través del mar, aun soñoliento, cubierto de frescas tinieblas. Ella iría en la popa, medio dormida, y él remaría, con los ojos puestos en ella. Estaba tan mona, tan graciosa en tales momentos como una gata bien comida. Acaso se deslizaría al fondo del bote y se dormiría, acurrucándose, como sucedía con frecuencia.

Enervadas por el calor, las gaviotas, en fila, reposaban sobre la arena, con el pico abierto y las alas plegadas, o se abandonaban indolentes al balanceo de las olas, sin lanzar gritos, sin dar muestras de su inquieta condición rapaz.

Bajo la ardorosa caricia del sol, el pecho del mar se elevaba voluptuosamente. Languidecía el aire.

Le pareció a Vasily que en el bote que se acercaba iba alguien además de Malva. ¿Sería Serechka, de nuevo en amistad con ella?

Vasily giró pesadamente sobre la arena, se sentó, y, haciéndose sombra en los ojos con ambas manos, empezó a examinar, malhumoradísimo, la figura que se veía, además de la de Malva, en el bote. Malva iba en la popa, y el que remaba no podía ser Serechka, que lo hacía con mucha fuerza, pero con poca habilidad y no era un remero de su agrado.

—¡Eh, eh!—gritó Vasily impaciente.

Las gaviotas que reposaban en la arena se espantaron y se pusieron en guardia.

—¿Qué ?—respondió la fuerte voz de Malva desde el bote.

—¿Con quién vienes?

Vasily oyó una carcajada por toda respuesta.

¡Diablo de mujer!—juró en voz baja, y escupió.

Ardía en deseos de saber a quién llevaba Malva, y, liando un cigarrillo, no apartaba los ojos de la nuca y la espalda del remero, que se acercaba velozmente. No tardó en oír el ruido del agua agitada con fuerza por los remos; la arena crujió bajo sus pies desnudos; una curiosidad impaciente le devoraba.

—¿Quién viene contigo?—gritó, al alcance ya de su vista, en el hermoso rostro redondo de Malva, la tan conocida sonrisa.

—Espera un poco... ¡Ya verás!—respondió ella riendo.

El remero volvió la cabeza hacia la playa y, riendo también, miró a Vasily.

El guarda frunció las cejas, esforzándose en recordar quién era aquel mozo, que se le antojaba conocido.

—¡Un buen golpe de remo!—ordenó Malva.

El bote avanzó fuera del agua casi hasta la mitad, acompañado de una ola, y, tras de vacilar un poco, se detuvo, mientras la ola, riendo, se volvía al mar.

El remero saltó a tierra, y, dirigiéndose hacia Vasily, dijo:

—¡Buenos días, padre!

—¡Jacobo!—exclamó Vasily, más asombrado que contento.

Se abrazaron y cambiaron tres besos en las mejillas y los labios, después de lo cual, al asombro, en el rostro de Vasily, se añadió una alegría confusa.

—Y yo, que me preguntaba quién sería... Se diría que mi corazón adivinaba... ¡Con que eres tú! ¡Vaya una sorpresa! He dudado un poco antes de convencerme de que, en efecto, eras Serechka.

Mientras con una mano se rascaba la barba, agitaba la otra en el aire. Quería mirar a Malva; pero la mirada risueña y brillante de su hijo le cohibía.

Su satisfacción ante un hijo tan robusto y tan guapo luchaba en su alma con la turbación producida por la presencia de su amante. Con aire irresoluto, parado ante Jaccbo, le dirigía, una tras otra, numerosas preguntas, sin esperar siquiera a que le respondiesen. No daba pie con bola. Su azoramiento subió de punto cuando oyó las palabras burlonas de Malva:

—No hagas más el tonto... La alegría te ha trastornado. Llévale a la cabaña y dale de comer y beber.

Vasily se volvió hacia ella. Sus labios sonreían con una sonrisa que no conocía. Su rostro, redondo, carnoso y fresco, era igualmente nuevo a sus ojos, como si lo viese por primera vez. Las pupilas, verdes, ya se clavaban en el padre, ya en el hijo, mientras los dientecillos blancos mordían pepitas de melón. Jacobo miraba, sonriendo también, a su padre y a Malva.

Durante unos segundos, muy desagradables para Vasily, ninguno de los tres habló.

¡Un instante!—anunció de pronto Vasily, dirigiéndose a la cabaña—. No sigáis al sol. Voy a buscar agua y haremos sopa de pescado... ¡Ya verás, Jacobo, qué sopa! Te vas a chupar los dedos. Un instante... sólo un instante.

Cogió una cacerola que había en el suelo, junto a la cabaña, y con ella en la mano se alejó presuroso en dirección al sitio donde estaban tendidas las redes, entre las que no tardó en desaparecer.

Malva y Jacobo se encaminaron a la cabaña.

—¡Bueno, muchacho! Ya te he traído al lado de tu padre—dijo ella, mirando a hurtadillas al mozo con ojos escrutadores.

Jacobo volvió la cara, de barba castaña y rizada, y, con ojos brillantes, dijo:

—¡Sí, ya estoy aquí!... Me gusta esto...

¡Qué mar!

—Bueno; ¿cómo encuentras a tu padre? ¿Ha envejecido mucho?

—No, no mucho. Esperaba hallarle más canoso. Apenas tiene canas.

—¿Cuánto tiempo llevabais sin veros?

—Creo que cinco años. Cuando se fué de casa tenía yo diez y seis.

Entraron en la cabaña, donde hacía calor y la estera exhalaba olor a pescado. Jacobo se sentó en un tronco de árbol, y Malva, en un montón de sacos. Entre ambos había medio tonel, que servía a Vasily de mesa. Una vez sentados, se miraron fijamente en silencio.

Así es que quieres trabajar aquí?—preguntó Malva.

—No sé... Si encuentro algo, me quedaré.

—¡Podrás encontrarlo!—dijo con firme acento Malva, fijos en el mozo los ojos verdes, enigmáticamente entornados.

El, sin mirarla, se secó con la manga el sudor de la frente.

Malva, de pronto, se echó a reír.

—Tu madre de seguro te habrá dado un sin fin de recados para tu padre...—inquirió.

Jacobo la miró con las cejas fruncidas y repuso:

—¡Claro!¿Por qué lo dices? ¡Por nada!—contestó ella, sin dejar de reír.

Su risa molestó a Jacobo; le parecía que se burlaba de él. Volvió la cara a otro lado y se acordó de los recados de su madre.

—Dile—le rogaba—, en nombre de Cristo, a tu padre, que tu madre está completamente sola hace ya cinco años... Dile, hijito, que estoy muy vieja y trabajando siempre como una negra, sola del todo, abandonada. Dile todo esto, en nombre de Cristo.

Y la pobre mujer empezó a llorar, secándose las lágrimas con el delantal.

Jacobo, que no se había conmevido con las palabras ni con los llantos de su madre, sentía lástima en aquel momento recordándolos. Y, mirando a Malva, frunció severamente las cejas, dispuesto a decirle algo duro.

Bueno, ya estoy aquí!—gritó Vasily, entrando en la cabaña con un pescado vivo en una mano y un cuchillo en la otra.

Había logrado dominar su confusión, ocultarla en lo hondo de su alma, y los miraba a ambos con cara contenta y tranquila; sólo sus movimientos revelaban cierto desasosiego, insólito en él.

—Voy a encender fuego y vuelvo en seguida ..

Ya hablaremos... Sí, Jacobo... Te has hecho un buen mozo.

Y salió de nuevo.

Malva seguía mordiendo pepitas de melón, y observaba descaradamente a Jacobo. Este procuraba no mirarla, aunque lo deseaba, y se hacía este razonamiento:

"Deben de pasarlo aquí muy bien. Ella está muy robusta, y el padre también lo está bastante." Luego, molesto por el silencio, dijo:

—Me he dejado el saco de mano en el bote...

Voy a buscarlo.

Sin apresuranse, se levantó y salió. Un instante después entró Vasily, se inclinó sobre Malva y le preguntó, enojado y rápido:

—¿Por qué has venido con él? ¿Cómo le explicaré lo que eres para mí?

¡He querido venir y aquí estoy!—dijo ella lacónicamente.

—Eres una estúpida. Siempre estás haciendo tonterías. ¿Qué vamos a hacer ahora? Comprenderás que no puedo delante de él... Tengo a mi mujer en la aldea... a su madre... Debías comprenderlo.

—¿Qué me importa a mí eso? No os temo a él ni a ti. ¡Me tiene sin cuidado! ¡Qué cara pusiste al reconocerlo! Yo no podía contener la risa.

—A ti te hará mucha gracia, pero tiene muy poca. ¿Qué voy yo a hacer ahora?

—Debías haberlo pensado hace tiempo.

—¿Acaso podía yo saber que el mar iba a arrojármelo aquí tan de repente?

Se oyó crujir la arena bajo los pies de Jacobo, y se volvieron. Jacobo entró con un ligero saco de mano, lo dejó en un rincón y dirigió, a hurtadillas, una mirada malévola a la mujer.

Seguía entretenida en comer pepitas de melón.

Vasily se sentó en el tronco de árbol. Se frotó las rodillas con las manos, y, sonriendo confuso, dijo:

—Con que has venido... ¿Cómo se te ha ocurrido esa idea?

—Ya ves... Te hemos escrito.

—¿Cuándo? No he recibido ninguna carta.

— De veras? Sin embargo, te hemos escrito.

—La carta se habrá perdido, sin duda—dijo enojado Vasily—. Las cartas interesantes son precisamente las que se pierden.

—Entonces, ¿no sabes nada de casa?—preguntó a su padre Jacobo, mirándole con desconfianza.

—¿Cómo voy a saber si no he recibido ninguna carta?

Jacobo contó que el caballo se había muerto, que se había acabado el pan en febrero, que no ganaban nada. Tampoco tenían heno, y la vaca estaba a punto de morirse de hambre. Hasta abril se las habían arreglado como habían podido, y luogo habían decidido que él, después de la labranza, se fuera tres meses con su padre para ganar algo. Le habían escrito. Por último, habían vendido las tres ovejas, y él se había puesto en camino.

¡Pues no sabía nada de eso!—exclamó Vasily. Sin embargo, os he mandado dinero.

Muy poco. Reparamos la casa... Luego casamos a María... Compramos un arado... No olvides que han pasado cinco años... ¡No es un día!

—Sí, el tiempo pasa. ¿Así es que el dinero que os mandé os duró poco? Yo no creía... Voy a ver 3i hierve ya la sopa.

Se levantó y salió. Arrodillándose ante el fuego, donde se derramaba la espuma de la cacerola, Vasily se puso a reflexionar. Lo que le había contado Jacobo no le había conmovido; pero había suscitado en él una hostilidad sorda contra su mujer y su hijo. A pesar del dinero que les había enviado durante aquellos cinco años, no habían podido arreglarse. De no estar allí Malva, ya le hubiera él dicho a Jacobo... ¡Se había marchado de la aldea sin la autorización paterna, y no era capaz de sacar la casa adelante! Aquella casa, de la que Vasily, que había llevado hasta entonces una vida tan fácil y tan agradable, no se acordaba casi nunca, se impuso a su memoria.

Le parecía un pozo sin fondo, en el que había estado durante cinco años tirando dinero, y pensaba en ella como en algo inútil, sin lo que él podía pasarse muy bien.

Suspiró, moviendo con una cuchara la sopa en la cacerola.

La hoguerita, a la luz fulgurante del Sol, era algo mísero y sin brillo. En ligeras hebras, el humo, azul y transparente, se alejaba lento hacia el mar, salía al encuentro de las salpicaduras de la olas. Vasily lo seguía con la mirada y pensaba en su hijo, en Malva, en que la llegada de Jacobo haría su vida más difícil, menos libre que hasta entonces. Jacobo de seguro había adivinado lo que era Malva para su padre.

Mientras tanto, Malva seguía sentada en la cabaña, turbando al joven con sus miradas provocativas, de las que no desaparecía la sonrisa.

—¿Te has dejado alguna novia en la aldea ?le preguntó de pronto, inclinándose hacia él, mirándole fijamente.

—Tal vez!—respondió el mozo con frialdad.

—¿Es guapa ?—inquirió como distraída Malva.

El no contestó.

—¿Por qué no contestas? ¿Es más guapa que yo?

El mozo la miró, a pesar suyo. Sus mejillas eran morenas y carnosas, y sus labios apetitosos, que entreabría la provocación de una sonrisa, temblaban ligeramente. La blusa roja le sentaba muy bien: dibujaba sus hombros mórbidos y sus altos senos enhiestos. Pero sus ojos verdes, risueños, que ella guiñaba con picardía, no le hacían gracia.

— Por qué hablas de ese modo?—dijo suspirando involuntariamente y con un tono humilde que él hubiera querido que fuese severo.

—¿Cómo se debe hablar?—rió ella.

—Siempre estás riéndote, no se sabe de qué.

—¿De qué va a ser? De ti.

De mí?¿Por qué?—preguntó el mozo, ofendido y confuso, sin poder sostener su mirada.

Ella no contestó.

Jacobo adivinaba las relaciones de aquella mujer y su padre, y esto le impedía hablar con libertad. Lo que adivinaba no le sorprendía grandemente: había oído muchas veces que los hombres que se iban fuera a ganarse la vida no se conducían muy austeramente. Comprendía, además, que un hombre tan fuerte y tan sano como su padre no podía pasarse tanto tiempo sin mujer.

Con todo, su presencia y la de Malva le turbaban. Luego, se acordaba de su madre, agotada por el trabajo y gruñendo siempre, allá en la aldea.

—¡La sopa está dispuesta!—anunció Vasily entrando en la cabaña. ¡Saca las cucharas, Malva!

Jacobo miró a su padre, y se dijo: "Se ve que viene con frecuencia, cuando hasta sabe dónde están las cucharas." Ella las sacó, y dijo que tenía que ir al mar a lavarlas. Además, se había dejado una botella de vodka en el bote.

Padre e hijo la siguieron con la mirada cuando salió. Ya solos, continuaron un breve espacio silenciosos.

—¿Dónde la has encontrado?—preguntó Vasily.

En las oficinas, adonde yo había ido a preguntar por ti. Me ha propuesto traerme en bote.

"Yo también voy—me ha dicho—a casa de tu padre." Y hemos venido.

Sí, sí... Yo pensaba en ti con frecuencia. Tenía gana de ver lo cambiado que estabas.

El hijo se sonrió bonachonamente, y su sonrisa le dió ánimos al padre.

Y qué te parece esta mujercita?

—No está mal—dijo, de un modo vago, Jacobo, bajando los ojos.

—¿Qué se le va a hacer, muchacho?—exclamó Vasily agitando los brazos. He luchado mucho tiempo, pero... no podía más... ¡Soy un hombre, caramba! Luego, necesitaba alguien que me arreglara la ropa... y... ¡qué quieres que te diga! La mujer es como la muerte: no es posible librarse de ella concluyó en un arranque de sinceridad.

—Yo no me meto en nada—dijo Jacobo—. Eso es cosa tuya. No soy yo el llamado a juzgarte.

Al mismo tiempo pensó:

"Desde luego, no será esa mujer la que te remiende los pantalones." —Además—continuó Vasily—, no tengo más que cuarenta y cinco años... No me cuesta cara, porque, al cabo, no es mi mujer.

—¡Claro!—aprobó Jacobó.

"¡Me figuro cómo te sacará los cuartos !" —pensó.

En aquel momento volvió Malva con una botella de vodka y una porción de rollitos pendientes de un bramante, y se sentaron a comer.

Comieron en silencio, chupando sibilantemente las espinas de los pescados y tirándolas en la arena, cerca de la puerta. Jacobo comía mucho y con gana, lo que parecía gustarle a Malva, que miraba con una sonrisa acariciadora hincharse sus carrillos morenos y agitarse sus labios húmedos. Vasily comía sin apetito, pero fingiendo poner en ello sus cinco sentidos, para que le dejasen tranquilo; necesitaba reflexionar sobre la nueva situación.

Los gritos rapaces y triunfantes de las gaviotas turbaban la dulce musicalidad de las olas. El calor no era ya tan sofocante. De cuando en cuando, el viento llevaba a la cabaña un poco de frescura impregnada de olor a mar.

Después de la sopa apetitosa y de algunos vasitos de vodka, los ojos de Jacobo empezaron a obscurecerse. Se sonreía estúpidamente, tenía hipo, bostezaba y miraba a Malva de tal modo que su padre creyó conveniente decirle:

—Acuéstate un poco, Jacobito. Ya te despertaremos a la hora del te.

—Con mil amores—dijo Jacobo tendiéndose sobre el montón de sacos. Y vosotros, ¿qué vais a hacer? Ja, ja, ja!

Vasily, molesto por tal hilaridad, se apresuró a salir. Malva apretó los labios, frunció las cejas y respondió a Jacobo:

—No te importa nada lo que vamos a hacer.

Eres un pipiolo, ¿te enteras?—y salió a su vez.

Bueno, bueno!—le gritó Jacobo—. ¡Espérate un poco y te enseñaré!... ¡Vaya una... señorita!

Siguió gruñendo unos instantes, y se quedó dormido sin que se borrase de su rostro congestionado la sonrisa feliz.

Vasily clavó en la arena tres largos palos, los ató por las puntas, los cubrió con una estera, y, guareciéndose en aquel sencillo sombrajo, se acostó boca arriba, con las manos bajo la nuca. Cuando se acercó Malva y se sentó a su lado, en la arena, volvió la cara hacia ella Malva advirtió que estaba enojado.

—¿Qué hay, amigo?—preguntó riendo. Parece que no estás muy contento con la llegada de tu hijo.

—Se burla de mí. ¿Y por qué? Por tu culpadijo él severamente.

—¿De veras? ¿Por mi culpa?—dijo Malva con afectado asombro.

Claro, por tu culpa!

—Ah, pobrecito! ¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Quizá no debo yo venir más a tu casa? Bueno, no vendré más.

¡Qué diablo de mujer!—exclamó, en tono de reproche, Vasily. Todos sois io mismo. Jacobo se ríe, tú también, y, a pesar de todo, los dos sois lo que más quiero. ¿Y de qué os reís, diablos?

Volvió la cabeza y se calló.

Ella, abrazadas las rodillas, balanceaba suavemente el cuerpo, mirando fija, atenta, con sus ojos verdes, el mar alegre y luminoso. En su rostro brillaba una de esas sonrisas de que dispone en abundancia toda mujer que se da cuenta del poder de su belleza.

Un barco de vela surcaba el agua, semejante a un enorme y pesado pájaro de alas grises. A cada momento se alejaba más de la costa, dirigiéndose allá donde el mar y el cielo se confundían en una inmensa curva azul, cuya paz solemne atraía.

—¿Por qué no hablas?—preguntó Vasily.

—Pienso dijo Malva.

—¿En qué?

—En muchas cosas.

Y tras una breve pausa añadió:

—Tu hijo es un buen mozo.

—¿Y a ti qué te importa?—exclamó celoso Vasily.

—Te enfadas?

—Ten cuidado!

Y le dirigió una mirada severa, llena de sospechas.

— No hagas tonterías!—continuó—; soy bueno, pero no hay que irritarme.

Apretó los dientes y los puños, y añadió:

En cuanto has llegado has comenzado un juego que no comprendo aún; pero fíjate: si llego a comprenderlo, te la vas a ganar. Las sonrisas provocativas y todo eso... Os conozco a las mujeres, y sé cómo hay que trataros... Puedes estar segura...

¡No me asustes, Vasia!—dijo ella con tono indiferente y mirando a otro lado.

—¡Y tú no gastes bromas!

—Y tú no me amenaces!

Si no eres razonable, te sacudiré el polvo como a un perro.—gritó Vasily, a cada instante más colérico.

A mí? Me pegarás? — dudó Malva, volviéndose hacia él y mirando con curiosidad su rostro alterado.

—¡Vaya que sí! ¡No te las eches de princesa!

Si te lo mereces, te daré una buena paliza.

—Pero soy yo acaso tu mujer? preguntó ella con acento tranquilo y razonable.

Y sin esperar su respuesta, añadió:

—Estás acostumbrado a pegar a tu mujer por cualquier cosa, y piensas que puedes hacer igual conmigo; pero te engañas: ¡yo soy libre! Soy mi propia dueña, y no le temo a nadie. Y tú le temes a tu hijo: daba vergüenza verte tan cortado ante él. ¡Y te atreves a amenazarme!

Sacudió la cabeza con desprecio y se calló. Sus frías palabras desdeñosas habían disipado la cólera de Vasily. El padre de Jacobo nunca la había visto tan bella, y la contemplaba asombrado.

Dices unas cosas!—exclamó, admirando su belleza.

—Pues aun no te las he dicho todas. Sé que te envaneces con Serechka de que no puedo vivir sin ti, de que me eres tan necesario como el pan. Te engañas. Quizá no sea a ti a quien quiero, ni seas tú lo que me trae aquí. Me gusta este sitio...

Señaló con la mano, en torno:

—Me gusta porque está desierto: se ven en él el mar y el cielo, no se ve a los hombres. Si estás tú, me es lo mismo. Me hago la cuenta de que pago un tributo. Si Serechka estuviera aquí, yo vendría a su casa; si tu hijo estuviera aquí, yo vendría a su casa. Lo mejor sería que no hubiese nadie; estoy hasta la coronilla de todos vosotros.

Soy bastante guapa para encontrar un hombre siempre que lo necesite. ¡Y mejor que tú!

—¿De veras? gritó furiosamente Vasily, echándole de pronto mano a la garganta—. ¿De veras?

La zarandeaba, sin que ella opusiera resistencia, por más que su rostro se iba poniendo rojo y sus ojos iban inyectándose en sangre. La joven limitábase a asir con sus dos manos la de Vasily, que le apretaba el cuello, y a mirarle fijamente a los ojos.

—¡Pues eres una ganga!—murmuraba Vasily con voz ahogada por la cólera—. ¡Y te lo has callado hasta ahora!... ¡Y me has acariciado! ¡Espera, que vas a ver!

La hizo casi caer, y, con una especie de voluptuosidad, le descargó unos cuantos puñetazos. Experimentaba un placer cada vez que hería con el puño su cuello carnoso y tenso.

—¿Qué tal? Te ha gustado, serpiente?—dijo con acento triunfal, acabando de derribarla.

Sin lanzar un grito, silenciosa y tranquila, cayó de espaldas, encarnada, con los cabellos en desorden y, sin embargo, bella. Le miraba con sus ojos verdes, que expresaban un odio frío y amenazador. Pero él, jadeando en su agitación y con—' tento de haberle dado rienda suelta a su ira, no reparaba en su mirada. Cuando clavó en ella los ojos, triunfante y despectivo, vió que sonreía dulcemente. Sus labios temblaron, se dendieron sus ojos, unos hoyuelos aparecieron en sus mejillas, y se echó a reír. Vasily la miraba lleno de asombro. Reía con tales carcajadas, y parecía tan contenta, como si él no la hubiese pegado.

—¿Qué te pasa, endiablada mujer?—gritó el guarda, oprimiéndole brutalmente una mano.

—Vasia, ¿eres tú quien me ha pegado?—preguntó ella con voz queda.

—¡Claro, yo!

No comprendía nada, y seguía mirándola, sin saber qué debía hacer. Tal vez convendría pegarle más? Pero su cólera se había disipado ya, y su mano no volvió a levantarse.

— Así es que me quieres? —preguntó ella con la misma voz queda, echándole el cálido aliento a la cara.

—¡Ah diablo!—dijo Vasily con tono sombrío—.

¡No es así como había que pegarte!

— Vasia! Yo que creía que ya no me querías...

Yo me decía: "Ahora, que ha venido su hijo, me echará por consideración a él..." Y Malva seguía riendo con su risa extraña, a carcajadas.

—¡Qué tonta eres!—dijo él, sonriendo a pesar suyo. Mi hijo no tiene derecho a mezclarse en mis asuntos.

Se sintió avergonzado y le tuvo lástima; pero al acordarse de lo que ella le había dicho, repitió con tono severo:

—Mi hijo no tiene por qué mezclarse en mis asuntos. Si te he pegado, tuya es la culpa; no había necesidad de impacientarme.

—Pero si lo he hecho a propósito... para probarte.

Riendo quedamente, Malva apretó su hombro contra el de Vasily, que miró a hurtadillas hacia la cabaña, y la abrazó.

—Diablo de mujer! Has querido probarme, y mira lo que te has ganado. ¡Unos cuantos sopapos!

—No importa—dijo ella con voz firme—. No me enfado, porque me has pegado por cariño, ¿verdad? Yo sabré pagártelo...

Le miró a los ojos, recorrió su cuerpo un ligero estremecimiento, y repitió en voz baja:

¡Yo sabré pagártelo, verás!

El interpretó sus palabras como una promesa muy halagüeña, y experimentó una dulce emoción. Sonriendo satisfecho, preguntó:

—Bueno, ¿y cómo me lo pagarás?

—Ya verás—respondió tranquilamente Malva, euyos labios temblaban.

¡Eres encantadora!—exclamó él acariciándola con pasión—. ¿Sabes que desde que te he pegado te quiero más? ¡Palabra! Más cerca aún, más cerca...

Las gaviotas se cernían sobre el agua. El viento acariciador llevaba casi hasta los pies de los amantes salpicaduras de olas. El mar no cesaba de reír a carcajadas.

—¡Mira lo que son las cosas!—suspiró Vasily, como si se quitase un peso de encima, y acariciando pensativo a la mujer que se estrechaba contra él. Tiene gracia cómo está todo dispuesto en el mundo: lo que es pecado es tan dulce...

Tú no te haces cargo de nada, mientras que yo pienso con frecuencia en la vida... A veces es terrible... Sobre todo de noche, cuando no viene el sueño... Delante de ti se extiende el mar, encima de ti, el cielo; te envuelven las tinieblas, el espacio espantoso, y te encuentras solo, completamente solo en este desierto. ¡Qué pequeño te sientes entonces! Se te figura que la tierra vacila bajo tus pies, y que en toda ella no hay más ser humano que tú... Si al menos en esos momentos te hallases a mi lado, yo no sufriría hasta tal punto la angustia de la soledad.

Malva, con los ojos cerrados, reclinada sobre las rodillas de Vasily, guardaba silencio. El rostro rudo, pero bondadoso, del guarda, se inclinaba sobre ella, y su larga barba descolorida le hacía cosquillas en el cuello. La mujer no se movía, y su única señal de vida era el acompasado subir y bajar de su pecho. Los ojos de Vasily, ya paseaban su mirada a través del mar, ya la detenían en aquel pecho tan próximo a él. Hablaba del tedio de vivir completamente solo, de las tristes noches de insomnio, llenas de sombríos pensamientos a propósito de la vida. Luego empezó a dar besos en los labios de la mujer, de un modo despacioso y sonoro, como si comiese un manjar suculento.

Así transcurrieron cerca de dos horas. Cuando comenzó a ponerse el Sol, Vasily dijo con acento de fastidio:

—Voy a hacer el te... El huésped no tardará en despertarse.

Malva se apartó con un lánguido movimiento de gata perezosa. Vasily se levantó, laxo, y se dirigió a la cabaña. La mujer, entreabriendo apenas los ojos, le siguió con la mirada, y suspiró como si se desembarazase de una grave carga.

Un rato después, los tres estaban ya sentados en torno a la hoguera, junto a la marmita de agua hirviendo, y charlaban tomando el te.

El sol poniente teñía el mar de vivos colores; al mágico influjo de sus rayos, las olas verdes brillaban con fulgores de púrpura y rosa.

Vasily, bebiendo te a pequeños sorbos en un pucherito, interrogaba a su hijo acerca de la vida de la aldea, y se abandonaba a los recuerdos.

Malva, sin tomar parte en la conversación, larga, lenta, atendía.

Así es que los mujiks viven, a pesar de todo.

—¡Malamente!—respondió Jacobo.

—Nosotros, con bien poco nos contentamos:

con una casa limpia y un poco de pan... y un vaso de vodka los días de fiesta... Sí... Pero hasta eso nos falta... ¿Acaso hubiera yo dejado la aldea de poder vivir en ella? En la aldea, uno es dueño de sí mismo, igual a los demás; mientras que aquí es un siervo...

—Sí, pero aquí, al menos, se come lo que se tiene gana, y el trabajo no es tan fatigoso.

—Te equivocas. A veces tengo molidos los huesos... Además, aquí se trabaja para otro, mientras que en casa trabaja uno para sí mismo.

—Pero se gana más — replicó tranquilamente Jacobo.

En su fuero interno, Vasily compartía la opinión de su hijo: en la aldea, el trabajo y la vida eran mucho más difíciles que allí; pero no quería que Jacobo lo supiese, y dijo con tono severo:

—¿Tú qué sabes lo que se gana aquí? No, pequeño, no digas eso: la aldea...

¡Es un agujero obscuro y estrecho!—interrumpió Malva riendo de un modo maligno—.

En ella, las que más padecen son las mujeres...

No hacen más que derramar lágrimas.

La vida de las mujeres es en todas partes la misma—dijo Vasily fruciendo las cejas y mirándola. Y el mundo es en todas partes el mismo, como el Sol.

—¡Pero qué tonterías dices—gritó ella animándose. En la aldea, una mujer tiene que casarse, aunque sea contra su voluntad. Y una vez casada, es una esclava eterna; labra, hila, cuida a las bestias, pare. Para ella misma, nada... sólo los juramentos y los sopapos del marido.

¡Como si no hiciera uno más que pegarle a la mujer!—saltó Vasily.

—Mientras que aquí—continuó Malva sin hacerle caso—no le pertenece una a nadie. ¡Es una libre como una gaviota! Puede una volar a su antojo y nadie se lo impide, nadie se atreve a ponerle la mano encima.

—¿Y si alguien te la pone?—preguntó Vasily, sonriendo como si quisiera recordarle algo.

—¡Pues le pagaré!—dijo ella con dulzura; y el brillo de sus ojos se apagó de pronto.

Vasily se rió bondadoso.

—Tienes mucha labia—arguyó—. Pero eso son tonterías de mujeres. En la aldea, la mujer es una trabajadora, un ser útil, mientras que aquí..sólo vive para el placer y...—se interrumpió un momento: Y para el pecado.

Cuando la discusión terminó, Jacobo, lanzando un suspiro, observó:

—Se diría que ese mar no tiene fin.

Los tres miraron en silencio el desierto que se extendía ante sus ojos.

¡Si todo eso fuera terreno—exclamó Jacobo, haciendo con la mano un amplio ademán—, y terreno fértil! ¡Y si se pudiera labrar todo!...

—No es mala idea—dijo Vasily sonriendo y mirando con complacencia el rostro de su hijo, animado por la suposición expresada.

Le satisfacía el cariño del mozo a la tierra, y pensaba que tal cariño le haría renunciar pronto a sus sueños de vida libre y tornar a la aldea. Entonces él se quedaría solo con Malva y todo seguiría como antes.

¡Muy bien dicho, Jacobo! Tus palabras son las de un verdadero campesino. Un campesino sólo es fuerte por la tierra; mientras permanece sobre ella puede vivir; pero está perdido en cuanto la abandona. Un campesino sin la tierra es como un árbol sin raíces: sirve sólo para aprovechar su madera y no puede vivir mucho tiempo, acabando por pudrirse. Pierde para siempre su hermosura, su lozanía. ¡Muy bien dicho, Jacobo!

El mar, al aprestarse a recibir en su seno el sol, le saludaba con la música de sus olas, teñidas por sus rayos de despedida de colores bellísimos, extremadamente ricos en matices. La fuente divina de luz creadora de la vida le daba al mar su adiós con la armonía elocuente de sus colores. El brillo alegre de sus rayos despertaría en aquel instante a la tierra dormida, a enorme distancia de aquellos tres seres humanos que lo seguían con la mirada.

—Cuando miro ponerse el Sol, parece que el corazón se me deshace... ¡De veras!—dijo Vasily dirigiéndose a Malva.

Ella no respondió. Los ojos azules de Jacobo sonreían y paseaban su mirada por las lejanías del mar.

Durante largo rato, los tres, pensativos, con—templaron el lento morir de la tarde.

Ante ellos se consumían, bajo la marmita, las últimas ascuas. A sus espaldas, la noche dispersaba ya por el cielo sus sombras. La arena amarilla se obscurecía; las gaviotas habían desaparecido. Todo en torno se tornaba suave, melancólico, acariciador. El ruido de las olas infatigables, al chocar con la arena, no era ya el ruido alegre de por el día.

—Bueno, ya es tarde. ¡Tengo que irme!—dijo Malva.

Vasily, lleno de embarazo, miró a su hijo.

¿Qué prisa tienes?—balbuceó con tono de enojo. Espera, no tardará en salir la Luna.

—No me hace falta la Luna. No tengo miedo.

Además, no es la primera vez que me voy de noche de aquí.

Jacobo miró a su padre y entornó los ojos para ocultar la sonrisa que brillaba en ellos.

Luego miró a Malva, que le miró a su vez, turbándole.

—¡Bueno, vete!—contestó Vasily, descontento y sombrío.

Malva se levantó, se despidió y echó a andar lentamente a lo largo de la lengua de tierra. Las olas, rodando a sus pies, parecía que jugaban. En el cielo se encendían, como trémulas flores de oro, las estrellas. La blusa roja se alejaba poco a poco de Vasily y de su hijo, que la seguían con los ojos.

De pronto oyeron la voz fuerte y penetrante de Malva.

Cantaba.

Le pareció a Vasily que se detenía y esperaba. Escupió furioso, pensando: "¡Lo hace a propósito... para impacientarme... ¡Diablo de mujer!" Y dijo en alta voz, riendo:

Calla! ¡Cómo canta!

Ya sólo la veían como una mancha gris en las sombras.

Vibraba su voz sobre el mar.

—Oyes ?—exclamó Jacobo inclinando todo su cuerpo hacia el sitio donde se oía la canción tentadora:

Pon tu cabeza en mi pecho, que se parece a dos palomas blancas....

Jacobo le miró sin comprender y tornó a su actitud ansiosa.

Medio borradas por el ruido de las olas, llegaban hasta los dos hombres palabras sueltas de la canción provocativa:

"Yo no puedo dormir sola esta noche..." —¡Qué calor hace!—dijo con voz alterada Vasily, agitándose sobre la arena—. A pesar de que anochece, sigue haciendo calor. ¡Maldito país!

—La arena... calentada... durante el día...—explicó trabajosamente Jacobo, volviendo la cabeza.

¿Qué te pasa? Parece que te ríes—inquirió severamente el padre.

— Yo?—replicó con tono inocente Jacobo—.

¿De qué voy a reírme?

—También yo creo que no hay motivo.

Ambos se callaron.

A través del ruido de las olas, llegaban a sus oídos gritos dulces, acariciadores y llenos de promesas, como suspiros de pasión.

Pasaron dos semanas. Otra vez era domingo; otra vez Vasily Legostev, tendido en la arena junto a su cabaña, miraba al mar y esperaba a Malva. El mar, desierto, reía, jugaba con el sol, reflejado en su superficie, y millones de olas nacían para trepar por la arena, sacudir en ella la espuma de sus crines, volver al mar y desaparecer.

Todo estaba lo mismo que catorce díás antes.

Pero Vasily, que esperaba entonces a Malva con tranquila seguridad, la esperaba ahora con impaciencia. El domingo último no había ido: aquella mañana tenía que ir. El no lo dudaba; pero quería verla lo más pronto posible. Jacobo no los molestaría. Había ido allí dos días antes, con otros obreros, a buscar las redes, y le había dicho que el domingo por la mañana iría a la ciudad a comprarse camisas. Se había contratado sólo para tirar de las lanchas pescadoras, a razón de quince rublos mensuales; pero había salido ya de pesca varias veces y parecía muy contento. Como todos sus compañeros, olía a pescado, iba sucio y llevaba una ropa muy rota.

Vasily suspiró pensando en su hijo.

—Con tal que no se eche a perder aquí... Si ocurre eso, es muy probable que no quiera vol—ver a la aldea, y entonces seré yo quien tendrá que volver.

18 Sólo se veían sobre el mar las gaviotas. Allá, donde el perfil de la costa arenosa separaba el cielo del agua, aparecían de cuando en cuando unos puntitos negros, se agitaban y desaparecían. Y el bote no se divisaba, por más que los rayos del Sol se proyectaban sobre el mar casi perpendicularmente. A aquella hora, Malva se encontraba ya allí los otros domingos.

Unas gaviotas empezaron a reñir en el aire, de un modo tan encarnizado, que las plumas volaban en todas direcciones. Sus gritos furiosos turbaban la alegría del canto de las olas, tan continua, tan armoniosamente concertado con la calma solemne y fúlgida del cielo, que parecía una mú'sica producida por los rayos del Sol en su gozoso juego sobre la superficie del mar. Las gaviotas cayeron al agua, pero siguieron combatiendo, entre gritos furiosos de cólera y dolor; luego comenzaron de nuevo a volar, persiguiéndose una a otra... Y sus compañeras—una numerosa bandada, como si no viesen el terrible duelo, pescaban ávidas, hundiendo con rapidez el pico en el agua verde y transparente.

Y el mar seguía desierto. No se veía nunca sobre la superficie, allá, a lo lejos, junto a la costa, la conocida mancha negra.

—¿Con que no vienes ?—dijo en voz alta Vasily— ¡Qué vamos a hacerle! ¡Nos pasaremos sin ti!

Escupió con desprecio en dirección a la costa.

El mar.

Vasily se levantó y se dirigió a su cabaña, con intención de hacer la comida, volviendo a los pocos momentos y tendiéndose en el mismo sitio, en vista de que no tenía apetito.

¡Si al menos hubiese venido Serechka!—se dijo.

Y se puso a pensar en Serechka. Era éste un sujeto poco recomendable: se burlaba de todos, siempre dispuesto a pelearse con cualquiera. Era robusto, tenía mucho mundo, sabía leer y escribir; pero se emborrachaba. Siempre estaba alegre. Las mujeres se pirraban por él; hacía poco tiempo que había aparecido por aquellos contornos, y, no obstante, se las llevaba a todas de calle.

Sólo Malva se le mantenía a distancia... Pero, ¡demonio de mujer! ¿Por qué no iba? Acaso estuviera enfadada porque la había pegado. Seguramente no sería la primera vez que recibía golpes: otros, sin duda alguna, le habrían sacudido el polvo más firme aún. Lo que es entonces sí que iba a ganarse una buena tunda.

De este modo, pensando ya en su hijo, ya en Serechka, y sobre todo en Malva, Vasily, tendido en la arena, esperaba. La inquietud iba convirtiéndose en su espíritu en una sospecha obscura, a la que no quería abandonarse. La rechazó y pasó las horas hasta el anochecer, ya paseándose por la arena, ya tendido de nuevo.

El mar empezaba a obscurecerse, y él seguía con los ojos en el horizonte, en espera del bote.

Pero Malva no fué aquel día.

Al acostarse por la noche, Vasily renegaba de su servicio, que no le permitía marcharse a la costa; durmiéndose ya, se incorporó dos o tres veces bruscamente, creyendo oír a lo lejos el ruido de los remos, y miró al mar obscuro y agitado. Allá en la costa, en la pesquería, brillaban hogueras; pero en el mar no se veía nada.

¡Ya verás, bruja!—amenazaba Vasily.

Al fin, se durmió con un sueño pesado.

He aquí lo que había ocurrido aquel día en la costa:

Jacobo se levantó temprano, cuando el sol no calentaba aún y se desprendía de las olas una suave frescura. Salió de su barraca para lavarse en el mar, y al acercarse a la orilla, vió a Malva.

Estaba sentada en la popa de una barcaza anclada muy cerca de la orilla, con las piernas desnudas colgando, y se peinaba los cabellos húmedos.

Jacobo se detuvo y se puso a mirarla con curiosidad.

La blusa, abierta sobre el pecho, dejaba también ver los hombros, blancos y apetitosos.

Las olas batían el bote, que se balanceaba, y los pies de Malva casi tocaban el agua a veces.

—Te has bañado, eh?—preguntó Jacobo.

Ella volvió la cabeza, miró a hurtadillas un momento sus piernas, y, sin interrumpir su peinado, respondió:

—Sí, me he bañado... ¡Qué madrugador estás hoy!

—Más madrugadora estás tú.

—Creo que no querrás imitarme.

Jacobo no contestó.

—¡No te creo tan loco que quieras hacer cuanto yo hago!

—¡Eres terrible!—exclamó él riendo.

E inclinándose sobre el agua, empezó a lavarse.

Cogiendo en el hueco de ambas mancs el agua, se frotaba con ellas el rostro, y experimentaba una grata sensación de frescura. Mientra se secaba con el faldón de la camisa, preguntó a Malva:

—¿Por qué quieres siempre asustarme?

Y por qué me persigues siempre con tus miradas?

Jacobo juraría que no la miraba más que a las otras trabajadoras; pero le dijo, en un arranque, que le sorprendió a él mismo:

¡Como eres tan apetitosa!

¡Si tu padre se entera de tus bellaquerías, te la vas a ganar—le contestó Malva, dirigiéndole una mirada picaresca y provocativa.

Jacobo se echó a reír y subió a la barca. No sabía a qué bellaquerías se refería ella; pero pensó que, sin darse cuenta, tal vez la mirase más que a las otras. Y, sin saber por qué, se sintió satisfecho, alegre.

Mi padre! dijd con negligencia, dirigiéndose por el puente hacia Malva—. Supongo que no te habrá comprado.

Sentándose a su lado, acarició con la mirada sus hombros desnudos, su pecho medio al aire, toda su figura fuerte y fresca, que oila a mar.

—¡Vaya un mújol!—exclamó entusiasmado, luego de examinar a Malva a su' gusto.

Pero no para ti!—le replicó ella lacónicamente, sin mirarle y sin abrocharse la blusa.

Jacobo suspiró.

El mar infinito se extendía ante ambos bajo los rayos del Sol matutino.

Pequeñas olas joviales, nacidas al soplo acariciador del viento, batían suavemente la barca. A lo lejos, como una cuchillada en el pecho del mar, se veía la lengua de tierra. El grueso mástil que allí se alzaba parecía un sedal muy fino que se hundía en el cielo azul; en su punta, el viento hacía ondear un trapo.

—¡ Sí. niño!—dijo Malva, sempre sin mirar a Jacobo. Soy apetitosa; pero no para ti. Y nadie me ha comprado... Tu padre no tiene sobre mí ninguna autoridad. Soy independiente, y sólo vivo para mí. Pero es preciso que no me galantees, pues no quiero ser causa de desavenencias entre tu padre y tú. No soy amiga de querellas. Entiendes' Pero si yo no te toco!—se asombró Jacobo—.

Si crees que yo...

¡Claro que no te atreverás a tocarme!—dijo Malva.

Y lo dijo en un tono tan desdeñoso para él, que Jacobo se sintió ofendido como hombre y como macho. Obedeciendo a un impulso casi de hostilidad, y con los ojos brillantes:

—¿De veras?—exclamó acercándose a ella.

¿Crees que no me atreveré?

—Olaro que no te atreverás!

—iY si me atreviese?

—¡Inténtalo si eres hombre!

—¿Qué me pasaría?

—Yo te daría un puñetazo en la nuca y te haria caer al agua.

—¡A que no!

—¡Anda, tócame si eres hombre!

El mozo le dirigió a Malva una mirada toda fuego, y de pronto la estrechó fuertemente entre sus recios brazos, oprimiéndole con rudeza el pecho y la espalda. El contacto con aquel cuerpo cálido y fuerte inflamó todo su ser y puso un nudo en su garganta.

—¡Anda, pégame!

¡Déjame, Jacobo!—dijo ella tranquilamente, esforzándose en desembarazarse de sus manos trémulas.

—No querías darme un puñetazo en la muca ?

—¡ Déjame, o te la ganarás!

¡Qué miedo!... ¡Vaya una mujer! ¡Una verdaGera frambuesa!

Se apretó contra ella y empezó a besar su mejilla sonrosada con sus gruesos labios.

Ella prorrumpió en una risa provocativa, asió fuertemente las manos de Jacobo, y de pronto, se lanzó hacía delante con un movimiento brusco de todo su cuerpo. Uno en brazos del otro, formando una masa pesada, cayeron ambos al mar y desaparecieron en medio de un remolino de espuma.

Después emergieron del agua, la cabeza mojada y el rostro asustado de Jacobo, y, muy cerca, Malva, a manera de una gaviota.

Jacobo, manoteando desesperadamente y agitando el agua en torno suyo, aullaba y gruñía, mientras Malva nadaba a su alrededor, riendo a carcajadas, y le tiraba puñados de agua salada a los jos, sumergiéndose de vez en cuando para que las zarpas de Jacobo no la alcanzasen.

—¡Diablo!—gritaba el mozo, jadeando—. ¡Voy a ahogarme! ¡Basta! ¡En serio, voy a ahogarme!...

El agua está tan... amarga... ¡Dios mio, que me ahogo!

Malva le había abandonado, y, nadando como un hombre, se dirigía a la costa. Cuando llegó, trepó hábilmente a la cubierta de la barca, y, de pie en la popa, se puso a mirar, burlonamente, cómo se acercaba Jacobo a toda prisa. La ropa mojada y pegada a su cuerpo dibujaba todas sus líneas desde las rodillas hasta los hombros. Jacobo, llegando al lado de la barca, y asiéndose a ella, fijó los ojos ávidos en aquella mujer empapada de agua, casi desnuda, que se reía, con gran regocije, de él.

—¡Bueno, sube, foca!—dijo ella, sin dejar de reír, y, arrodillándose, le tendió una mano, apoyando en el borde de la barca la otra.

Jacobo le cogió la mano y gritó con animación:

—¡ Ahora, prepárate! ¡Voy yo a bañarte a ti!

Y tiraba de ella, sin salir del agua, que le llegaba hasta los hombros. Las olas le cubrían a veces la cabeza, y al chocar contra la barca, salpicaban el rostro de la mujer. Malva guiñaba los ojos y reía a carcajadas. De pronto, lanzando un grito agudo, se tiró al mar, haciendo hundirse al mozo bajo el peso de su cuerpo. Y de nuevo empezaron a jugar en el agua verde, como dos grandes peces, salpicándose el uno al otro, dando alegres gritos, aullando y zambulléndose. El Sol los miraba riendo. Las ventanas de las casas costeras reían también, reflejando el Sol en sus cristales. El agua, cortada por sus brazos fuertes, sonaba de un modo jocundo. Las gaviotas, a quienes inquietaba la agitación de aquellos dos seres humanos, volaban, lanzando gritos penetrantes, por encima de sus cabezas, sobre las que pasaban a veces, llegando de muy lejos, las olas.

Al fin, fatigados, habiendo tragado no poca agua salada, se sentaron al sol, en la playa.

— Caramba!—decía, haciendo muecas y escupiendo, Jacobo—. ¡Qué agua más repugnante! Por eso hay tanta...

De todo lo que es feo hay mucho en el mundo dijo Malva riendo y escurriendo el agua de sus cabellos—. Por ejemplo, los sinvergüenzas como tú, ¡cuánto abundan, Dios mío!

Sus cabellos eran negros, no demasiado largos, pero espesos y rizosos.

—Por eso tú has elegido un viejo—replicó con una sonrisa irónica Jacobo, dándole un empujoncito a Malva.

—Hay viejos que valen más que los jóvenes.

¡Sí, pero... si el padre es bueno, el hijo es aún mejor!

—Oye, oye! ¿Quién te ha enseñado a darte tono de ese modo?

—Las muchachas de la aldea solían decirme que no les parecía mal.

—¿Qué saben las muchachas campesinas? Hay que preguntármelo a mí.

—Tú eres una muchacha como las demás. ¿O quizá no eres muchacha?

Ella le miró fijamente. El mozo lanzó una carcajada provocativa. Entonces, Malva, poniéndose seria de pronto, le dijo con voz alterada:

—Lo era, pero hace mucho tiempo ya.

—¿De veras?

Y el mozo se echó a reír de nuevo.

—¡Imbécil! — dijo ella duramente, y volvió la cabeza.

Jacobo experimentó cierta inquietud, y apretando los labios, no contestó.

Durante media hora, uno y tra permanecieron en silencio, volviéndose hacia el sol, de modo que sus ropas se secasen lo más pronto posible.

En las barracas, largas porchadas suc as, de techo inclinado, se iban despertando los pescadores. De lejos—las barracas se hallaban a trescientos metros de distancia—, desnudos o vestidos de harapos y con los cabellos en desorden, todos se parecían. Se oían sus voces enronquecidas. Uno daba golpes en el fondo de un tonel vacío, y se diría que tocaba un gran tambor. Dos mujeres se insultaban a gritos. Un perro ladraba.

—¡Están levantándose!—dijo Jacobo. Yo quería haberme ido a la ciudad muy de mañana, y he perdido el tiempo haciendo tonterías contigo.

¡Si conmigo no puede ocurrir nada bueno!—dijo Malva, mitad en broma, mitad en serio.

¿Sigues pretendiendo asustarme?—preguntó él con una sonrisa de asombro.

—Verás cómo se pone tu padre contigo!

Jacobo montó en cólera.

—¿A qué santo estás siempre hablándome de mi padre ?—gritó groseramente. Yo no soy ya un muchacho, y no tengo miedo. Esto no es la aldea... Aquí las costumbres son muy distintas, no soy ciego para no verlo... Además, mi padre también tiene sus pecados, y... hace aquí lo que le da la gana... Más vale, pues, que no me hables de él. Tengamos la fiesta en paz.

Ella le dirigió una mirada burlona y le preguntó con interés:

—¿La fiesta en paz? ¿Qué vas a hacer?

¿Yo?

El mozo hinchó los carrillos y dlató el pecho, como si levantase un pesado fardo.

—¿Yo? Soy capaz de muchas cosas. He respirado ya bastante esta brisa y me he limpiado, respirándola, del polvo de la aldea.

—¡Qué pronto!—sonrió Malva.

¡Y tan pronto! Estoy dispuesto hasta a robarte a mi padre.

— De veras? ¿En serio?

—Sin temor ninguno, no lo dudes!

—¡Qué bromista eres!

—Oye, no me provoques!—dijo el mozo con voz alterada y ardiente—. No te burles de mí, si no quieres...

—¿Qué ?—preguntó ella tranquillamente.

—¡Nada!

Entonces fué él quien volvió la cabeza y calló.

Su actitud era la del hombre que no teme nada y está seguro de sí mismo.

—¡Qué valiente eres!—dijo Malva—. Me recuerdas al perrito negro de nuestro capataz. Es lo mismo que tú: de lejos, ladra y parece lleno de furia, y cuando uno se acerca a él, huye con el rabo entre las piernas.

—Bueno—gritó Jacobo con una cólera creciente. ¡Espera, que vas a ver cómo soy!

Ella seguía riendo y le miraba a los ojos.

En aquel momento vieron acercarse, tambaleándose, a un hombre alto, fornido, de tez bronceada y cabellos de color de fuego, que le cubrían la cabeza a manera de gorro. Su camisa roja, sólo sujeta a la cintura por el pantalón, estaba desgarrada por detrás hasta cerca del cuello, y para que las mangas no se le cayesen de los brazos, las llevaba subidas hasta los hombros. Su pantalón no era sino una variada colección de agujeros. Iba descalzo. En su rostro, pecoso en extremo, brillaban unos grandes ojos azules, y era un pregón de rebeldía y de insolencia la nariz ancha y arremangada.

Cuando estuvo a unos cuantos pasos de Malva y Jacobo, se detuvo, y, mostrando sus carnes al través de los numerosos agujeros de su ropa, hizo un ruido cómico con la nariz, clavó en ellos una mirada de curiosidad y puso una cara clownesca.

—Ayer, Senechka bebió un poco—dijo, y hoy están sus bolsillos como capazos agujereados. Prestadme veinte copecks; no volveréis a verlos.

Jacobo se echó a reír. Malva se sonrió y se puso a contemplar aquella figura harapienta.

—Bueno; ¿me los dais, o no? Os caso por veinte copecks, si queréis.

—¡Tiene gracia! ¿Eres acaso un pope?

—No; pero en Uglich serví en casa de un pope. ¡Qué imbécil eres! Dame los veinte copecks.

—Si no quiero casarme!—se negó Jacobo.

— Dámelos, sin embargo; no le diré a tu padre que galanteas a su querida—insistió Serechka, lamiéndose los labios secos.

Puedes decirle las mentiras que te dé la gana; no te creerá.

Le mentiré tan bien que habrá de creerme.

Y te pegará como a un perro, muchacho!

—No tengo miedo.

¡Entonces, te pegaré yo!—declaró tranquilamente Serechka, cuyas pupilas se contrajeron.

Jacobo no quería soltar los veinte copecks; pero le habían ya prevenido de que no convenía reñir con Serechka y de que lo mejor era satisfacer sus deseos. No pedía mucho; pero cuando se le negaba, se vengaba con alguna mala pasada durante el trabajo o haciendo uso de sus puños. Jacobo se acordó de tales informes, y, lanzando un suspiro, se llevó la mano al bolsillo.

¡Así me gusta!—le animó Serechka, sentándose a su lado en la arena—. Obedéceme siempre y serás un mozo prudente.

Luego, dirigiéndose a Malva, preguntó:

—¿Y tú? ¿Te casarás pronto conmigo? Despáchate, no tengo tiempo que perder.

Zúrcete los pantalones, y después hablaremos! respondió Malva.

Serechka contempló un momento, con mirada crítica, sus agujeros, y sacudió la cabeza.

Más vale que me des tu refajo!

¡Tendría mucha gracia!—rió Malva.

—No, en serio: ¿no tienes un refajo viejo?

—Mejor sería que te comprases unos pantalones.

Ca! Prefiero gastarme el dinero en la ta—:

berna.

—Te parece mejor?—preguntó riendo Jacobo, con cuatro piezas de cinco, copeks en la mano.

—¡Naturalmente!—repuso Serechka—. El pope me decía que el hombre debía pensar más en su alma que en su cuerpo. Y mi alma pide "vodka", no pantalones. ¡Dame el dinero! Muy bien. Ahora beberé un poco. Pero, de todos modos, le contaré a tu padre...

Cuéntale lo que quieras!—dijo Jacobo guiñando un ojo y mirando a Malva, en cuyo hombro dió un golpecito.

—Y te enterarás de la fuerza de mis puños..cuando yo tenga un poco de tiempo... ¡Quedarás satisfecho, palabra!

—Pero por qué?—preguntó con ansiedad Jacobo.

—Ni yo mismo lo sé... Bueno, Malva, ¿cuándo te casas conmigo?

—Dime antes que vamos a hacer y cómo vamos a vivir... y lo pensaré—contestó seriamente Malva.

Serechka miró al mar, guiñó los ojos, se lamió los labios y dijo:

—No haremos nada... nos pasearemos a través de la tierra.

—¿Y qué comeremos?

—¡Bah!—replicó él haciendo un gesto de desprecio, razonas igual que mi madre: ¿dónde y cómo?¡Qué fastidiosas sois las mujeres! ¿ Acaso sé yo que vamos a comer? Por de pronto, voy a beber...

Se levantó y se fué, acompañado de una extraña sonrisa de Malva y de una mirada hostil del mozo.

—¡Vaya un tipo!—dijo Jacobo, cuando Serechka estaba ya bastante lejos—. En la aldea hace tiempo que le hubieran llamado al orden... Se la hubiera ganado ya, mientras que aquí le tienen miedo...

Malva le miró, y contestó, al través de sus dientes apretados:

—¡Cállate, cerdo! ¿Sabes tú lo que vale ese hombre?

—No tiene mucho que saber: semejantes tipos valen a cinco copeks el paquete, y eso cuando el paquete contiene por lo menos ciento.

—¡Te engañas!—dijo ella con acento burlón—.

Quien no vale nada eres tú, mientras que él..ha recorrido a la ventura toda la tierra y no le teme a nadie.

— Acaso yo le temo a alguien ?—preguntó el mozo, echándoselas de valiente.

Ella no respondió. Miraba pensativa las olas que batían la playa y mecían la pesada barca en el agua. El mástil se balanceaba, y la popa, ya se elevaba, ya se hundía en el agua, produciendo un ruido sonoro y obstinado, como si la barca quisiera desatarse y huir al mar ancho y libre, y estuviera furiosa contra la cuerda que la sujetaba.

—Bueno, por qué no te marchas?—preguntó Malva.

—¿Adónde?

—No querías ir a la ciudad?

—Ya no voy.

—Bueno; ve a ver a tu padre.

—¿Y tú?

—¿Qué ?

—¿Tú no vas?

—No.

55 ¡Entonces, yo no voy tampoco!

—¿Te vas a pasar todo el día conmigo?—preguntó ella con tono tranquilo.

—Te crees que te necesito?—respondió Jacobo ofendido.

Se levantó bruscamente y se fué.

Pero se engañaba al creer que no la necesitaba. A poco de alejarse de ella empezó a aburrirse. Después de la conversación que habían tenido, sentía una vaga malquerencia contra su padre. No la sentía ni la víspera ni aquella mañana, antes de la conversación. Y a la sazón le parecía que su padre le sujetaba, a pesar de estar lejos de allí, en el mar, en aquella estrecha cinta de tierra apenas visible. También le parecía que sujetaba a Malva. Si ella no tuviera miedo. todo sucedería muy de otra suerte entre los dos, y a la sazón no se aburriría echándola de menos, aunque hacía muy pocas horas ni siquiera pensaba en ella.

Vagaba por la costa, mirando sin interés a la gente con quien se cruzaba y hablándole sin gana.

Sentado en el suelo, a la sombra de un tonel vacío, vió a Serechka, que tocaba la balalaika, gesticulaba cómicamente y cantaba.

Le rodeaban hasta veinte hombres, todos los cuales, vestidos de harapos como él, exhalaban, como cuanto les rodeaba, olor a pescado salado.

Cuatro mujeres, feas y sucias, sentadas en la arena cerca del grupo, bebían te, que escanciaban de una gran tetera de hoja de lata, Un trabajador, a pesar de la hora matinal, estaba ya borracho perdido. Se arrastraba por la arena y se caía cada vez que intentaba ponerse en pie. No lejos lloraba una mujer; se oía a distancia la música de un acordeón viejo... y por todas partes brillaba la escama de pescado.

A mediodía, Jacobo encontró un rincón umbroso, entre unos toneles vacíos, se acostó allí y durmió hasta la tarde.

Cuando se despertó, empezó de nuevo a vagar sin un objeto determinado; pero turbado por deseos imprecisos.

Tras de vagar así cerca de dos horas, encontró a Malva a gran distancia de las barracas, a la sombra de unos sauces blancos. Estaba tendida de lado, y tenía en las manos un libro estropeadísimo. Miró a Jacobo sonriendo.

—Pues no te escondes tú poco—dijo el mozo, sentándose junto a ella.

¿Hace mucho tiempo que me buscas?—preguntó Malva con voz firme.

— Pero te buscaba yo quizá?—exclamó Jacobo.

Comprendió de pronto que Malva tenía razón; sin darse cuenta él mismo, había estado buscándola. Lleno de confusión, sacudió la cabeza.

—¿Sabes leer ?—preguntó ella.

—Sí, pero muy mal... Lo he olvidado casi del todo.

—Yo también leo muy mal... Tú aprenderías en la escuela...

—Sí, en la aldea.

—Yo aprendí sola.

—¿De veras?

—Como lo oyes. En Astraján, siendo yo cocinera en casa de un abogado, su hijo me enseñó a leer.

Entonces no aprendiste sola.

Ella le miró y preguntó:

—¿Te gustaría leer libros?

A mí? No; no hay en ellos nada interesante.

—A mí sí me gusta leer... Este libro me lo ha prestado la mujer del capataz.

—Y qué libro es?

—La historia de San Alejo.

Y Malva le contó a Jacobo cómo San Alejo abandonó, muy joven, la casa de sus padres, ricos y nobles, y volvió luego a ella muy pobre, harapiento, quedándose a vivir en el patio, en compañía de los perros, y no dándose a conocer hasta su muerte.

—Por qué haría eso?—pregunto con voz sua ve y expresión pensativa.

—Y yo qué sé?—respondió Jacobo, indiferente.

Estaban rodeados por todas partes de colinas de arena, formadas por el viento y las olas. De lejos, del lado de las barracas, llegaba un confuso rumor. Se ponía el Sol, y la arena reflejaba 3us rayos rosáceos. El claro follaje de los sauces blancos se agitaba apenas al leve soplo del viento marino.

Malva callaba y parecía escuchar algo.

—¿Por qué no has ido hoy allí, a la lengua de tierra?—preguntó Jacobo.

1 —¿Ya ti qué te importa?

El arrancó una hoja y empezó a mordisquearla, mirando con disimulo a la mujer y pensando de qué manera le diría lo que necesitaba decirle.

—Yo, cuando estoy sola—dijo ella suavemente y cuando todo está tranquilo a mi alrededor..., siento gana de llorar... o de cantar; pero no sé canciones bonitas, y llorar... me da vergüenza...

Jacobo oía su voz, armoniosa y acariciadora; pero lo que decía no encontraba eco alguno en su corazón y no hacía sino aumentar la brutalidad de sus deseos.

—Escucha—dijo con voz sorda, acercándose a ella, aunque sin mirarla—. Escucha lo que voy a decirte... Yo soy un muchacho joven...

Y estúpido, estúpido hasta más no poderacabó Malva, con acento de convicción.

—Convengamos en que soy estúpido—dijo Jacobo con enojo, para eso no se necesita ser inteligente. Qué te importa a ti que yo sea estúpido?... Escucha, quieres que tú y yo?...

—No me hables de eso. ¡No quiero!

—¿Qué es lo que no quieres?

—¡Nada!

—No seas bestia.

La cogió suavemente por el hombro.

—Escucha...

Déjame, Jacobo!—dijo ella con severidad y zafándose de su mano—. ¡Déjame!

El mozo se levantó y miró en torno.

¡Bueno; ya que te pones así, vete al diablo! Hay aquí muchas mujeres. ¿Te crees quizá que eres mejor que las demás?

Eres un pipiolo!—dijo Malva tranquilamente, poniéndose en pie y sacudiendo la arena de su ropa.

Y echaron a andar, uno junto a otro. hacia las barracas.

Sus pies se hundían en la arena, y caminaban lentamente.

Jacobo, tan pronto intentaba conseguir de ella, por medio de brutales tentativas de persuasión, que accediese a sus deseos, como le decía, en tono despectivo, que no era allí la única mujer ni valía más que las otras. Ella le respondía riendo, sin alterarse, con palabras mortificantes.

De pronto, cuando se hallaban ya muy cerca de las barracas, el mozo se detuvo y la cogió por el hombro.

¡Te complaces en sacarme de quicio! ¿Qué consigues con eso? ¡Ten cuidado, que te la vas a ganar!

— Déjame en paz!

Malva, zafándose del mozo, se alejó. A su encuentro salió Serechka, de detrás de una barraca.

Sacudiendo su cabellera de color de fuego, dijo con tono amenazador:

— Os habéis divertido juntos? Muy bien!

¡Idos todos al diablo!—exclamó Malva eon cólera.

Jacobo se había detenido ante Serechka y le miraba sombríamente. Se hallaban a diez pasos uno de otro.

Serechka, a su vez, miraba a Jacobo. Luego de estar así, frente a frente, cerca de un minuto, como dos carneros a punto de toparse, se fueron, silenciosos, en direcciones diferentes.

El mar estaba en calma y lo enrojecía el sol poniente.

Sobre las barracas se alzaba un ruido sordo, del que se destacaba con marcado re'ieve una voz de mujer borracha que gritaba histéricamente palabras estúpidas:

"Tagarga, matagargami pequeña Mataña, has demasiado y has recibido palos..." Y aquellas palabras, feas como tarántulas, resohaban en la costa, oliente a sal y a pescado podrido y profanaban la suave música de las olas.

***

Al delicado fulgor de la aurora, el mar dormía, todo en calma, lleno de reflejos nacarinos. Pescadores a medio despertar aún iban y venían por la lengua de tierra, embarcando los aparejos.

Trabajaban aprisa y en silencio. Las redes grises se arrastraban por la arena y trepaban al barco, en cuyo fondo se plegaban.

Serechka, descubierta, según costumbre, la cabeza, y medio desnudo, acuciaba a los pescadores con su bronca voz, de pie en 'a popa, y el viento agitaba los jirones de su camisa y sus cabellos rojos.

¡Vasily! ¡Dónde están los remos verdes?—se oía gritar.

Vasily, sombrio como un día de octubre, plegaba la red en la barca. Serechka miraba su espalda encorvada y se lamía los labios, lo que indicaba su necesidad de beber vodka.

—¿Tienes vodka?—preguntó.

¡Sí!—respondió con voz sorda Vasily.

—Entonces no me voy... Me quedo aquí, junto al cabo de red. ¡Ya está todo!—gritaron.

—¡En marcha, pues!—mandó Serechka bajando de la barca—. Id sin mí... Yo me quedo. Procurad no hundir la red... Sobre todo echadla bien al agua y que no se desgarre.

La barca se deslizó en el agua, los pescadores saltaron a bordo, y cogiendo cada uno sus remos, los levantaron en el aire, prontos a hundirlos en el agua.

—¡ Una!

Los remos cayeron todos a la vez; la barca avanzó rápida por la ancha y brillante superficie del mar.

—¡Dos!—mandó el timonel.

Y los remos volvieron a alzarse, como las patas de una tortuga gigantesca.

—¡Una, dos!...

En la costa, junto al cabo de red, habían quedado cinco hombres: Serechka, Vasily y tres más.

Uno de ellos, tendiéndose en la arena, dijo:

— Se podrá dormir aún un poco!

Los otros dos siguieron su ejemplo, y, a poco, tres hombres vestidos de sucios harapos dormían tendidos en la arena, sobre la que parecían informes envo'torios.

—¿Por qué no viniste el domingo?—preguntó Vasily a Serechka, dirigiéndose con él a su cabaña.

—No pude.

— Estabas borracho?

—No. Estuve vigilando a tu hijo y a su madrastra—dijo traquilamente Serechka.

¡Vaya una preocupación! — comentó, riendo, Vasily. No son niños.

Son algo peor que eso: uno es un bestia, y la otra, una loca.

—¿Está loca Malva?—preguntó Vasi'y con un brillo siniestro en los ojos.

—Sí.

— Desde cuándo ?

—Lo ha estado siempre. Su alma no corresponde a su cuerpo. ¿Comprendes esto, hermano Vasia?

—Lo comprendo: tiene un alma vil.

Serechka le miró de reojo y alzó una exclamación de desprecio.

¡Vil! No comprendéis nada de la vida, destripaterrones estúpidos. En una mujer no buscáis más que una cosa: buenos pechos... Su carácter os tiene sin cuidado. Y, sin embargo, el carácter es el color del ser humano... Una mujer sin carácter es como el pan sin sal o como una "balalaika" sin cuerdas. Un instrumento semejante mal puede recrearnos. ¿Comprendes, imbécil?

Bien se ve que ayer empinaste el codo de firme! dijo Vasily—. ¡Dices unas cosas!

Ardía en deseos de preguntar e dónde y cómo había visto el día anterior a Jacobo y a Malva; pero no se atrevía.

Una vez en la cabaña, le escanció un gran vaso de vodka, esperando que con aquella libación se emborracharía y se lo contaría todo, sin necesidad de preguntas.

Pero Serechka vació el vaso, lanzó un suspiro de satisfacción, y, radiante, se sentó a la puerta de la cabaña, desperezándose y bostezando.

—¡Ese vodka parece fuego!—dijo.

¡Y cómo lo bebes!—exclamó Vasily, pasmado de la rapidez con que se había echado al cuerpo el gran vaso.

—Sí, sé beber—se envaneció el otro sacudiendo la cabeza roja.

Luego, secándose con la mano el bigote, empezó a hablar, con tono doctoral:

¡Sé beber, muchacho! Lo hago todo aprisa y sin rodeos. Tomo siempre el camino recto, sin que me preocupe adónde puede conducirme. Yo sólo sé que no abandonaré la tierra: de eso no cabe duda.

—No querías marcharte al Cáucaso?—preguntó Vasily, desviando suavemente la charla hacia donde quería.

—Me iré cuando quiera. Cuando me lo proponga, una, dos... ¡y en marcha! O hago lo que quiero, o me rompo la cabeza. ¡Es muy sencillo!

—¡Y tan sencillo! ¡Para la falta que te hace la cabeza a ti!

Serechka miró a Vasily irónicamente.

—Tú, en cambio, eres muy isto, ¿verdad?

¿Cuántas veces te han azotado en la aldea,?

Vasily no contestó.

A lo que presumo, bastante. Tenías el talento en las posaderas, y era menester azotarte para encaramártelo a la cabeza. ¿Pero de qué te sirve la cabeza? ¿De qué te sirve el talento? ¡ De nada!

Yo, en cambio, sin necesidad de cabeza, voy siempre camino adelante y me burlo de todo. No te quepa duda de que así adelantaré más que tú.

—¡Claro!—rió quedamente Vasily. Adelantarás mucho y podrás llegar a la Siberia.

—¡Qué miedo!

Y Serechka se echó a reír.

No se emborrachaba, contra lo que esperaba Vasily. E guarda se daba a todos los demonios. No le hacía ninguna gracia tener que ofrecerle otro vaso de vodka, pero estaba seguro de que si no se emborrachaba no soltaría prenda.

Sin embargo, el mismo Serechka acudió en su ayuda.

—¿Por qué no me preguntas nada acerca de Malva?

—¡Me tiene sin cuidado!—dijo con tono indiferente Vasily, que se estremeció, presintiendo una mala noticia.

—Como no vino el domingo... Pregúntame cómo ha pasado estos días. ¿Estás celoso quizá, vejestorio?

No me hagas reír! ¡Hay muchas como ella! —dijo Vasily desdeñoso.

—¿Que hay muchas como ella? ¡Dios mío, qué animales sois los campesinos! Sois de lo más romo...

—¿Por qué defiendes tanto a Malva? ¿Acaso has venido a pedírmela en matrimonio? Se casó conmigo... hace mucho tiempo...

Serechka miró a Vasily atentamente, permaneció un instante en silencio y, apoyando la mano en su hombro, empezó a hablarle con gravedad.

—Ya lo sé. Ya sé que está contigo. Os he dejado, no he querido meterme en nada. ¿Para qué?

Pero, ahora, Jacobito, tu hijo, la persigue con sus galanteos. Dale una buena tunda, si no quieres que se la dé yo. Aunque tonto, no eres mal sujeto. Ten en cuenta que os he dejado a ti y a Malva...

—Ahora caigo: ¿tú también persigues a Malva?—dijo con voz sorda Vasily.

—Si hubiese esperado algo de ella, os hubiera apartado a los dos de mi camino, y asunto concluído. Pero ella no me hace caso.

Entonces, por qué te entrometes en este asunto?—preguntó Vasily lleno de sospechas.

Serechka pareció asombrarse de aquella sencilla pregunta. Miró a Vasily con ojos muy abiertos y se echó a reír.

—¿Por qué? Vaya usted a saber... Es una mujer diferente de las demás... que tiene algo especial... Me gusta... O, tal vez, me da lástima...

Vasily, aunque le miraba con desconfianza, se resistía a creer que Serechka no hablase y riese sinceramente y tuviera algún propósito oculto respecto a Malva. Pero, a pesar de todo, le dijo:

Si fuera una muchacha pura, inocente, se le podría tener lástima; pero, no siéndolo, me parece una tontería.

Serechka guardaba si'encio y miraba la barca, que, a lo lejos, describiendo un gran arco en el mar, volvía la proa hacia) la costa. Su rostro encarnado era todo franqueza, bondad, sencillez.

Vasily, contemplándole, no pudo menos de sentirse él mismo más benigno.

—Tienes razón—dijo—. Es una buena mujer...

Solamente un poco ligera... ¡En cuanto a Jacobo, ya le enseñaré yo a ese granuja!

¡No me choca!—declaró Serechka.

—¡Y galantea a Malva? preguntó Vasily apretando los dientes.

—¿Que si la galantea? ¡Ya verás cómo se mete entre los dos como una cuña!

¡Vamos, hombre! ¡Eso será si yo le dejo!

En 'a lejanía del mar brillaba el fulgor color rosa del alba. El Sol empezaba a emerger del agua dorada. A través del ruido de las olas llegó de la barca un grito apagado:

—¡A la red!

Serechka se 'evantó presuroso y ordenó:

—¡Arriba, hijos míos! ¡Eh, a la red!

Momentos después empezaron flos cinco a sacar del agua el extremo de la red. Una larga cuerda tensa salíá poco a poco, y los pescadores se apresuraban a tirar de ella.

El otro extremo estaba en la barca, que surcaba 'as olas en dirección a la costa. El mástil cortaba el aire al balancearse.

El Sol, resplandeciente y magnífico, se alzaba sobre el mar.

—Si ves a Jacobo, le dices que venga mañana por aquí—le encargó Vasily a Serechka.

Bueno.

La barca llegó a la lengua de tierra. Los pescadores saltaron a la arena y empezaron a tirar de su cabo de red. Ambos grupos de hombres se iban acercando, y los gruesos corchos atados a la red formaban un semicírculo perfecto.

Aquella tarde, anocheciendo, cuando los obreros habían ya comido, Malva, cansada y pensativa, sentada en un bote viejo y volcado, miraba al mar, cubierto de sombras. A lo lejos brillaba una Hama que sabía ella que era el fuego encendido por Vasily. Aislada, como perdida en el mar obscuro, aquella luz, ya brillaba resplandeciente, ya parecía agonizar. La vista de aquel punto rojo, en la soledad del desierto, temblando débilmente entre el ruido continuo e incomprensible de las olas, entristecía a Malva.

—Qué haces aquí?—le oyó de pronto preguntar, detrás de ella, a Serechka.

—A ti qué te importa?—contestó secamente, sin mirarle siquiera.

—Te lo pregunto por pura curiosidad.

El pescador la contempló un instante en silencio, encendió un cigarrillo y se sentó a horcajadas en el bote volcado. Viendo que ella no tenía gana de hablar, le dijo con tono amistoso:

—Tienes mucha gracia: tan pronto huyes de todo el mundo como te cuelgas al cuello de todo el mundo.

—Al tuyo me parece que no—dijo Ma'va con indiferencia.

—Al mío, no; pero sí al de Jacobo.

—Estás celoso, ¿eh?

69 — Quieres que hablemos francamente? —propuso Serechka, dando un golpecito en el hombro de Malva.

—¡Habla!—dijo ella.

Tenía la cabeza vuelta, y Serechka no veía su rostro.

—Di, ¿has dejado a Vasily?

—No sé—respondió Malva tras un corto silencio. Por qué me lo preguntas?

—Por nada..., por pasar el rato.

—Estoy enfadada con él.

—¿Por qué?

—Porque me ha pegado.

— De veras? ¿Ese palurdo? ¿Y tú se lo has permitido?

Serechka estaba asombradísimo. Miraba a Malva de reojo, chasqueando de un modo irónico la lengua.

—Si yo hubiese querido, habría sabido impedírselo—dijo eila con cólera.

—; Entonces?

—No quise.

¡Cuánto quieres a ese viejo canalla!—dijo burlonamente Serechka, envolviendo a Malva en el humo de su cigarrillo—. Mira lo que son las cosas. Yo que creía que tú no eras de esas...

—Yo no os quiero a ninguno—repuso ella, de nuevo indiferente, apartándose de la cara el hume con la mano.

Mentira!

—No tengo por qué mentir.

El acento con que la mujer pronunció estas palabras le hizo comprender a Serechka que, verdaderamente, no tenía por qué mentir.

—Si no le quieres, ¿cómo puedes permitir que te pegue? preguntó Serechka con voz grave.

— Yo qué sé? ¡Déjame en paz!

—Tiene gracia—comentó Serechka, sacudiendo la cabeza.

Ambos permanecieron largo rato en silencio.

Las tinieblas se adensaban. Las nubes viajeras y lentas proyectaban sus sombras sobre el mar. Las olas cantaban.

En la lengua de tierra se había apagado la hoguera de Vasily; pero Malva seguía mirando en aquella dirección; Serechka la miraba a ella obstínadamente.

—Oye—dijo—, ¿tú sabes lo que quieres?

Si lo supiera! —contestó Malva con voz queda y lanzando un suspiro.

—No lo sabes, pues? ¡No lo comprendo!declaró él con convicción—. Yo sé siempre lo que quiero.

Y añadió con una ligera tristeza:

—Lo que me pasa es que casi nunca quiero nada.

—Yo, en cambio, siempre quiero algo—dijo Malva meditabunda—; pero no sé qué. A veces quisiera irme en un bote, mar adentro, muy lejos, muy lejos, y no volver nunca a ver hombres.

Otras veces, por el contrario, quisiera hacer girar en torno mío a todos los hombres, como trompos, y mirarlos riendo. Tan pronto tengo lástima de todo el mundo, y principalmente de mí, como les pegaría a todos y después me daría muerte... Una muerte terrible. Tan pronto me aburro, como estoy loca de contenta. Y los hombres que una conoce parecen de madera...

—Sí, todos están podridos—asintió suavemente Serechka. A quien yo no comprendo es a ti; no eres ni gato, ni pez, ni pájaro, y, sin embargo, hay algo en ti de todo eso... No te pareces a las demás mujeres...

—Eso ya es algo—dijo ella riendo.

Sobre las colinas de arena, a la izquierda, apareció la Luna, iluminando sus rostros y el mar con su luz plateade. Grande y dulce, navegaba lentamente por la bóveda azul del cielo, y su resplandor encantado eclipsaba o hacía palidecer el resplandor de las estrellas.

Malva se sonrió.

Algunas veces, sabes?, pienso... que si se prendiera fuego a las barracas por la noche... se armaría un escándalo...

¡Eres tremenda!—exclamó Serechka con entusiasmo.

Y dándole un golpecito en el hombro, añadió:

—Oye..., voy a proponerte un truco muy divertido. Lo jugaremos juntos, ¿quieres?

—Di—contestó ella interesada.

—A ese Jacobito le tienes medio loco...

Está frenético—dijo Malva riendo.

—Sí, ¡eh!, pues ponle frente a frente con su padre... ¡Tendrá mucha gracia! Reñirán como unos osos... Calienta un poco al viejo... y al joven también. Luego los lanzaremos a uno contra otro... ¿Qué te parece la idea?

Malva volvió hacia el pescador la cabeza y miró fijamente su rostro, cubierto de pecas, que en aquel instante sonreía, y parecía, iluminado por la luna, menos pecoso que a la luz del Sol. No se pintaba en él la cólera, y su sonrisa era benigna y algo picaresca.

¿Por qué no los quieres?

celosapreguntó ella re—Yo? Vasily no es mala persona; pero ese Jacobo es un granuja. Los mujiks, por lo general, me son antipáticos. Todos son unos sinvergüenzas. Siempre están doliéndose de su desamparo, y se les da pan, se les da de todo... Los Consejos Generales hacen cuanto pueden por ellos.

Tienen tierra, ganado... Los conocí a fondo cuando fuí cochero de un médico de aldea... Luego, vagabundeando a través de la tierra, si llegaba a una aldea y pedía pan, me detenían a veces y empezaban a preguntarme: "¿Quién eres? ¿Qué oficio tienes? A ver tu pasaporte?" Con frecuencia me sacudían el polvo, ya porque me tomaban por ladrón de caballerías, ya sin ninguna razón visible... Muchas veces he estado preso en sus puestos de policía... Siempre están quejándose, haciéndose los pobres; pero pueden vivir, porque tienen la tierra, a la que se agarran como lapas, mientras que yo... no tengo nada.

—Acaso tú no eres también mujik?—preguntó Malva, que le había escuchado atentamente.

—¡No, yo no soy del campo!—declaró con cierto orgullo Serechka—. Soy de la ciudad de Uglich.

—Y yo soy de Pavlich—dijo ella pensativa.

—No tengo nadie que me ampare, mientras que los campesinos... tienen bastantes protectores. El zemstvo, por ejemplo.

Y qué es el zemstvo?

Yo qué sé! Es para los mujiks... ¡un amparo, vamos! Pero dejemos eso y hablemos de lo nuestro... ¿Quieres jugarles esa mala partida?...

No sucederá nada grave; lo único que harán será deslomarse uno a otro. Yo te ayudaré. Ya que Vasily te ha pegado, es justo que te vengue su hijo.

—Sí, no estaría mal!—sonrió Malva.

Tú sabes lo que gozarás viendo a la gente deslomarse por ti? Te basta decir algunas palabras..., poner en movimiento la lengua.

Serechka le habló largamente y con énfasis del papel envidiable que le estaba reservado a ella en aquel asunto. Hablaba medio en broma, medio en serio, y estaba él mismo entusiasmado con su proyecto.

—¡Dios mío, si yo fuera una mujer guapa!—exclamó, terminando su perorata—. ¡No dejaría títere con cabeza!

Apretándose fuertemente la suya entre las manos, entornó los ojos y calló.

Cuando se separaron, la Luna estaba ya muy alta.

Sin ellos, la noche se tornó más hermosa aún.

Sólo quedaron allí el mar, solemne e infinito, pláteado por la Luna, y el cielo azul, lleno de estrellas. Había además colinas de arena, matorrales, sauces blancos y dos largas barcazas sucias en la playa, semejantes a enormes ataúdes mal hechos; pero todo aquello era misérrimo junto a la majestad del mar, y las estrellas mismas se diría que lo miraban con desdén.

***

Padre e hijo estaban sentados en la cabaña, uno frente a otro, y bebían vodka. Lo había llevado el hijo para no aburrirse con su padre y para que éste se alegrase. Serechka le había dicho a Jacobo que su padre estaba enfadado con él a causa de Malva, a quien decía que iba a dar una soberana paliza Serechka; además le había dicho que Malva, enterada de la iracundia de su padre, no tenía valor para ceder a sus deseos. Serechka se había burlado malamente de él.

—¡Ya te enseñará tu padre a galantear a su querida! Te va a tirar de las orejas con tal fuerza, que te las va a poner un metro de largas. Procura no to parte con él.

Las chanzas de aquel endemoniado rojo hicleron nacer en el corazón de Jacobo una hostilidad aguda contra su padre. Por otra parte, la actitud de Malva era ambigua: tan pronto le miraba con ojos provocativos conio con ojos melancólicos, y, de esta manera, se le hacía cada día más deseable. También ella le hablaba de su padre a cada momento.

Y Jacobo había ido a casa de su padre, a quien miraba como una piedra interpuesta en su camino, como una piedra que no podía dejarse atrás dando un rodeo ni dando un salto. No sintiendo el menor temor ante él, sostenía audazmente su mirada sombría y hosca, como diciéndole:

—¡Atrévete sólo a tocarme!

Habían vaciado ya dos vasos cada uno; pero no habían hablado aún sino de naderías relativas a su trabajo. Cara a cara, en mitad del mar, ocultaban la có era en sus corazones y sabían que no tardaría en estallar como un incendio.

El viento agitaba las esteras de la cabaña, que hacían un ligero ruido; el trapo rojo de lo alto del palo se agitaba también y murmuraba no se sabe qué. Aquellos ruidos tímidos parecían un susurro 'ejano que preguntaba algo de un modo incoherente e indeciso. Pero las olas sonaban, como siempre, franca, impasiblemente.

— Serechka sigue emborrachándose ?—preguntó con sombrío acento Vasily.

—Sí, todas las noches se acuesta borrachorespondió el hijo, escanciando más vodka.

—Acabará mal... Ahí tienes, la vida libre, el no tener miedo de nada... A ti te pasará lo mismo.

Jacobo respondió 'acónico:

¡No me pasará lo mismo!

—¿Que no?—dijo el padre frunciendo las cejas. No hablo a tontas y a locas. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? Tres meses ya... Lo que debías hacer es volverte a la aldea, y no has ahorrado casi nada para llevarte algún dinero.

Se bebió de un trago, con cólera, el vodka que su hijo le había escanciado, y, asiéndose la barba, se tiró de ella con tal fuerza, que su cabeza se inclinó violentamente sobre su pecho.

En tan poco tiempo no se puede ahorrar gran cosa!—respondió no sin razón Jacobo.

—Pues, entonces, ¿para qué pierdes aquí el tiempo? ¡Vuélvete a casa!

Jacobo se sonrió y no dijo nada..

¡No hagas muecas!—gritó amenazadoramente Vasily, irritado por la tranquilidad de su hijo.

¡No debes reírte cuando tu padre te habla! Ten cuidado, que aún eres una criatura para permitirte esas cosas. ¿No ves que puedo atarte corto?

Jacobo se escanció vodka y vació el vaso.

Aquellas palabras brutales le ofendían; pero se dominaba, no queriendo poner a su padre furioso. Sentía un ligero temor ante su mirada iracunda y severa.

Vasily, al ver que su hijo había bebido solo, sin servirle a él vodka, se enfureció más, aunque se calmó en apariencia.

—Tu padre te manda que vuelvas a casa, y tú te ríes y haces muecas! Yo te enseñaré a obedecer. Pide el sábado que te arreglen la cuenta, y en seguida, a casa. ¿Oyes?

—No me iré—dijo con voz firme Jacobo, todo tembloroso y sacudiendo con obstinación la cabeza.

—¿Cómo?—aulló Vasily.

Apoyando ambas manos en el tonel se levantó:

—Me lo dices a mí, ¿comprendes? Te atreves a revolverte, como un perro, contra tu padre.

No olvides que puedo hacer contigo lo que me parezca. ¿Quizás lo has olvidado?

Sus labios temblaban, su rostro estaba desencajado, las venas de sus sienes parecía que iban a estallar. .

Yo no he olvidado nada—dijo con voz ahogada Jacobo, sin mirar a su padre—. ¿Lo tienes tú todo presente?

—Quién eres tú para meterte en lo que yo hago? ¡Te voy a romper las mue'as!

Levantó la mano sobre la cabeza de su hijo, que se apartó, y, sintiendo una furia salvaje agitar todo su ser, dijo, con los dientes apretados:

—No me toques... No estamos en la aldea.

—¡Calla! En todas partes soy tu padre!

—Aquí no podrás hacer que me azoten en la Alcaldía rural... (1) ¡Aquí no hay Alcaldía!—dijo Jacobo, dirigiéndole a su padre una mirada sarcástica.

Se levantó lentamente a su vez.

(1) Puesto de policía.

Quedaron en pie uno frente a otro. Vasily, con los ojos inyectados en sangre, el cuello alargado hacia delante, apretados los puños, miraba a su hijo, a cuyo rostro llegaban el calor y el olor a vodka de su aliento.

Jacobo, con la cabeza echada un poco atrás, vigilaba atenta y sombríamente los movimientos de su padre, dispuesto a parar los golpes, y aunque tranquilo en apariencia, todo cubierto de sudor. Entre ambos se encontraba el tonel que los servía de mesa.

—¿Crees que no podré azotarte?—preguntó con voz ronca Vasily, encorvándose como un gato que se dispone a dar un salto.

—Aquí todos son iguales. Tú eres obrero, y yo también.

—¿De veras?

¡Vaya! ¿Qué me quieres? ¿Crees que no se me alcanza?... Ante todo debías tú...

Vasily lanzó un aullido, y dió un puñetazo tan rápido, que Jacobo no tuvo tiempo de apartarse. El puño de su padre cayó sobre su cabeza.

Se tambaleó y enseñó los dientes, sin quitar los ojos del rostro bestial de Vasily, que alzaba la mano por segunda vez.

—¡Ten cuidado!—advirtió, apretando los puños.

—¿Cómo? ¿Te atreves a amenazarme?

—Ten cuidado, te digo.

—¡ Cómo! ¿ Amenazas con los puños a tu padre..a tu padre... a tu padre?...

La cabaña era demasiado estrecha. Los pies de ambos tropezaban en los sacos, en el tonel, en un pedazo de madera que había en el suelo.

Parando con los puños los golpes de su padre, Jacobo, pálido, sudoroso, los dientes apretados, la mirada brillante como la de un lobo, retrocedía poco a poco hacia la puerta.

El otro le atacaba, agitando en el aire locamente las manos, ciego de cólera, los cabellos en desorden, erizado todo él como un jabalí furioso.

—¡Déjame! ¡Déjame! ¡Te digo que basta!—decía Jacobo con tono tranquilo y amenazador al mismo tiempo, saliendo de la cabaña.

El padre seguía aullando y atacando; pero sus puños tropezaban con los de su hijo.

—¡Cómo te acaloras!—le excitaba Jacobo, sintiéndose más hábil y no teniéndole ya miedo.

—¡Espera, espera! ¡Yo te enseñaré!...

Pero Jacobo saltó hacia un lado y echó a correr en dirección al mar.

Vasily corrió tras él con la cabeza baja y las manos extendidas, no tardando en dar un tropezón y caer boca abajo. Se levantó al punto, y se arrodilló, apoyando las manos en la arena. La lucha había agotado por completo sus fuerzas. Lanzó un aullido de dolor, de ofensa no vengada y de conciencia de su debilidad.

—¡Maldito seas!—gritó, alargando el cuello hacia Jacobo y escupiendo la espuma de rabia que cubría sus labios temblorosos.

Jacobo, apoyado en el bote, vigilaba atento a su padre, rascándose la cabeza dolorida. Una manga de la camisa se le había desprendido y colgaba de un hilo; el cuello, desgarrado, dejaba al descubierto el blanco pecho, sudoroso, que brillaba al sol como si estuviera engrasado.

Su padre le inspiraba un sentimiento de desprecio: él le suponía más fuerte, y al verle arrodillado en la arena, erizado y lastimoso, amenazándo'e con el puño, se sonreía con la sonrisa condescendiente y ofensiva de un hombre vigoroso ante un adversario débil.

Mal rayo te parta! ¡Te maldigo para siempre!

Vasily gritó su maldición con voz tan sonora, que Jacobo, sin darse cuenta, miró hacia las barracas apenas visibles en la orilla opuesta, como si temiese que se oyera el doloroso grito de impotencia.

Pero allí sólo se veían las olas y el Sol. Jacobo escupió y dijo:

— Grita lo que quieras: el daño será para ti...

Pero ya que has movido todo este jaleo, oye lo que voy a decirte... para acabar de una vez.

— Cállate! ¡Vete! ¡Que no te vea más!—gritó Vasily.

—No volveré a la aldea... Pasaré aquí el invierno decía Jacobo sin hacer caso de los gritos de su padre, aunque no dejando de vigi ar sus movimientos. Estoy aquí mejor... No soy un imbécil para no comprenderlo...; aquí la vida es más fácil... Es uno más libre... En la aldea harías conmigo lo que quisieras; pero aquí...

Con un movimiento brusco, le enseñó la lengua a su padre y se echó a reír.

Vasily, redoblada su furia, se levantó de un salto y, cogiendo una rama, se lanzó hacia su hijo, gritando con voz alterada:

Tratas así a tu padre?... A tu padre?...

¡Espera, canalla! ¡Te voy a matar!

Pero cuando llegó, ciego de cólera, al bote, Jacobo estaba ya lejos. Corría a todo correr, y su manga arrancada se agitaba tras él en el aire.

Vasily lanzó en su dirección la rama, no logrando alcanzarle. Agotado, sin fuerzas, cayó boca abajo en el bote y empezó a arañar la madera, clavados los ojos en su hijo.

El cual, desde lejos, le gritó:

¡Debías tener vergüenza! ¡Tienes ya canas, y te pones de esa manera por una mujer! Lo que es a la aldea yo no. vuelvo, ¿entiendes?, no vuelvo.

Vuelve tú si quieres, tanto más cuanto que ya no tienes nada que hacer aquí.

—¡Cállate!—aulló, ahogando los gritos de su hijo, Vasily. Voy a matarte! Vete! ¡Vete!

Jacobo se alejaba ya riendo.

Vasily le seguía con una mirada fiera y loca.

Poco a poco, Jacobo se tornaba más corto, como si sus piernas se hundiesen en la arena... Luego, pareció hundirse hasta la cintura; después, hasta los hombros; por último, pareció hundirse también su cabeza. Pero, a poco, algo más allá del lugar donde había desaparecido, fueron reapareciendo su cabeza, sus hombros y, al cabo, el resto de su ó cuerpo. Se había tornado más pequeño. Se volvió, miró y gritó no se sabe qué.

— Maldito seas! ¡Maldito seas! ¡Maldito!—respondió Vasily.

El otro hizo un gesto de desprecio, echó a andar otra vez y desapareció de nuevo tras una colina.

Vasily siguió mirando en aquella dirección hasta que sintió dolor en la espalda, que habiéndo se sentado en la arena, donde descansaban sus manos, apoyaba en el bote. Quebrantadísimo, se levantó; el dolor que sentía en los huesos le hizo tambalearse. El cinturón se le había subido hasta cerca de los sobacos; lo desabrochó con sus dedos rígidos, lo miró un momento y lo tiró a la arena; luego se dirigió a la cabaña. Parándose ante un hoyo que encontró a su paso, se acordó de que en aquel sitio se había caído, y pensó que, de no caerse, quizá hubiera podido coger a su hijo. En la cabaña todo estaba patas arriba. Vasily buscó con los ojos la botella de vodka, encontrándola entre los sacos, y la recogió. Estaba bien tapada, y el vodka no se había vertido. El guarda, lentamente, la destapó, se la llevó a la boca e intentó beber; pero el cuello de la botella temblaba entre sus dientes, y el vodka corría por su barba y su pecho.

Tenía la cabeza pesada, el corazón oprimido y dolorida la espalda.

—¡Me voy haciendo viejo!—dijo en alta voz, sentándose en la arena a la entrada de la cabaña.

Ante él se extendía el mar, inmenso, lleno de fuerza y de belleza... Las olas reían, sonoras y alegres, como siempre. Vasily contempló largo rato el agua y se acordó de las palabras ávidas de su hijo.

"¡Si todo eso fuera tierra! ¡Y tierra fértil! ¡Y si se pudiera labrar todo!" Sintió una angustia devoradora. Se frotó fuertemente el pecho, miró alrededor y exhaló un suspiro profundo. Su cabeza se inclinó hacia delante y se encorvó su espalda, como bajo el peso de una grave carga. Tenía un nudo en la garganta, que le ahogaba. Tosió y se persignó, alzando los ojos al cielo. Le asaltaron pensamientos tristes.

Dios le había castigado con la rebelión de su hijo, por haber abandonado, arrastrado por una muchacha, a su mujer, con la que había vivido en trabajo común más de quince años. Sí, Dios le castigaba y él lo merecía.

Su hijo le había infligido una grave injuria, le había herido cruelmente en el corazón y él deseaba matarlo. Y todo, por qué? ¿Por una mujer que llevaba una vida vergonzosa! Había sido un gran pecado amigarse con ella, olvidando a su mujer y a su hijo, y Dios, en su santa cólera, se lo recordaba, se valía de su hijo para aplicarle un justo castigo. Sí, Dios le castigaba.

Vasily, sentado, encorvado, se persignaba y guiñaba los ojos. sacudiendo las lágrimas.

El Sol se hundía ya en el mar. Los fulgores rojos del atardecer se apagaban lentamente en el cielo. De la lejanía silenciosa llegaba un viento cálido que secaba las lágrimas en el rostro de Vasily. Sumido en sus amargas reflexiones de arrepentimiento, el guarda permaneció allí hasta que, ya cerca del amanecer, le rindió el sueño.

Al día siguiente de la riña con su padre, Jacobo, con un grupo de obreros, se fué, en una barca remolcada por un vapor, a una bahía distante treinta verstas, a la pesca del esturión. Volvió cinco días después, solo, en un bote de vela: le habían enviado a buscar víveres.

Llegó hacia el mediodía, cuando los obreros, después de almorzar, descansaban. El calor era insoportable; la arena, caliente, quemaba los pies, en los que, además, punzaban las espinas y la ecama de los pescados. Jacobo caminaba lentamente en dirección a las barracas, y sentía no haberse puesto las botas. No se decidía a volver a la lancha para ponérselas: tenía hambre y quería ver a Malva.

Durante los días aburridos que acababa de pasar en el mar, había pensado en ella con frecuencia. A la sazón ardía en deseos de saber si había visto a su padre y qué le había dicho éste. ¿Acaso le habría pegado? No estaría mal: así se haría más juiciosa. Era demasiado soberbia y difícil.

En torno, todo estaba tranquilo y desierto. Las ventanas de las barracas se hallaban abiertas, y las grandes cajas de madera parecía que también tenían calor. En el despacho del capataz, perdido entre las barracas, gritaba hasta desgañitarse un niño. Detrás de unos toneles se oían unas voces.

Jacobo se dirigió hacia allí: había creído reconocer la voz de Malva. Pero cuando llegó junto a los toneles y miró tras ellos, retrocedió, y, frunciendo las cejas, se detuvo.

A la sombra de los barriles estaba tendido boca arriba, con las manos bajo la cabeza, el rojo Serechka. Junto a él estaban sentados, uno a su derecha y otro a su izquierda, el padre de Jacobo y Malva.

—¿Qué habrá venido a hacer aquí?—se dijo Jacobo, refiriéndose a su padre. Habrá quizás abandonado su puesto tranquilo y trabajará ahora aquí, para estar más cerca de Malva y para impedir en lo posible su trato conmigo? ¡Demonio de viejo! ¡Si la madre se enterase!

No sabía si acercarse o no.

—¿Conque sí ?—dijo Serechka—. ¡Buen viaje, pues! Vuelve a tu aldea a arañar la tierra.

Jacobo se estremeció de alegría y comenzó a guiñar los ojos rápidamente.

—¡Me voy!—dijo su padre.

Entonces Jacobo, haciendo acopio de valor, se adelantó y dijo:

— Salud a la honorable compañía!

Su padre le miró un momento y volvió la cabeza. Malva parecía no acabar de reconocerle.

Serechka declamó con voz grave y solemne:

¡He aquí a nuestro amado hijo Jacobo, que vuelve de países lejanos!

Luego, con su voz ordinaria, añadió:

—Hay que desollarle como a un carnero y utilizar su piel para un tambor.

Malva dejó oír una risita.

—¡Hace calor!—dijo Jacobo, sentándose junto a ellos.

Vasily, como a pesar suyo, le miró otra vez.

—Estoy aquí esperándote toda la mañana, Jacobo. Sabía por el capataz que tenías que venir—dijo.

Jacobo creyó notar su voz más dulce que de costumbre, y su cara también le pareció distinta.

—He venido a buscar víveres—contestó.

Le pidió después a Serechka tabaco para un cigarrillo.

No tengo tabaco para un imbécil como tú! respondió Serechka, en tono de broma, sin moverse.

—¡Me vuelvo a la aldea, Jacobo!—dijo gravemente Vasily, escarbando la arena con la mano.

Y eso por qué?—preguntó Jacobo a su padre, mirándole con ojos cándidos.

—¿Y tú?... ¿Te quedas aquí?

—Sí, me quedo. ¿Qué vamos a hacer los dos en casa?

—Bueno, no digo nada. Como tú quieras. Ya no eres un niño. Pero... no olvides que yo no podré trabajar mucho tiempo... He perdido la costumbre de trabajar la tierra. No debes olvidar que tienes allí a tu madre...

Se notaba que hablaba con gran esfuerzo, como si las palabras salieran con dificultad de su boca.

La mano con que se acariciaba la barba temblaba.

Malva le miraba fija. Serechka tenía un ojo entornado, y con el otro, muy abierto, miraba atentamente a Jacobo, que, aunque estaba alegrísimo, temía manifestarlo y callaba, mirándose los pies.

—No olvides a tu madre, Jacobo... Sólo te tiene a ti—decía Vasily.

—¡Bueno, bueno!—repuso Jacobo contrariado. No la olvido.

—Tanto mejor, pues—se congratuló su padre, mirándole receloso—. Me creo en la obligación de recordártelo.

—Está bien...

Vasily exhaló un profundo suspiro.

Durante algunos largos minutos, los cuatro guardaron silencio. Luego, Malva dijo:

—No tardarán en llamar al trabajo.

¡Bueno; me voy!—declaró Vasily levantándose.

Los otros se levantaron también.

—¡Adiós, Sergio!—dijo Vasily—. Si alguna vez viajas por mi tierra, ven a verme: vivo en la aldea Mazlo, del distrito Nicolo—Likov, en la región de Limbirsk.

—¡Bueno!—contestó Serechka.

Tomó la mano de Vasily y, reteniéndola unos instantes en su ancha zarpa cubierta de pelos rojos, miró sonriendo su rostro triste y grave.

—Todo el mundo conoce Nicolo—Likov—añadió Vasily Es un distrito muy importante... Y mi aldea se encuentra a cuatro verstas de la capital.

—Bueno, bueno... Si el azar me lleva por allí algún día, iré a verte.

—¡Adiós!

—¡Adiós, muchacho!

—¡Adiós, Malva!—dijo Vasily con voz sorda, sin mirarla.

Ella se secó, sin apresurarse, los labios con la manga, y, apoyando las blancas manos en los hombros de Vasily, le besó tres veces, grave y silenciosa, en la boca y en las mejillas.

Vasily, confuso, balbuceó algo ininteligible.

Jacobo bajó la cabeza para ocultar su sonrisa.

Serechka estaba tranquilo, y hasta bostezó ligeramente, mirando al cielo.

—Pasarás calor en el camino—dijo.

—No importa... ¡Bueno, hasta la vista, Jacobo!

—¡Adiós!

Estaban en pie uno frente al otro, sin saber qué hacer. La triste palabra "adiós", pronunciada tantas veces y de un modo tan monótono en aquellos últimos instantes, despertó en el alma de Jacobo un sentimiento de cariño filial; pero no sabía cómo expresarlo: ¿abrazaría a su padre, como había hecho Malva, o le estrecharía la mano, como Serechka? Vasily se sentía ofendido por la indecisión que denotaban la actitud y el rostro de su hijo; además, experimentaba algo como vergüenza ante Jacobo, provocada en él por el recuerdo de la escena de la lengua de tierra' y por los recientes besos de Malva.

No olvides a tu madre, eh?—dijo, al fin, sonriendo cariñoVasily.

—¡Bueno, bueno!—respondió, samente, Jacobo—. No tengas cuidado... yo...

Y sacudió la cabeza.

—No te digo más, pues! Sed felices... que Dios os proteja... No guardéis mal recuerdo de mí...

¡Ah! Sergio: la marmita la he enterrado en la arena, bajo la popa de la lancha verde...

—Para qué quiere la marmita? —preguntó bruscamente Jacobo.

—Ha sido designado para remeplazarme... allí, en la lengua de tierra—explicó Vasily.

Jacobo dirigió una mirada celosa a Serechka y a Malva, y bajó la cabeza para ocultar la alegría que brillaba en sus ojos.

—Adiós, hermanos... me voy...

Vasily saludó y echó a andar. Malva le siguió.

—Te acompañaré un poco.

Serechka se acostó en la arena y cogió de una pierna a Jacobo, que manifestó la intención de seguir a Malva.

—Alto! ¿Adónde vas?

— Déjame!—protestó, haciendo esfuerzos para soltarse, Jacobo.

Pero Serechka le cogió también de la otra pierna.

—Quédate un poco conmigo.

—Déjame, ¡basta de tonterías!

No son tonterías. ¡Siéntate!

Jacobo se sentó, apretando los dientes de rabia.

—¿Qué hay?

—Un poco de paciencia. Calla y déjame reflexionar: después te lo diré.

Ante la mirada amenazadora de sus ojos insolentes, Jacobo acabó por someterse.

Malva y Vasily caminaron algún tiempo en silencio. Ella miraba de reojo la faz del padre de Jacobo, y sus pupilas brillaban de un modo extraño. La expresión de Vasily era sombría. Como sus pies se hundían en la arena, ambos avanzaban lentamente.

—¡Vasia!

—¿Qué?

Vasily miró a Malva; pero volvió al punto la cabeza.

—La riña que he provocado entre ti y Jacobo ha sido intencionada. Podríais vivir aquí tranquilamente sin reñir.

La voz de Malva era serena y monótona; en sus palabras no había ni sombra de arrepentimiento.

—¿Por qué has hecho eso?—preguntó Vasily tras un corto silencio.

—No lo sé...

Malva se encogió de hombros y se sonrió.

¡Está muy mal lo que has hecho!—reprochó él, con voz colérica.

Ella no contestó.

— Vas a pervertir a mi hijo definitivamente!

¡Eres una bruja!... No tienes vergüenza ni temor de Dios... Te das cuenta de lo que haces?

—¿Qué tengo que hacer?—preguntó ella.—Y había en la pregunta una mezcla de angustia y fastidio.

—¿Qué? ¡Dios mío, Dios mío!—exclamó Vasily, sintiendo en su corazón una cólera aguda contra aquella mujer.

Experimentaba un deseo ardiente de pegarla, de tirarla a sus pies y de hundirla en la arena, pateándole la cara y el pecho. Apretó los puños y miró atrás.

Junto a los toneles se veían las figuras de Jacobo y Serechka, que tenían la cara vuelta hacia ellos.

—¡Vete!... ¡Soy capaz de aplastarte!

Se detuvo y le murmuró en pleno rostro fieros juramentos. Sus ojos estaban inyectados en sangre, su barba temblaba, sus manos se tendían instintivamente hacia los cabellos de Malva, que se derramaban por encima de su pañoleta.

Ella le miraba tranquila con sus ojos verdes.

— Debía matarte, cochina ramera! Acabarás mal... Te romperán un día la cabeza.

Ella sonrió de nuevo, guardó silencio un instante y dijo, al cabo, dejando escapar un profundo suspiro:

—Basta... ¡Adiós!

Y volviéndose bruscamente, retrocedió. La acompañaron los aullidos de Vasily, que apretaba los dientes.

Malva se alejaba, procurando poner la planta en las huellas profundas que habían dejado en la arena las botas de Vasily; y cada huella que pisaba la borraba cuidadosamente con el pie. De esta manera fué acercándose, con lentitud, a los toneles.

Serechka le preguntó:

—¡Qué! ¿Le has acompañado?

Ella dijo "sí" con la cabeza y se sentó junto a él. Jacobo la miraba y la sonreía cariñoso, moviendo los labios, como si hablase algo que nadie, salvo él mismo, pudiera oír.

—Su marcha te ha puesto triste?—siguió preguntando Serechka.

A esta pregunta, ella le contestó con otra.

¿Cuándo te vas a la lengua de tierra?

Y señaló con la cabeza el mar.

—Esta tarde.

—Me voy contigo.

—¿De veras? ¡Muy bien! ¡Encantado!

¡Yo también me voy!—declaró decididamente Jacobo.

—¿Y quién te llama a ti?—preguntó Serechka, guiñando un ojo.

En aquel momento se oyó el repiqueteo de la vieja campana llamando al trabajo. Las campanadas volaban una tras otra y morían entre el ruido alegre de las olas.

—¡Esta me llamará!—dijo Jacobo, mirando provocativo a Malva.

—Yo? ¿Para qué te necesito a ti?—se asombró ella.

Oye, Jacobo, hablemos francamente!—dijo con dureza Serechka, poniéndose en pie. Si sigues persiguiéndola con tus galanteos, te romperé las muelas. Y si te atreves a tocarle el pelo de la ropa, te mataré como a una mosca. Un buen golpe en la cabeza, y abandonarás este mundo. ¡Yo tomo siempre el camino recto!

Su rostro, su figura, sus manos musculosas, que se tendían hacia la garganta de Jacobo, sugerían la idea de que para él matar a un hombre era una cosa muy sencilla.

Jacobo retrocedió un paso y balbuceó con voz ahogada:

—Yo... como ella misma...

—Cállate y se acabó! ¿Quién eres tú? ¡Esta tajada es demasiado buena para ti, chucho! Si se te tira un hueso para que lo roas, ya te puedes dar por contento. ¿Has entendido? ¡Y no sigas mirándome así!

Jacobo volvió los ojos a Malva. Ella sostuvo su mirada, llena de una ironía ofensiva, humillante sus pupilas verdes, y se apretó contra Serechkr con tanto cariño, que Jacobo se cubrió de sudor.

Malva y Serechka se marcharon, uno junto a otro. Cuando estaban ya a cierta distancia, ambos se echaron a reír sonoramente. Jacobo hundió el pie derecho en la arena y permaneció un rato como paralizado, la faz roja de cólera, la respiración cortada por la ira. A lo lejos, entre las amarillas e inmóviles olas de arena, distinguía una figurilla humana, a cuya derecha brillaba, bajo el sol, el mar alegre y poderoso, y a cuya izquierda se extendían hasta el horizonte las arenas monótonas, tristes, desiertas. Jacobo contemplaba la figurilla aislada que se veía a lo lejos, y sus ojos, en los que se pintaban la rabia y el asombro, parecían a punto de llorar. Se frotó fuertemente el pecho con ambas manos.

En las barracas el trabajo estaba en su apogeo.

Jacobo oyó la voz melodiosa de Malva, que gritaba con todas sus fuerzas:

—¿Quién ha cogido mi cuchillo?

Las olas sonaban alegres, el sol brillaba, el mar reía...