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El pombero

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El pombero
de Rafael Barrett


Pombero, es decir, espía. Es el hijo de la noche, el merodeador incansable, devorado por una curiosidad terrible. ¿Qué busca? ¿Qué reclama? ¿Algún tesoro por sus abuelos perdidos? ¿Alguna visión de ensueño, desvanecida en su entendimiento brumoso?

Espíritus timoratos se figuran que tiene payé para hacerse invisible, para pasar por el ojo de la llave y acariciar impunemente a las vírgenes dormidas. Pero esto es un error; el poder del pombero no llega a tanto. Huye entre las zarzas con la velocidad de una liebre; los perros no consiguen alcanzarle y cuando gana la espesura del bosque no hay quien lo rastree. Las sombras nocturnas y el vigor de sus piernas le permiten vivir oculto. No es invisible; varias personas le han visto.

Es pequeño, robusto, cobrizo. Marcha en dos pies y corre en cuatro. Los tiene velludos y camina silenciosamente. Su áspera y desgreñada melena le cae sobre los ojos brillantes, llenos de timidez y de malicia. Va desnudo. Si no fuera por su mirada inteligente, se le creería un animal, el animal más parecido al hombre.

Cuando el sol desaparece, abandona él los escondrijos del monte y se arrastra, soñador y horrible, amigo de los sapos y de las estrellas, hacia las luces de los blancos, hacia las ventanas peligrosas junto a las cuales se empina lentamente, para mirar el espectáculo maravilloso y hostil de nuestra civilización y de pronto allí escondido, le asalta la diabólica idea de asustar, de inquietar a los poderosos invasores que le obsesionan y entre los cuales, protegido por los árboles hermanos, se sostiene a fuerza caen, suelta un vago silbido, susurro, gemido, gorjeo. Imita a las aves, los insectos y los reptiles con inaudita perfección. Si no le oyen, repite su rumor, cada vez más alto, hasta que nota que a través de los cristales, las mujeres se callan y escuchan temerosas y balbucean su nombre. Entonces, estremecido de miedo y de alegría, abre la bocaza en una larga carcajada muda...

Si le molestáis, y hacéis de él un enemigo, devastará vuestro jardín y vuestra huerta, robará vuestras gallinas, destrancará vuestro corral para que se disperse vuestra hacienda y desatará vuestros caballos para que se extravíen. Pero lograréis atraer la benevolencia del pombero si dejáis olvidado en su camino ese tabaco brasilero, trenzado, que hace sus delicias. También le gustan los huevos. Guardaos de faltarle. Él os corresponderá obsequiándoos con frutos, extrañas flores y pieles de bestias lindas. Si viajáis de noche y echáis pie a tierra, no os preocupéis de vuestra montura. El pombero la cuidará fielmente.

Su pensamiento fijo, el motivo verdadero de sus misteriosas expediciones, es pisar los pasos a las mujeres encintas, acechar los partos... La ilusión sempiterna, el proyecto magno del pombero es robar un niño blanco recién nacido y hacer de él, para su tribu, un rey invencible que recobre las fecundas llanuras y los magníficos ríos que cayeron en manos de la pálida raza irresistible. El niño blanco criado entre la salvaje maleza, crecerá, salvará a los humildes expoliados; hará justicia, mesías de los negros. Mas lo que el pombero ignora, pequeño monstruo errante, fantasma de sus propias ruinas, es que también los blancos, desposeídos de su trozo de naturaleza, sufren como él y como él esperan el mesías prometido.



Publicado en "Rojo y Azul", diciembre de 1907.