Ir al contenido

El conde de Montecristo: 4-04

De Wikisource, la biblioteca libre.
El conde de Montecristo
Cuarta parte: El mayor Cavalcanti
Capítulo 4

de Alejandro Dumas
Capítulo cuarto
Los fantasmas

Examinada por fuera y a simple vista la casa de Auteuil, nada tenía de espléndida, nada de lo que se debía esperar de una morada destinada al conde de Montecristo; pero esta sencillez dependía de la voluntad de su dueño, que había mandado no variasen el exterior; mas apenas se abría la puerta, presentaba un espectáculo diferente.

El señor Bertuccio estuvo muy acertado en la elección y gusto de los muebles y adornos y en la rapidez de la ejecución; así como en otro tiempo el duque de Antin había hecho que derribasen en una noche una alameda que incomodaba a Luis XIV, el señor Bertuccio había hecho construir en tres días un patio completamente descubierto, y hermosos álamos y sicómoros daban sombra a la fachada principal de la casa, delante de la cual, en lugar de un enlosado medio oculto entre la hierba, se extendía una alfombra de musgo, que había sido plantado aquella misma mañana, y sobre el cual brillaban aún las gotas de agua con que había sido regado. Por otra parte, las órdenes habían partido del conde, que entregó a Bertuccio un plano indicando el número y lugar en que los árboles debían ser plantados, la forma y el espacio de musgo que debía suceder al enlosado.

En fin, la casa estaba desconocida. El mayordomo hubiera deseado que se hicieran algunas transformaciones en el jardín, pero el conde se opuso a ello, y prohibió que se tocase siquiera una hoja. Mas Bertuccio se desquitó, llenando de flores y adornos las antesalas, las escaleras y chimeneas.

Todo anunciaba la extraordinaria habilidad del mayordomo, la profunda ciencia de su amo, el uno para servir, el otro para hacerse servir: esta casa desierta después de veinte años, tan sombría y tan triste aun dos días antes, impregnada de ese olor desagradable que se puede llamar olor de tiempo, habíase transformado en un solo día. Al entrar en ella el conde, tenía al alcance de su mano sus libros y sus armas; a su vista, sus cuadros preferidos; en las antesalas, los perros, cuyas caricias le eran agradables, los pájaros que le divertían con sus cantos; toda esta casa, en fin, despertada de un largo sueño, vivía, cantaba, parecida a esas casas que hemos amado por mucho tiempo, y en las que dejamos una parte de nuestra alma si por desgracia las abandonamos.

Los criados iban y venían por el patio, todos contentos y alegres; los unos encargados de las cocinas y caminando por aquellas escaleras y corredores como si hiciese algún tiempo que los habitaban: otros se dirigían a las caballerizas, donde los caballos relinchaban respondiendo a los palafreneros, que les hablaban con más respeto del que tienen muchos criados para con sus amos.

La biblioteca estaba dispuesta en dos cuerpos, en los dos lados de la pared, y contenía dos mil volúmenes; una sección estaba destinada a las novelas modernas, y la que había acabado de publicarse el día anterior, la tenía ya en su estante encuadernada en tafilete encarnado y oro.

En otro lugar estaba el invernadero, lleno de plantas raras y flores que se abrigaban en grandes macetas del Japón, y en medio del invernadero, maravilla a la vez agradable a la vista y al olfato, un billar que parecía haber sido abandonado dos horas antes por los jugadores.

Una sola habitación había sido respetada por el signor Bertuccio. Delante de este cuarto, situado en el ángulo izquierdo del piso principal, al cual podía subirse por la escalera principal y salir por una escalerilla falsa, los criados pasaban con curiosidad, y Bertuccio con terror.

El conde llegó a las cinco en punto, seguido de Alí, delante de la casa de Auteuil. Bertuccio esperaba esta llegada con una impaciencia mezclada de inquietud. Ansiaba alguna alabanza y temía un fruncimiento de cejas. Montecristo descendió al patio, recorrió toda la casa y dio la vuelta al jardín, silencioso y sin dar la menor señal de aprobación o de disgusto.

Pero al entrar en su alcoba, situada en el lado opuesto a la pieza cerrada, extendió la mano hacia el cajón de una preciosa mesita de madera de rosa.

-Esto no puede servir más que para guardar guantes -dijo.

-En efecto, excelencia -respondió Bertuccio encantado-, abridlo y los hallaréis.

En los otros muebles el conde halló lo que deseaba; frascos de todos los tamaños y con toda clase de aguas de olor, cigarros y joyas...

-¡Bien, bien... ! -dijo.

Y el señor Bertuccio se retiró contentísimo de que su amo lo hubiese quedado de los muebles y de la casa.

A las seis en punto se oyeron las pisadas de un caballo delante de la puerta principal: era nuestro capitán de spahis conducido por Medeah.

Montecristo lo esperaba en la escalera con la sonrisa en los labios.

-Estoy seguro de que soy el primero -le gritó Morrel-; lo he hecho a propósito para poder estar un momento a solas con vos antes de que llegue nadie. Julia y Manuel me han dado mil recuerdos. ¡Ah!, ¿sabéis que esto es estupendo? Decidme, ¿me cuidarán bien el caballo vuestros criados?

-Tranquilizaos, mi querido Maximiliano; entienden de eso.

-Precisa de mucho cuidado. ¡Si supieseis qué paso ha traído!, ¡ni un huracán...!

-¡Diablo!, ya lo creo, ¡un caballo de cinco mil francos! -dijo Montecristo con el mismo tono con que un padre podría hablar a su hijo.

-¿Lo sentís? -dijo Morrel con su franca sonrisa.

-¡Dios me libre...! -respondió el conde-. No; sentiría que el caballo no fuese bueno.

-Es tan estupendo, mi querido conde, que el señor de Chateau Renaud, el hombre más inteligente de Francia, y el señor Debray, que monta los mejores caballos, vienen corriendo en pos de mí en este momento, y han quedado un poco atrás, como veis; van acompañando a la baronesa, cuyos caballos van a un trote con el que podrían andar seis leguas en una hora...

-Entonces pronto deberán llegar -repuso Montecristo.

-Mirad, ahí los tenéis.

En efecto, en el mismo instante, un cupé arrastrado por dos soberbios caballos de tiro, llegó delante de la reja de la casa, que se abrió al punto. El cupé describió un círculo, y paróse delante de la escalera, seguido de dos jinetes.

Debray echó pie a tierra en un segundo, y se plantó al lado de la portezuela. Ofreció su mano a la baronesa, que le hizo al bajar un gesto imperceptible para todos, excepto para Montecristo.

Pero el conde no perdía ningún detalle, y al mismo tiempo que el gesto, vio relucir un billetito blanco tan imperceptible como el gesto, y que pasó con un disimulo que indicaba la costumbre de esta maniobra, de las manos de la señora Danglars a las del secretario del ministro.

Detrás de su mujer bajó el banquero, pálido como si hubiese salido del sepulcro en lugar de salir de su carruaje.

La señora Danglars lanzó en derredor de sí una mirada rápida e investigadora que sólo Montecristo pudo comprender y con la que abarcó el patio, el peristilo, la fachada de la casa; pero, conteniendo una emoción que se pintó ligeramente en su semblante, subió la escalera diciendo a Morrel:

-Caballero, si fueseis del número de mis amigos, os preguntaría si vendéis vuestro caballo.

Morrel se sonrió, mirando al conde, como suplicándole que le sacase del apuro en que se hallaba.

Montecristo le comprendió.

-¡Ah!, señora -respondió-, ¿por qué no se dirige a mí esa pregunta?

-Con vos, caballero, no se puede desear nada, porque está una segura de obtenerlo todo; por eso era al señor Morrel...

-Por desgracia -repuso el conde-, yo soy testigo de que el señor Morrel no puede ceder su caballo, pues está comprometido su honor en conservarlo.

-¿Pues cómo?

-Ha apostado que domaría a Medeah en el espacio de seis meses. Ahora, baronesa, podréis comprender que si se deshiciese de él antes del término fijado por la apuesta, no solamente la perdería, sino que se diría que tiene miedo; y un capitán de spahis, aun por complacer al capricho de una hermosa mujer, lo que en mi concepto es una de las cosas más sagradas de este mundo, no puede dejar que cunda semejante rumor.

-Ya lo veis, señora... -dijo Morrel dirigiendo a Montecristo una sonrisa de agradecimiento.

-Creo -dijo Danglars con un tono de zumba mal disimulado por su grosera sonrisa- que tenéis bastantes caballos como ése.

La señora Danglars no solía dejar pasar semejantes ataques sin responder a ellos, y, sin embargo, con gran asombro de los jóvenes hizo como que no había oído, y no respondió.

Montecristo se sonrió al ver este silencio que denunciaba una humildad inusitada, mostrando a la baronesa dos inmensos jarrones de porcelana de China, sobre los cuales serpenteaban vegetaciones marinas de un cuerpo y de un trabajo tales, que sólo la naturaleza puede poseer estas riquezas.

La baronesa estaba asombrada.

-¡Oh!, qué hermoso es eso -dijo-; ¿y cómo se han podido conseguir tales maravillas?

-¡Ah, señora! -dijo Montecristo-, no me preguntéis eso; es un trabajo de otros tiempos, es una especie de obra de los genios de la tierra y del mar.

-¿Cómo? ¿Y de qué época data eso?

-Lo ignoro: he oído decir solamente que un emperador de la China había mandado construir expresamente un horno, donde hizo cocer doce jarros semejantes a éste; dos se rompieron, los otros diez los bajaron al fondo del mar. El mar, que sabía lo que querían de él, arrojó sobre ellos sus plantas, torció sus corales e incrustó sus conchas; todo quedó olvidado por espacio de doscientos años, porque una revolución acabó con el emperador que quiso hacer esta prueba, y no dejó más que el proceso verbal que hacía constar la fabricación de los jarrones y el descenso al fondo del mar. Al cabo de doscientos años encontraron este proceso verbal y se pensó en sacar los jarrones. Unos buzos, con máquinas a propósito, fueron destinados al efecto y les indicaron el sitio donde habían sido arrojados. Pero de diez que eran no se hallaron más que tres, pues los demás fueron dispersados y destruidos por las olas. Yo aprecio infinitamente estos jarrones, en el fondo de los cuales me figuro a veces que monstruos deformes, horribles, misteriosos y semejantes a los que ven los buzos, han fijado con asombro su mirada apagada y fría, y en los que han dormido los pequeños peces que se refugiaron en ellos para huir del furor de sus enemigos.

Todo este tiempo Danglars, poco amante de curiosidades, arrancaba maquinalmente, y una tras otra, las flores de un magnífico naranjo; así que hubo acabado con él se dirigió a un cactus; pero entonces el cactus, de un carácter menos dócil que el naranjo, le picó encarnizadamente.

Entonces se estremeció y se frotó los ojos como si saliese de un sueño.

-Caballero -le dijo Montecristo sonriendo-, a vos que sois amante de cuadros y que tenéis obras tan valiosas, no os recomiendo los míos. Sin embargo, aquí tenéis dos Hobbema, un Paul Potter, un Mengs, dos Gerardo Dou, un Rafael, un Van-Dyk, un Zurbarán y dos o tres Murillos dignos de seros presentados.

-¡Oh! -dijo Debray-, aquí hay un Hobbema que yo conozco.

-¡Ah! ¿De veras?

-Sí, fueron a proponerlo al Museo para que lo adquiriese.

-No tiene ninguno, según creo -dijo Montecristo.

-No, y sin embargo no quiso comprar éste.

-¿Por qué? -preguntó Chateau-Renaud.

-¿Por qué había de ser...? Porque el gobierno no es bastante rico para efectuar gastos de ese género...

-¡Ah!, perdonad -dijo Chateau-Renaud-, siempre estoy oyendo decir eso..., y jamás he podido acostumbrarme...

-Ya os acostumbraréis -dijo Debray.

-No lo creo -repuso Chateau-Renaud.

-El mayor Bartolomé Cavalcanti... El señor conde Andrés Cavalcanti -anunció Bautista.

Con una corbata de raso negro acabada de salir de manos del fabricante, unos bigotes canos, una mirada tranquila, un traje de mayor adornado con tres placas y con cinco cruces, en fin, con el atuendo completo de un antiguo soldado, se presentó Bartolomé Cavalcanti, el tierno padre a quien ya conocemos.

A su lado, luciendo un traje nuevo, se hallaba, con la sonrisa en los labios, el conde Andrés Cavalcanti, el respetuoso hijo que ya conocen también nuestros lectores.

Los tres jóvenes hablaban juntos; sus miradas se dirigieron del padre al hijo, y se detuvieron naturalmente más tiempo sobre este último, a quien examinaron detenidamente.

-¡Cavalcanti! -exclamó Debray.

-Bonito nombre -dijo Morrel.

-Sí -dijo Chateau-Renaud-, es verdad; estos italianos tienen unos nombres bellos; pero visten tan mal.

-¡Oh!, sois muy severo, Chateau-Renaud -repuso Debray-; esos trajes están hechos por uno de los mejores sastres, y están perfectamente nuevos.

-Eso es precisamente lo que me desagrada. Este caballero parece que se viste por primera vez.

-¿Quiénes son esos señores? -preguntó Danglars al conde de Montecristo.

-Ya lo habéis oído; los Cavalcanti.

-Eso no me revela más que su nombre.

-¡Ah!, es verdad, vos no estáis al corriente de nuestras noblezas de Italia; quien dice Cavalcanti, dice raza de príncipes.

-¿Buena fortuna? -inquirió el banquero.

-Fabulosa.

-¿Qué hacen?

-Procuran comérsela sin poder acabar con ella. Por otra parte, tienen créditos sobre vos, según me han dicho, cuando vinieron a verme anteayer. Yo mismo los invité a que fuesen a veros. Os los presentaré.

-Creo que hablan el francés con bastante pureza -dijo Danglars.

-El hijo ha sido educado en un colegio del Mediodía, en Marsella o en sus alrededores, según creo. Le encontraréis entusiasmado...

-¿Con qué? -inquirió la baronesa.

-Con las francesas, señora. Quiere absolutamente casarse en París.

-¡Me gusta la idea! -dijo Danglars encogiéndose de hombros.

La señora Danglars miró a su marido con una expresión que, en cualquier otro momento, hubiera presagiado una tempestad; pero se calló por segunda vez.

-El barón parece hoy muy taciturno -dijo Montecristo a la señora Danglars-; ¿quieren hacerlo ministro tal vez?

-No, que yo sepa. Creo más bien que habrá jugado a la bolsa, que habrá perdido, y no sabe con quién desfogar su malhumor.

-¡Los señores de Villefort! -gritó Bautista.

Las dos personas anunciadas entraron; el señor de Villefort, a pesar de su dominio sobre sí mismo, estaba visiblemente conmovido. Al tocar su mano Montecristo notó que temblaba.

-Decididamente sólo las mujeres saben disimular -dijo Montecristo mirando a la señora Danglars que dirigía una sonrisa al procurador del rey.

Tras los primeros saludos, el conde vio a Bertuccio, ocupado en arreglar los muebles de un saloncito contiguo a aquel en que se encontraban, y se dirigió a él.

-Su excelencia no me ha indicado el número de convidados.

-¡Ah!, es cierto.

-¿Cuántos cubiertos?

-Contadlos vos mismo.

-¿Han venido todos, excelencia?

-Sí.

Bertuccio miró a través de la puerta entreabierta.

Montecristo le observaba atentamente.

-¡Ah! ¡Dios mío! -exclamó Bertuccio.

-¿Qué ocurre? -preguntó el conde.

-¡Esa mujer...!, ¡esa mujer...!

-¿Cuál?

-¡La que lleva un vestido blanco y tantos diamantes...!, ¡la rubia...!

-¿La señora Danglars?

-Ignoro cómo se llama. ¡Pero es ella...! ¡Señor, es ella...!

-¿Quién es ella...?

-¡La mujer del jardín...!, ¡la que estaba encinta...!, la que se paseaba esperando... esperando...

Bertuccio quedóse boquiabierto, pálido y con los cabellos erizados.

-Esperando, ¿a quién?

Bertuccio, sin responder, mostró a Villefort con el dedo, casi con el mismo ademán con que Macbeth mostró a Banco.

-¡Oh...!, ¡oh...! -murmuró al fin-; ¿no veis...?

-¿El qué...? ¿A quién...?

-¡A él...!

-¡A él...!, ¿al señor procurador del rey, Villefort...? Sin duda alguna le veo.

-Pero no le maté... ¡Dios mío!

-¡Diantre...!, yo creo que os vais a volver loco, señor Bertuccio -dijo el conde.

-¡Pero no murió...!

-No murió puesto que se encuentra delante de vos; en lugar de herirle entre la sexta y la séptima costilla izquierda, como suelen hacer vuestros compatriotas, errasteis el golpe y heriríais un poco más arriba o más abajo; o no será verdad nada de lo que me habéis contado; habrá sido un sueño de vuestra imaginación; os habríais quedado dormido y delirabais en aquel momento. ¡Ea!, recobrad vuestra calma y contad: el señor y la señora de Villefort, dos; el señor y la señora Danglars, cuatro; el señor de Chateau-Renaud, el señor Debray y el señor Morrel, siete; el señor mayor Bartolomé Cavalcanti, ocho.

-¡Ocho...! -repitió Bertuccio con voz sorda.

-¡Esperad...!, ¡esperad...!, ¡qué prisa tenéis por marcharos...!, ¡qué diablo...!, olvidáis a uno de mis convidados. Mirad hacia la izquierda..., allí..., el señor Andrés Cavalcanti, aquel joven vestido de negro que mira la Virgen de Murillo, que se vuelve.

Pero esta vez, Bertuccio no pudo contenerse y empezó a articular un grito que la mirada de Montecristo apagó en sus labios.

-¡Benedetto...! -murmuró con voz sorda-; ¡fatalidad!

-Las seis y media están dando en este momento, señor Bertuccio -dijo severamente el conde-; ésta es la hora en que os di la orden de sentaros a la mesa, y sabéis que no me gusta esperar.

Y el conde entró en el salón donde le esperaban sus convidados, mientras que Bertuccio se dirigía hacia el comedor apoyándose en las paredes.

Cinco minutos más tarde, las dos puertas del salón se abrieron. Bertuccio se presentó en ella, y haciendo como Vatel en Chantilly el último y heroico esfuerzo:

-El señor conde está servido -dijo.

Montecristo ofreció el brazo a la señora de Villefort.

-Señor de Villefort -dijo-, conducid a la señora Danglars al salón, os lo ruego.

Así lo hizo Villefort, y todos pasaron al salón.

Era evidente que al entrar, un mismo sentimiento animaba a todos los convidados, que se preguntaban qué extraña influencia los había conducido a aquella casa; sin embargo, a pesar de lo asombrados que estaban la mayor parte de ellos, hubieran sentido muy de veras no haber asistido a aquel banquete.

Y a pesar de lo reciente de las relaciones, la posición excéntrica y aislada del conde, la fortuna desconocida y casi fabulosa obligaban a los caballeros a estar circunspectos, y a las damas a no entrar en aquella casa donde no había señoras para recibirlas: hombres y mujeres habían vencido los unos la circunspección, las otras las leyes de la etiqueta, y la curiosidad los impelía a todos hacia un mismo punto.

Asimismo Cavalcanti, padre e hijo, estaban preocupados, el uno con toda su gravedad, y el otro con toda su desenvoltura.

La señora Danglars había hecho un movimiento al ver acercarse a ella al señor de Villefort, ofreciéndole el brazo; sintió turbarse su mirada bajo sus lentes de oro al apoyarse en él la baronesa.

Ninguno de estos movimientos pasó inadvertido al conde, y este simple contacto, entre los invitados, ofrecía un gran interés para el observador de esta escena.

El señor Villefort tenía a su derecha a la señora Danglars, y a Morrel a su izquierda.

El conde se hallaba sentado entre la señora de Villefort y Danglars.

Los otros espacios estaban ocupados por Debray sentado entre los Cavalcanti, y por Chateau-Renaud, entre la señora de Villefort y Morrel.

La comida fue magnífica; Montecristo había procurado completamente destruir la simetría parisiense y satisfacer más la curiosidad que el apetito de sus convidados.

Todas las frutas que las cuatro partes del mundo pueden derramar intactas y sabrosas en el cuerno de la abundancia de Europa estaban amontonadas en pirámides en jarros de la China y en copas del Japón.

Las aves exóticas con la parte más brillante de su plumaje, los pescados monstruosos tendidos sobre fuentes de plata; todos los vinos del Archipiélago y del Asia Menor, encerrados en botellas de formas raras, y cuya vista parecía aumentar su sabor, desfilaron, como una de aquellas revistas que Apicio pasaba con sus invitados, por delante de aquellos parisienses que comprendían que se pudiesen gastar mil luises en una comida de diez personas, si a ejemplo de Cleopatra bebían perlas disueltas, o como Lorenzo de Médicis, oro derretido.

Montecristo vio el asombro general, y empezó a reír y a burlarse en voz alta.

Dijo:

-Señores, todos vosotros convendréis, sin duda, en que habiendo llegado a cierto grado de fortuna, nada es más necesario que lo superfluo, así como convendrán estas damas en que llegando a cierto grado de exaltación, ya nada hay más positivo que lo ideal. Ahora bien, prosiguiendo este raciocinio, ¿qué es la maravilla?: lo que no comprendemos. ¿Qué es un bien verdaderamente deseado...?, el que no podemos tener. Pues ver cosas que no puedo comprender, procurarme cosas imposibles de tener, tal es el estudio de toda mi vida. Voy llegando a él por dos medios: el dinero y la voluntad. Yo me empeño en mi capricho, por ejemplo, con la misma perseverancia que vos ponéis, señor Danglars, en crear una línea de ferrocarril; vos, señor de Villefort, en hacer condenar a un hombre a muerte; vos, señor de Debray, en apaciguar un reino; vos, señor de Chateau-Renaud, en agradar a una mujer, y vos, Morrel, en domar un potro que nadie puede montar; así, pues, por ejemplo, mirad estos dos pescados nacidos el uno a cincuenta leguas de San Petersburgo, y el otro a cinco leguas de Nápoles, ¿no resulta en extremo agradable el verlos reunidos aquí?

-¿Qué clase de pescados son? -preguntó Danglars.

-Aquí tenéis a Chateau-Renaud, que ha vivido en Rusia; él os dirá el nombre de uno -respondió Montecristo-; y el mayor Cavalcanti, que es italiano, os dirá el del otro.

-Este -dijo Chateau-Renaud- creo que es un esturión.

-Perfectamente.

-Y éste -dijo Cavalcanti- es, si no me engaño, una lamprea.

-Exacto. Ahora, señor Danglars, preguntad a esos dos señores dónde se pescan uno y otro.

-¡Oh! -dijo Chateau-Renaud-, los esturiones se pescan solamente en el Volga.

-¡Oh! -dijo Cavalcanti-, sólo en el lago Fusaro es donde se pescan lampreas de ese tamaño.

-¡Imposible! -exclamaron a un mismo tiempo todos los invitados.

-¡Pues bien!, eso precisamente es lo que me divierte -dijo Montecristo-. Yo soy como Nerón, cupitor impossibilium; y por eso mismo, esta carne, que tal vez no valga la mitad que la del salmón, os parecerá ahora deliciosa, porque no podíais procurárosla en vuestra imaginación, y sin embargo la tenéis aquí.

-¿Pero cómo han podido transportar esos dos pescados a París?

-¡Oh! ¡Dios mío...!, nada más sencillo; los han traído cada uno en un gran tonel, rodeado uno de matorrales y algas de río, y el otro de plantas de lago; se les puso por tapadera una rejilla, y han vivido así, el esturión doce días y la lamprea ocho, y todos vivían perfectamente cuando mi cocinero se apoderó de ellos para aderezarlos como lo veis. ¿No lo creéis, señor Danglars?

-Mucho lo dudo al menos -respondió sonriéndose.

-Bautista -dijo Montecristo-, haced que traigan el otro esturión y la otra lamprea, ya sabéis, los que vinieron en otros toneles y que viven aún.

Danglars se quedó admirado; todos los demás aplaudieron con frenesí.

Cuatro criados presentaron dos toneles rodeados de plantas marinas, en los cuales coleaban dos pescados parecidos a los que se habían servido en la mesa.

-¿Y por qué habéis traído dos de cada especie...? -preguntó Danglars.

-Porque uno podía morirse -respondió sencillamente Montecristo .

-Sois un hombre maravilloso -dijo Danglars-. Bien dicen los filósofos, no hay nada como tener una buena fortuna.

-Y sobre todo tener ideas -dijo la señora Danglars.

-¡Oh!, no me hagáis ese honor, señora; los romanos hacían esto con mucha frecuencia, y Plinio cuenta que enviaban de Ostia a Roma, con esclavos que los llevaban sobre sus cabezas, pescados de la especie que ellos llaman mulas, y que según la pintura que hacen de él es probablemente la dorada. También constituía un lujo tenerlos vivos, y un espectáculo muy divertido el verlos morir, porque en la agonía cambiaban tres o cuatro veces de color, y como un arco iris que se evapora, pasaban por todos los colores del prisma, después de lo cual los enviaban a las cocinas. Su agonía tenía también su mérito. Si no los veían vivos, les despreciaban muertos.

-Sí -dijo Debray-; pero de Ostia a Roma no hay más de seis o siete leguas.

-¡Ah!, ¡es cierto! -dijo Montecristo-; pero ¿en qué consistiría el mérito si mil ochocientos años después de Lúculo no se hubiera adelantado nada...?

Los dos Cavalcanti estaban estupefactos; pero no pronunciaban una sola palabra.

-Todo es admirable -dijo Chateau-Renaud-; sin embargo, lo que más me admira es la prontitud con que sois servido. ¿Es verdad, señor conde, que esta casa la habéis comprado hace cinco días?

-A fe mía, todo lo más -respondió Montecristo.

-¡Pues bien...!, estoy seguro de que en ocho ha experimentado una transformación completa; porque, si no me engaño, tenía otra entrada, y el patio estaba empedrado y vacío, al paso que hoy está convertido en un magnífico jardín, con árboles que parecen tener cien años a lo menos.

-¿Qué queréis...?, me gusta el follaje y la sombra -dijo Montecristo.

-En efecto -dijo la señora de Villefort-, antes se entraba por una puerta que daba al camino, y el día en que me libertasteis tan milagrosamente, me hicisteis entrar por ella a la casa.

-Sí, señora -dijo Montecristo-; pero después he preferido una entrada que me permitiese ver el bosque de Bolonia a través de mi reja.

-En cuatro días -dijo Morrel-, ¡qué prodigio... !

-En efecto -dijo Chateau-Renaud-, de una casa vieja hacer una nueva, es milagroso; porque la casa estaba muy vieja y era muy triste. Recuerdo que mi madre me encargó que la viese cuando el señor de Saint-Merán la puso en venta hará dos o tres años.

-El señor de Saint-Merán -dijo la señora de Villefort-; ¿pero esta casa pertenecía al señor de Saint-Merán antes de haberla comprado vos?

-Así parece -respondió Montecristo.

-¡Cómo que así parece...! ¿No sabéis a quién habéis comprado esta casa?

-No, a fe mía: mi mayordomo es quien se ocupa de todos estos pormenores.

-Al menos hace diez años que no se habitaba -dijo Chateau-Renaud-, y era una lástima verla con sus persianas, sus puertas cerradas, y todo el patio lleno de hierba. En verdad que si no hubiese pertenecido al suegro del procurador del rey, la hubieran podido tomar por una de esas malditas casas donde ha sido cometido algún nefasto crimen.

Villefort, que hasta entonces no había tocado los tres o cuatro vasos llenos de vinos extraordinarios, colocados delante de él, tomó uno maquinalmente y lo apuró de una vez.

Montecristo dejó pasar un instante; después, en medio del silencio que había seguido a las palabras de Chateau-Renaud:

-Es extraño -dijo-, señor barón; pero la misma idea me asaltó en cuanto entré en está casa, y me pareció tan lúgubre, que jamás la hubiera comprado si mi mayordomo no lo hubiese hecho por mí. Probablemente el pícaro habría recibido algún regalillo.

-Es probable -murmuró Villefort esforzándose en sonreír-; pero creed que yo no pienso del mismo modo que vos. El señor de Saint-Merán ha querido que se vendiese esta casa, que formaba parte del dote de mi hija, porque si seguía tres o cuatro años más se hubiera arruinado...

Esta vez fue Morrel quien palideció.

-Había una alcoba sobre todo -prosiguió Montecristo-, ¡ah, Dios mío...!, muy sencilla en la apariencia, una alcoba como todas las demás, forrada de damasco encarnado, que me ha parecido, no sé por qué, dramática en extremo.

-¿Por qué? -preguntó Debray-, ¿por qué decís que era dramática?

-¿Puede uno acaso darse cuenta de las cosas instintivas? -dijo Montecristo-; ¿no hay sitios donde parece que se respira tristeza? ¡Por qué!, yo no sé: por una cadena de recuerdos; por un capricho del pensamiento que os transporta a otros tiempos, a otros sitios que aquellos en que nos hallamos; en fin, esta alcoba me recordaba la de la marquesa de Gange o la de Desdémona. Pues bien, mirad; puesto que hemos acabado de comer, es preciso que os la enseñe a todos: después bajaremos a tomar café al jardín; después del café, al teatro.

Montecristo hizo una señal para interrogar a sus invitados. La señora de Villefort se levantó; Montecristo hizo otro tanto; todos siguieron su ejemplo.

Villefort y la señora Danglars permanecieron un instante como clavados en su asiento; se interrogaban con los ojos y se quedaron fríos, mudos y helados...

-¿Habéis oído? -dijo al fin la señora Danglars.

-Es preciso ir, no hay medio de evadirnos -respondió Villefort, levantándose y ofreciéndole el brazo.

Todos salieron apresuradamente, porque calculaban que la visita no se limitaría a aquella alcoba, y que al mismo tiempo recorrerían el resto de aquella pobre casa, de que Montecristo había hecho un palacio. Cada cual se lanzó por diferentes habitaciones hasta que se fueron a encontrar en un saloncito, donde Montecristo les aguardaba. Cuando todos estuvieron reunidos, el conde cerró la marcha con una sonrisa que, si hubiesen podido comprenderla, habría espantado a los convidados más que la alcoba que iban a visitar.

Empezaron, en efecto, a recorrer las habitaciones amuebladas a la oriental con divanes y almohadones, camas, pipas y armas, y los salones alfombrados, los cuadros más hermosos, cuadros de los antiguos pintores; las piezas forradas de telas de la China, de caprichosos colores, de fantásticos dibujos, de maravillosos tejidos; al fin llegaron a la famosa alcoba.

Nada tenía de particular, a no ser que, aunque declinase el día, no estaba iluminada, y había permanecido intacta, cuando todas las demás habitaciones habían sido adornadas de nuevo.

Estas dos causas eran suficientes para darle un aspecto lúgubre.

-¡Oh! -exclamó la señora Villefort-, en efecto, esto es espantoso.

La señora Danglars procuró articular algunas palabras que nadie oyó.

Hiciéronse muchas observaciones, cuyo resultado fue que, en efecto, la alcoba forrada de damasco encarnado tenía un aspecto siniestro.

-¡Oh!, mirad -dijo Montecristo-, mirad qué bien colocada está esta cama, envuelta en un tono sombrío; y esos dos retratos al pastel, cuyos colores ha apagado la humedad, ¿no parecen decir con sus labios descoloridos que vieron algo horrible?

Villefort palideció; la señora Danglars cayó sobre una silla que estaba colocada junto a la chimenea.

-¡Oh! -dijo la señora de Villefort sonriendo-, ¿tenéis valor para sentaros sobre esa silla donde tal vez ha sido cometido el crimen?

La señora Danglars se levantó vivamente.

-Pues no es esto todo -dijo Montecristo.

-¿Hay más aún? -preguntó Debray, a quien la emoción de la señora Danglars no pasó inadvertida.

-¡Ah!, sí, ¿qué hay? -preguntó Danglars-; porque hasta ahora no veo nada de particular. ¿Y vos, qué pensáis de esto, señor Cavalcanti?

-¡Ah! -dijo éste-, nosotros tenemos en Pisa la torre de Ugolino, en Ferrara la prisión de Tasso, y en Rímini la alcoba de Francesca y de Paolo.

-Pero no tenéis esa pequeña escalera -dijo Montecristo abriendo una puerta perfectamente disimulada en la pared-: miradla, y decidme, ¿qué os parece?

-¡Siniestra, en verdad! -dijo Chateau-Renaud riendo.

-El caso es -dijo Debray-, que yo no sé si el vino de Quios produce la melancolía, pero todo lo veo triste en esta casa.

En cuanto a Morrel, desde que se habló de la dote de Valentina, se quedó triste, pensativo, y no pronunció una palabra más.

-¿No os imagináis -dijo Montecristo- a un Otelo o a un abate de Ganges cualquiera, descendiendo a pasos lentos, en una noche sombría y tempestuosa, esta escalera con alguna lúgubre carga que trata de sustraer a las miradas de los hombres, ya que no lo pudo hacer a las de Dios?

La señora Danglars casi se desmayó en los brazos de Villefort, que también se vio obligado a apoyarse en la pared.

-¡Ah! ¡Dios mío!, señora -exclamó Debray-, ¿qué os ocurre? ¡Cuán pálida estáis!

-Nada más sencillo -respondió la señora de Villefort-; porque el conde nos cuenta historias espantosas con la única intención de hacernos morir de miedo.

-Sí..., sí -dijo Villefort-; en efecto, conde, asustáis a estas señoras.

-¿Qué os ocurre? -dijo en voz baja Debray a la señora Danglars.

-Nada, nada -respondió ésta haciendo un esfuerzo--, tengo necesidad de aire y nada más.

-¿Queréis bajar al jardín? -preguntó Debray ofreciendo su brazo a la señora Danglars y adelantándose hacia la escalera falsa.

-No -dijo-, no; prefiero estar aquí.

-En verdad, señora -dijo Montecristo-, ¿es verdadero ese terror?

-No, señor -dijo la señora Danglars-; pero es que tenéis una manera de contar las cosas, que da a la ilusión un aspecto de realidad.

-¡Oh! ¡Dios mío!, sí -dijo Montecristo--, y todo eso depende de la imaginación; y si no, ¿por qué no nos habíamos de representar esta habitación como la alcoba de una honrada madre de familia? Esta cama con sus matices de púrpura, como una casa visitada por la diosa Lucina, y esta escalera misteriosa, el camino por donde, despacio, y para no turbar el sueño reparador de la paciente, pasa el médico o la nodriza, o el mismo padre, llevando en sus brazos al niño que duerme...

Esta vez la señora Danglars, en lugar de tranquilizarse al oír esta dulce descripción, lanzó un gemido y se desmayó completamente.

-La señora Danglars está enferma... -murmuró Villefort-, tal vez será preciso transportarla a su carruaje.

-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Montecristo-, ¡y yo que he olvidado mi pomo!

-Yo tengo aquí el mío -dijo la señora de Villefort.

Y dio a Montecristo un pomo de un licor rojo, parecido a aquel cuya bienhechora influencia ejerció sobre Eduardo, administrado por el conde.

-¡Ah! -dijo Montecristo, recibiéndolo de las manos de la señora de Villefort.

-Sí -murmuró ésta-, lo he probado siguiendo vuestras instrucciones.

-Perfectamente.

Transportaron a la señora Danglars a la alcoba contigua. Montecristo dejó caer sobre sus labios una gota de licor rojo, que la hizo volver en sí.

-¡Oh! -dijo-, ¡qué sueño tan horrible!

Villefort le apretó con fuerza el brazo, para hacerle comprender que no había soñado.

Buscaron al señor Danglars, que, poco sensible a las impresiones poéticas, había bajado al jardín, y hablaba con el señor Cavalcanti padre, de un proyecto de ferrocarril de Liorna a Florencia.

Montecristo parecía desesperado; dio el brazo a la señora Danglars y la llevó al jardín, donde encontraron al señor Danglars tomando el café entre los dos Cavalcanti.

-En verdad, señora -dijo-, ¿tanto os he asustado?

-No, señor; pero sabéis que las cosas nos hacen más o menos impresión, según la disposición de ánimo en que nos encontramos.

Villefort hizo un esfuerzo para sonreírse.

-Y entonces, ya comprendéis -dijo-; basta una suposición, una...

-Sí, sí -dijo Montecristo-, creedme, si queréis, estoy persuadido de que se ha cometido un crimen en esta casa.

-Cuidado -dijo la señora de Villefort-, mirad que tenemos aquí al procurador del rey.

-¡Oh! -dijo Montecristo-, tanto mejor, y me aprovecho de esta circunstancia para hacer mi declaración.

-¿Vuestra declaración...? -dijo.

-Sí, y en presencia de testigos.

-Todo eso es muy interesante -dijo Debray-, y si hay crimen, vamos a hacer admirablemente la digestión.

-Hay crimen -dijo Montecristo-. Venid por aquí, señores; venid, señor de Villefort; venid y os haré la declaración.

Montecristo se cogió del brazo de Villefort, y al mismo tiempo que estrechaba con el suyo el de la señora Danglars, condujo al procurador del rey debajo del plátano, donde la sombra era más densa.

Todos los demás convidados les siguieron.

-Mirad -dijo Montecristo-, aquí, en este mismo sitio -y daba con el pie contra la tierra-, aquí, para rejuvenecer estos árboles muy viejos ya, mandé que levantasen la tierra para que echasen estiércol; mis trabajadores, mientras estaban cavando, desenterraron un cofre, o más bien los pedazos de un cofre, que contenía un niño recién nacido; yo creo que esto no es ilusión.

Montecristo sintió crisparse sobre el suyo el brazo de la señora Danglars y estremecerse el de Villefort.

-Un niño recién nacido -repitió Debray-, ¡diablos!, eso es más serio de lo que yo creía.

-Ya veis -dijo Chateau-Renaud- que no me equivocaba cuando decía hace poco que las casas tenían un alma y un rostro como los hombres, y que llevan en su fisonomía un reflejo de sus entrañas. La casa estaba triste porque tenía remordimientos y tenía remordimientos porque ocultaba un crimen.

-¡Oh! ¿Quién puede asegurar que se trate de un crimen? -repuso Villefort haciendo el último esfuerzo.

-¡Cómo! ¿Un niño enterrado vivo en un jardín, no es un crimen? -exclamó Montecristo-. ¿Cómo llamáis a esa acción, señor procurador del rey?

-Pero ¿quién dice que haya sido enterrado vivo?

-Si estaba muerto, ¿para qué lo habían de enterrar aquí? Este jardín no ha sido nunca cementerio.

-¿Qué castigo tienen en este país los infanticidas? -preguntó el mayor Cavalcanti.

-¡Oh!, se les corta la cabeza -respondió Danglars.

-¡Ah!, se les corta la cabeza -repitió Cavalcanti.

-Ya lo creo..., ¿no es verdad, señor de Villefort? -dijo Montecristo.

-Sí, señor conde -respondió éste con un acento que nada tenía de humano.

Comprendiendo Montecristo que ya habían sufrido bastante las dos personas para quienes había preparado esta escena, y no queriendo llevarla más lejos:

-¡Señores -dijo-, nos hemos olvidado de tomar el café!

Y condujo a sus invitados a una mesa colocada en medio de una alameda.

-En verdad, señor conde -dijo la señora Danglars-, me avergüenzo de confesar mi debilidad; pero todas estas espantosas historias me han transtornado mucho; dejadme sentar y descansar un momento, os lo ruego.

Y cayó sobre un asiento.

Montecristo la saludó y se aproximó a la señora de Villefort.

-Creo que la señora Danglars tiene necesidad otra vez de vuestro pomo -dijo.

Pero antes de que la señora de Villefort se hubiese acercado a su amiga, el procurador del rey había dicho ya, al oído de la señora Danglars:

-Es necesario que os hable.

-¿Cuándo?

-Mañana.

-¿Dónde?

-En el tribunal, si queréis, que es el sitio más seguro.

-No faltaré.

En aquel instante se acercó la señora de Villefort.

-Gracias, querida amiga -dijo la señora Danglars procurando sonreírse-, no es nada, y me siento mucho mejor.

Iba oscureciendo; la señora de Villefort había manifestado deseos de volver a París, lo cual no se atrevió a hacer la señora Danglars, a pesar del malestar que sufría.

Al oír el deseo de su mujer, el señor de Villefort se apresuró a dar la orden de partida; ofreció un lugar en su carretela a la señora Danglars, a fin de que la cuidase su mujer. En cuanto al señor Danglars, absorto en una conversación industrial de las más interesantes con el señor Cavalcanti, no prestaba ninguna atención a lo que pasaba.

Montecristo, al pedir el pomo a la señora de Villefort, notó que el señor de Villefort se había aproximado a la señora Danglars, y guiado por la situación, adivinó lo que había dicho, aunque Villefort habló tan bajo que apenas la señora Danglars pudo oírlo. Dejó partir a Morrel, a Debray y a Chateau-Renaud a caballo, y subir a las dos señoras a la carretela de Villefort; por su parte Danglars, cada vez más encantado con Cavalcanti padre, le invitó a que subiese con él en su cupé.

En cuanto al hijo Cavalcanti se acercó a su tílburi que le aguardaba delante de la puerta, y cuyo caballo tenía del bocado un groom levantado sobre las puntas de sus pies y que afectaba las maneras inglesas.

Durante la comida, Andrés no había hablado mucho, porque era un joven inteligente, y había experimentado naturalmente el temor de decir alguna tontería en medio de aquellos invitados ricos y poderosos, entre los cuales sus ojos no veían con gusto a un procurador del rey.

Había simpatizado con Danglars, que después de haber lanzado una mirada escudriñadora al padre y al hijo, pensó que el padre sería algún nabab que había venido a París para perfeccionar la educación de su hijo. Había contemplado con indecible complacencia el enorme diamante que brillaba en el dedo pequeño del mayor, porque éste, a fuer de hombre prudente y experimentado, temiendo que sucediese algún accidente a sus billetes de banco,los había convertido en seguida en un objeto de valor.

Después de la comida, bajo pretexto de industria y de viaje, preguntó al padre y al hijo acerca de su modo de vivir, y el padre y el hijo, prevenidos de que era en casa de Danglars donde debía serles abierto, al uno su crédito de cuarenta y ocho mil francos, y al otro su crédito anual de cincuenta mil libras, estuvieron muy amables y simpáticos con Danglars.

Había algo que de un modo especial aumentó la consideración, casi diremos la veneración de Danglars, hacia Cavalcanti. Este, fiel al principio de Horacio, nihil admirari, se había contentado, como se ha visto, con dar una prueba de su ciencia, diciendo en qué lago se pescaban las famosas lampreas. Había comido además su parte sin decir una sola palabra. Danglars dedujo de esto que esta especie de suntuosidades eran familiares al ilustre descendiente de los Cavalcanti, el cual se alimentaría en Luca de truchas que mandaría traer de Suiza y de langostas que le enviarían de Bretaña por medio de procedimientos semejantes a aquellos de que se había servido el conde para hacer traer lampreas del lago Fusaro, y esturiones del Volga.

Así, pues, fueron acogidas con gran satisfacción las palabras de Cavalcanti:

-Mañana, caballero, tendré el honor de haceros una visita y hablaremos de negocios.

-Y yo, caballero -respondió Danglars-, os agradeceré sumamente esa visita.

Después de esto, propuso a Cavalcanti, si esto no le privaba del placer de estar al lado de su hijo, volverle a conducir al Hotel des Princes.

A lo cual Cavalcanti respondió que de algún tiempo a aquella parte su hijo llevaba la vida de joven soltero; que, por consiguiente, tenía sus caballos y su carruaje, y que no habiendo venido juntos, no veía ninguna dificultad en que se fuesen separados. El mayor subió, pues, al carruaje de Danglars, y el banquero se sentó a su lado, cada vez más encantado de las ideas de orden y de economía de aquel hombre, que destinaba sin embargo a su hijo cincuenta mil francos al año. Por lo que a Andrés se refiere, empezó a darse tono, riñendo a su groom, porque en lugar de venirle a buscar al pie de la escalera, le esperaba a la puerta de entrada, lo cual le había causado la molestia de andar treinta pasos más para buscar su tílbury. El groom recibió el sermón con humildad, cogió, para contener el caballo que pateaba de impaciencia, el bocado con la mano izquierda, entregó con la mano derecha las riendas a Andrés, que las tomó y apoyó ligeramente su bota charolada sobre el estribo.

En aquel momento sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro.

El joven se volvió, creyendo que Danglars y Montecristo se habían olvidado de decirle alguna cosa, y venían a decírselo en el momento de partir.

Sin embargo, en lugar del uno o del otro, vio un rostro extraño, tostado por el sol, rodeado de una barba espesa, ojos brillantes, y una sonrisa burlona, que movía unos labios gruesos que dejaban ver dos filas de dientes blancos, unidos y salientes como los de un lobo o un chacal.

Un pañuelo de cuadros encarnados cubría aquella cabeza de cabellos canos y crespos, un chaquetón grasiento y desgarrado cubría aquel cuerpo delgado y huesoso; en fin, la mano que se apoyó sobre el hombro de Andrés, y que fue lo primero que vio el joven, le pareció de una dimensión gigantesca.

Si reconoció el joven esta fisonomía a la luz de las farolas de su tílbury, o se admiró solamente del terrible aspecto de este interlocutor, no podemos decirlo; el caso es que se estremeció y retrocedió vivamente.

-¿Qué queréis? -dijo.

-Disculpad, caballero -respondió el hombre llevando la mano a su pañuelo encarnado-; os incomodo tal vez, pero tengo que hablaros.

-No se pide limosna por la noche -dijo el groom haciendo un movimiento para desembarazar a su amo de este importuno.

-Yo no pido limosna, señorito -dijo el hombre desconocido al lacayo, fijándole una mirada tan irónica y una sonrisa tan espantosa que éste se apartó-; deseo tan sólo decir dos palabras a vuestro amo, que me encargó de una comisión hace quince días.

-Veamos -dijo Andrés a su vez levantando la voz para que el lacayo no notase su turbación-; ¿qué queréis? Despachad pronto.

-Quisiera... quisiera... -dijo en voz baja el hombre del pañuelo encarnado-, que me ahorraseis el trabajo de tener que volver a pie a Paris. Estoy cansado y como no he comido tan bien como tú, apenas puedo tenerme en pie.

El joven se estremeció ante semejante familiaridad.

-Pero, en fin -dijo-, veamos, ¿qué queréis de mí?

-¡Y bien!, quiero que me dejes subir en tu lindo carruaje y que me conduzcas a París.

Andrés palideció, pero no respondió.

-¡Oh!, sí, sí -dijo el hombre del pañuelo encarnado metiendo sus manos en los bolsillos y mirando al joven con ojos provocadores-; se me ha ocurrido esta idea, ¿lo has oído, querido Benedetto?

Al oír este nombre el joven reflexionó sin duda, porque se acercó al groom y le dijo:

-Este hombre ha sido, en efecto, encargado por mí de una comisión cuyo resultado me tiene que contar. Id a pie hasta la barrera; allí tomaréis un cabriolé, de este modo no iréis a pie hasta casa.

El lacayo se alejó sorprendido.

-Dejadme al menos acercarme a la sombra -dijo Andrés.

-¡Oh!, en cuanto a eso, yo voy a conducirte a un sitio bueno -repuso el hombre del pañuelo encarnado.

Y cogió por el bocado al caballo, conduciendo el tílbury a un sitio donde, en efecto, nadie podía presenciar el honor que le hacía Andrés.

-¡Oh!, no vayas a creer que esto lo hago por tener la gloria de ir en un lindo carruaje, no, lo hago solamente porque estoy agobiado de fatiga, y luego, porque tengo que decirte dos palabras.

-Veamos; subid -dijo el joven.

Lástima que no fuera de día, porque hubiera sido un espectáculo curioso el ver a este pordiosero sentado sobre los almohadones del tílbury junto al joven y elegante conductor del carruaje.

Andrés llevó su caballo al trote largo hasta la última casa del pueblo sin hablar con su compañero, quien, por su parte, se sonreía y guardaba silencio, como encantado de pasearse en un carruaje tan cómodo y elegante.

Una vez fuera de Auteuil, Andrés miró en derredor para asegurarse sin duda de que no podían verlos ni oírlos, y entonces, deteniendo su caballo y cruzando los brazos delante del hombre del pañuelo encarnado:

-Veamos -le dijo-, ¿por qué venís a turbarme en mi tranquilidad?

-Y tú, muchacho, ¿por qué desconfías de mí?

-¿Y por qué decís que yo desconfío de vos?

-¿Por qué...?, ¡diablo!, nos separamos en el puerto de Var, me dices que vas a viajar por el Piamonte y por Toscana, y en vez de hacerlo así, te vienes a París.

-¿Y qué tenéis que ver con eso?

-¿Yo?, nada...; al contrario, confío en que me servirá de mucho.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo Andrés-, ¿es decir, que especuláis o pensáis especular conmigo?

-¡Bueno! ¡Así me gusta, al grano, al grano!

-Pues no lo creáis, señor Caderousse, os lo advierto.

-¡Oh!, no te enfades, chiquillo, tú bien debes saber lo que es la desgracia; la desgracia hace a los hombres celosos. Yo lo creía recorriendo el Piamonte y la Toscana, obligado a servir de facchino o de cicerone para poder comer; te compadezco en el fondo de mi corazón, es decir, ¡te compadecía como lo hubiera hecho con mi hijo! Bien sabes, Benedetto, que yo te he llamado siempre mi hijo y que te he tratado como tal, y que...

-¡Adelante, adelante... !

-Paciencia, amiguito, que nadie nos persigue.

-Paciencia tengo; veamos..., acabad.

-Pues, señor, te veo, cuando menos lo pensaba, atravesar la barrera de Bonshommes con un groom, con un tílbury, ¡con un traje precioso...! Dime, chico, has descubierto alguna mina o...

-En fin, como decíais, confesáis que estáis celoso...

-No, estoy satisfecho, tan satisfecho que he querido darte mi enhorabuena, chiquillo; pero, como no estaba tan bien vestido como tú, no he querido comprometerte...

-¡Vaya manera de tomar precauciones! -dijo Andrés-, ¡os acercáis a mí delante de mi criado!

-¿Y qué quieres, hijo mío? Me acerco a ti cuando puedo echarte la mano, tienes un caballo muy vivo, un tílbury muy ligero, tú eres naturalmente escurridizo como una anguila; si te me llegas a escapar esta noche, tal vez no te hubiera encontrado nunca.

-Ya veis que no trato de ocultarme...

-¡Dichoso tú! Yo quisiera decir otro tanto; yo sí, me oculto, sin contar con que temía que no me conocieses; pero, felizmente, me has reconocido -añadió Caderousse con una sonrisa maligna-, ¡eres un buen muchacho!

-Veamos -dijo Andrés-, ¿qué es lo que necesitáis?

-¿No me tuteas ya? ¡Haces mal, Benedetto, a un antiguo camarada...!, ten cuidado, o harás que me vuelva exigente.

Esta amenaza apaciguó la cólera del joven, que, habiéndose levantado un aire violento, puso su caballo al trote.

-Haces mal, Caderousse -dijo-, en tratar así a un antiguo compañero, como decías hace poco; tú eres marsellés, yo soy...

-¿Sabes tú lo que eres...?

-No, pero he sido educado en Córcega; tú eres viejo y terco, yo soy joven y testarudo. Entre personas como nosotros, la amenaza es cosa mala, y no se debe abusar; ¿tengo yo la culpa si la fortuna que sigue siéndote adversa, me favorece a mí ahora?

-De modo que es buena tu fortuna, ¿eh? ¿Y ése no es tílbury prestado, ni tus vestidos son tampoco prestados? Bueno, ¡tanto mejor! -dijo Caderousse cuyos ojos brillaron de codicia.

-¡Oh!, bien lo ves y bien lo sabes, cuando te acercaste a mí -dijo Andrés animándose cada vez más-. Si yo llevase un pañuelo como el tuyo en mi cabeza, un chaquetón grasiento sobre mis hombros, tampoco tú me reconocerías a mí.

-Es decir, que me desprecias, y haces mal; ahora que te he encontrado, nada me impide ir bien vestido, puesto que conozco tu buen corazón; si tienes dos vestidos me darás uno; yo te daba antes mi ración de sopa y de albaricoques cuando tenías mucha hambre.

-Es cierto -dijo Andrés.

-¡Qué apetito tenías! ¿Sigues teniéndolo tan bueno?

-Sí, siempre -dijo Andrés riendo.

-¡Qué bien habrás comido en casa de este príncipe de donde sales!

-No es un príncipe, es sólo conde.

-¡Un conde!, pero rico, ¿no?

-Sí, ¡pero es un hombre muy raro!

-Nada tengo yo que ver con tu conde, contigo solamente es con quien yo tengo mis proyectos, y después te dejaré en paz. Pero -añadió Caderousse con aquella sonrisa maligna que ya había brillado en sus labios-, pero es menester que me des algo para eso, ya comprendes.

-Veamos: ¿cuánto te hace falta?

-Yo creo que con cien francos al mes...

-¡Y bien!

-Viviría.

-¿Con cien francos?

-Pero mal, ya me entiendes, pero con...

-¿Con...?

-Ciento cincuenta francos, sería muy feliz.

-Aquí tienes doscientos -dijo Andrés.

Y entregó a Caderousse diez luises de oro.

-Está bien -dijo Caderousse.

-Preséntate en casa del portero todos los días primeros de mes y te entregarán otro tanto.

-Bueno: ¡eso es humillarme!

-¿Cómo?

-Ya me obligas a tener que andar metido con tu gente; nada, nada, yo no quiero tratar con nadie más que contigo.

-¡Pues bien!, sea así, pídemelo a mí todos los días primeros del mes; mientras tenga yo mi renta, tú tendrás la tuya.

-¡Vamos! ¡Vamos!, ya veo que no me había equivocado, eres un buen muchacho, y es una felicidad que la fortuna se muestre propicia con la gente de tu ralea, vaya, cuéntame tus aventuras.

-¿Para qué quieres saber eso? -preguntó Cavalcanti.

-¡Bueno! ¡Ya vuelves a desconfiar!

-No; ¡he encontrado a mi padre...!

-¡Un verdadero padre!

-¡Diantre!, mientras pague...

-Tú creerás y honrarás, es justo. ¿Cómo llamas a tu padre?

-El mayor Cavalcanti.

-¿Y está contento de ti?

-Hasta ahora, así parece.

-¿Y quién te ha hecho encontrar a ese padre?

-El conde de Montecristo.

-¿Es el conde en cuya casa has estado?

-Sí.

-Vamos, chico, procura colocarme en su casa, diciéndole que soy un pariente tuyo.

-Bien, le hablaré de ti; mientras tanto, ¿qué vas a hacer?

-¡Yo!

-Sí, tú.

-¡Qué bueno eres, que te preocupas por mí!

-Me parece que, puesto que tú te interesas por mí -repuso Andrés-, yo debo también tomar algunos informes.

-Es justo... Voy a alquilar un cuarto en una casa honrada, cubrirme con un traje decente, afeitarme todos los días, y después iré a leer los periódicos al café. Por la noche entraré en algún teatro y pareceré un panadero retirado, éste es mi sueño.

-Vamos, no está mal. Si quieres poner en práctica ese proyecto, y obrar con prudencia, todo te saldrá bien.

-Y tú qué vas a ser..., ¿par de Francia?

-¡Oh! -dijo Andrés-, ¿quién sabe?

-El mayor Cavalcanti lo es tal vez... pero...

-Déjate de política, Caderousse... Y ahora que tienes lo que quieres y que estamos a punto de llegar, apéate y esfúmate.

-¡No, no, amigo!

-¿Cómo que no?

-Pero reflexiona, muchacho: con un pañuelo encarnado en la cabeza, casi sin zapatos, sin pasaporte y con doscientos francos en el bolsillo, me detendrían sin duda en la barrera. Entonces me vería obligado, para justificarme, a decir que tú me habías dado estos diez napoleones de oro; de aquí resultarían los informes, las pesquisas; averiguarían que me había escapado de Tolón y me llevarían de brigada en brigada a las orillas del Mediterráneo. Volvería a ser el número 106, y ¡adiós mi sueño de querer pasar por un panadero retirado! No, hijo mío, prefiero quedarme y vivir honradamente en la capital.

Andrés frunció el entrecejo; una idea sombría pasó por su mente. Se detuvo un instante, arrojó una mirada a su alrededor, y cuando su mirada acababa de describir el círculo investigador, su mano descendió inocentemente hacia su bolsillo, donde empezó a acariciar la culata de una pistola.

Pero mientras tanto Caderousse, que no perdía de vista a su compañero, llevaba sus manos detrás de su espalda y sacaba poco a poco un cuchillo que llevaba siempre consigo por lo que pudiera suceder.

Los dos amigos, como se ha visto, eran dignos de comprenderse, y se comprendieron; la mano de Andrés salió inofensiva de su bolsillo y se dirigió a su bigote, que acarició durante cierto rato.

-¡El bueno de Caderousse! -dijo-; ¿de modo que ahora vas a ser feliz?

-Haré todo lo posible -respondió el posadero del puente de Gard, introduciendo el cuchillo en su manga.

-Vamos, vamos, entremos en París. ¿Pero cómo vas a arreglártelas para pasar la barrera sin despertar sospechas? Yo creo que más te expones yendo en carruaje que a pie.

-Espera -dijo Caderousse-, ahora verás.

Cogió el capote que el groom había dejado en su asiento, lo echó sobre sus hombros, se apoderó después del sombrero de Cavalcanti y se lo puso. Entonces afectó la postura de un lacayo cuyo amo va conduciendo el carruaje.

-Y yo -dijo Andrés- me voy a quedar con la cabeza descubierta.

-¡Psch! -dijo Caderousse-; hace tanto aire, que muy bien puede haberte llevado el sombrero.

-Vamos -dijo Andrés-, y acabemos de una vez.

-¿Qué es lo que te detiene? No soy yo, según creo.

-¡Silencio! -dijo Cavalcanti.

Atravesaron la barrera sin incidente alguno.

En la primera travesía, Andrés detuvo su caballo, y Caderousse se bajó del tílbury.

-¡Y bien! -dijo Andrés-, ¿y el capote de mi lacayo, y mi sombrero?

-¡Ah! -respondió Caderousse-, tú no querrás que vaya a resfriarme, ¿verdad?

-¿Pero y yo?

-Tú eres joven, al paso que yo empiezo ya a envejecer; hasta la vista, Benedetto.

Dicho esto, dirigióse a una callejuela, por donde desapareció.

-¡Ay! -dijo Andrés arrojando un suspiro-, ¡no puede uno ser completamente feliz en este mundo!

En la plaza de Luis XV, los tres jóvenes se habían separado, es decir, que Morrel tomó por los bulevares; Chateau-Renaud, por el puente de la Revolución, y Debray siguió a lo largo del muelle.

Morrel y Chateau-Renaud, según toda probabilidad, se dirigieron cada cual a su casa: pero Debray no imitó su ejemplo.

Así que hubo llegado a la plaza del Louvre, echó hacia la izquierda, atravesó el Carrousel al trote largo, se metió por la calle de San Roque, desembocó en la de Michodière, y llegó a la puerta de la casa del señor Danglars, justamente en el momento en que la carretela del señor Villefort, después de haberlos dejado a él y a su mujer en el barrio de Saint-Honoré, se detenía para dejar a la baronesa en su casa.

Debray, conocido ya de la casa, entró primeramente en el patio, entregó la brida a un criado, y volvió a la portezuela para recibir a la señora Danglars, a la cual ofreció el brazo para volver a sus habitaciones. Una vez cerrada la puerta, y la baronesa y Debray en el patio:

-¿Qué tenéis, Herminia-, dijo Debray-, y por qué os indispusisteis tanto al oír aquella historia o más bien aquella fábula que contó el conde?

-Porque esta tarde ya me encontraba muy mal, amigo mío -dijo la baronesa.

-No, no, Herminia -dijo Debray-, no me haréis creer eso. Estabais perfectamente cuando fuisteis a la casa del conde. El señor Danglars era el único que estaba un poco cabizbajo, es verdad, pero yo sé el caso que vos hacéis de su malhumor; ¿os han hecho algo? Contádmelo; bien sabéis que no sufriré nunca que os causen algún pesar.

-Os engañáis, Luciano, os lo aseguro -repuso la señora Danglars-, y no ha habido más que lo que os he dicho; estaba de mal humor, sin saber yo siquiera la causa.

Era evidente que la señora Danglars se hallaba bajo la influencia de una de esas irritaciones nerviosas de las que apenas pueden darse cuenta a sí mismas las mujeres, o que, como había adivinado Debray, había experimentado alguna conmoción oculta que no quería confesar a nadie; a fuer de hombre acostumbrado a conocer el talante de las mujeres, no insistió más, esperando el momento oportuno, ya sea para una nueva interrogación o para una confesión motu proprio.

La baronesa encontró en la puerta de su cuarto a Cornelia.

Cornelia era la camarera de confianza de la baronesa.

-¿Qué hace mi hija? -preguntó la señora Danglars.

-Ha estado estudiando toda la tarde -respondió Cornelia-, y luego se ha acostado.

-Creo que oigo su piano.

-Es la señorita Luisa de Armilly que está tocando, mientras que la señorita está en la cama.

-Bien -dijo la señora Danglars-; venid a desnudarme.

Entraron en la alcoba. Debray se recostó sobre un sofá, y la señora Danglars pasó a su gabinete de tocador con Cornelia.

-Querido Luciano -dijo la señora Danglars a través de la puerta del gabinete-, ¿os seguís quejando aún de que Eugenia no os dispensa el honor de dirigiros la palabra?

-Señora -dijo Luciano jugando con el perrito americano de la baronesa, el cual, reconociéndole por amigo de la casa, le hacía mil caricias-; no soy yo el único que os da esas quejas, y creo haber oído a Morcef quejarse a vos el otro día de que no podía sacar una palabra siquiera a su futura esposa.

-Es cierto -dijo la señora Danglars-, pero yo creo que una de estas mañanas cambiará todo eso, y veréis entrar en vuestro gabinete a Eugenia.

-¿En mi gabinete?

-Es decir, en el del ministro.

-¿Para qué?

-Para pediros que la contratéis en la ópera; ¡oh!, nunca he visto tal pasión por la música, ¡es ridícula esa afición en una persona de mundo!

Debray se sonrió.

-Pues bien -dijo-; que vaya con el consentimiento del barón y con el vuestro, y la contrataré, aunque somos muy pobres para pagar un talento tan notable como el suyo.

-Podéis marcharos, Cornelia, ya no os necesito -dijo la señora Danglars.

Cornelia desapareció y un instante después la señora Danglars salió de su gabinete con un negligé encantador y fue a sentarse al lado de Luciano.

Quedóse un momento pensativa, acariciando a su perrito.

Luciano la miró un instante en silencio.

-Veamos, Herminia -dijo al cabo de un rato-, responded francamente, tenéis un pesar, ¿no es así?

-No, ninguno -respondió la baronesa.

Y sin embargo parecía sofocada; levantóse, procuró respirar y fue a mirarse a un espejo.

-Esta noche estoy terrible -dijo.

Debray se levantó sonriendo, para desengañar a la baronesa, cuando de repente se abrió la puerta. Danglars entró en la habitación y Debray se volvió a sentar. Al ruido que la puerta produjo al abrirse, se volvió la señora Danglars, y miró a su marido con un asombro que no trató de disimular.

-Buenas noches, señora -dijo el banquero-; buenas noches, señor Debray.

Sin duda creyó la baronesa que esta visita imprevista significaba una especie de deseo de reparar las palabras amargas que se le escaparon al barón durante aquella tarde.

Adoptó un aire de dignidad, y volviéndose hacia Luciano, sin responder a su marido:

-Leedme algo, señor Debray -le dijo.

Debray, a quien esta visita inquietara algún tanto de momento, recobró su calma al observar la de la baronesa, y extendió la mano hada un libro abierto.

-Perdonad -le dijo el banquero-, pero os vais a fatigar, baronesa, velando hasta tan tarde; son las once, y el señor Debray vive bastante lejos.

Debray se quedó estupefacto, no porque el tono con que el banquero dijera estas palabras dejase de ser sumamente cortés y tranquilo, sino porque a través de esta cortesía y de esta tranquilidad, percibía un vivo deseo de parte del banquero por contrariar aquella noche la voluntad de su mujer...

La baronesa se quedó tan asombrada, y manifestó su asombro por una mirada tal, que sin duda hubiera dado que pensar a su marido si éste no hubiera tenido los ojos fijos en un periódico.

Así, pues, esta mirada tan terrible fue lanzada al vacío, y quedó completamente sin efecto.

-Señor Luciano -dijo la baronesa-, debo deciros que me siento sin ganas de dormir esta noche, tengo mil cosas que contaros, y vais a pasarla escuchándome, aunque para ello tuvieseis que dormir en pie.

-Estoy a vuestras órdenes, señora -respondió Luciano con flema.

-Querido señor Debray -dijo el banquero a su vez-, no os incomodéis en escuchar ahora las locuras de la señora Danglars, porque tendréis tiempo de escucharlas mañana; pero esta noche la consagraré yo, si así me lo permitís, a hablar con mi mujer de graves asuntos.

El golpe iba tan bien dirigido esta vez, y caía tan a plomo, que dejó aturdidos a Debray y a la señora Danglars; ambos se interrogaron con la mirada como para buscar un recurso contra aquella agresión; pero el irresistible poder del dueño de la casa triunfó, y el marido ganó la partida.

-No vayáis a creer que os despido, querido señor Debray -prosiguió Danglars-; no, no; una circunstancia imprevista me obliga a desear tener esta noche una conversación con la baronesa; esto me sucede muy pocas veces, para que se me guarde rencor.

Debray balbució algunas palabras, saludó y salió.

-¡Es increíble -dijo así que hubo cerrado tras sí la puerta-, cuán fácilmente saben dominarnos estos maridos a quienes tan ridículos creemos...!

No bien hubo partido Luciano, cuando Danglars se acomodó en el sofá, cerró el libro abierto, y tomando una postura altamente aristocrática a su modo de ver, siguió jugando con el perrito. Pero como éste no simpatizaba lo mismo con él que con Debray, intentó morderle; entonces le cogió por el pescuezo y lo arrojó sobre un sillón al otro lado del cuarto.

El animal lanzó un grito al atravesar el espacio; pero apenas llegó al término de su camino aéreo se ocultó detrás de un cojín, y estupefacto de aquel trato a que no estaba acostumbrado, se mantuvo silencioso y sin moverse.

-¿Sabéis, caballero -dijo la baronesa, sin pestañear-, que hacéis progresos? Generalmente, no sois más que grosero, pero esta noche estáis brutal.

-Es porque estoy de peor humor que otros días -respondió Danglars.

Herminia miró al banquero con desdén. Estas ojeadas exasperaban antes al orgulloso Danglars; pero ahora no pareció darse cuenta de ellas.

-¿Y qué tengo yo que ver con vuestro malhumor? -respondió la baronesa, irritada por la impasibilidad de su marido-; ¿me importa algo? Buen provecho os hagan vuestros malos humores, y puesto que tenéis escribientes y empleados a vuestra disposición, desahogaos con ellos.

-No -respondió Danglars-; desvariáis en vuestros consejos, señora; así, pues, no los seguiré. Mis escribientes son mi Pactolo, como dice, según creo, el señor Demoustier, y yo no quiero alterar su curso ni su calma. Mis empleados son personas honradas, que me labran mi fortuna, y a quienes pago menos de lo que se merecen; no, no, me guardaré bien de encolerizarme con ellos; con los que me encolerizaré es contra las personas que se comen mi dinero, que usan de mis caballos, abusando ya, y que están arruinando mi caja.

-¿Y quienes son las personas que arruinan vuestra caja? Explicaos con más claridad, caballero.

-¡Oh!, tranquilizaos, si hablo por enigmas, no tardaré en daros la solución -repuso Danglars-. Las personas que arruinan mi caja son las personas que sacan de ella la suma de setecientos mil francos.

-No os comprendo, caballero -dijo la baronesa tratando de disimular a la vez la emoción de su voz y el carmín que iba cubriendo sus mejillas.

-Al contrario, comprendéis perfectamente -dijo Danglars-; pero si vuestra mala voluntad continúa así, os diré que acabo de perder setecientos mil francos.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo la baronesa-, ¿acaso tengo yo la culpa de esa pérdida?

-¿Por qué no?

-¿Conque es culpa mía que vos hayáis perdido setecientos mil francos?

-Pues mía tampoco es.

-Acabemos de una vez, caballero -repuso agriamente la baronesa-, os he dicho que no me habléis de caja; es una lengua que no he aprendido ni en casa de mis padres, ni en casa de mi primer marido.

-Yo lo creo, sí, ¡diablo! -dijo Danglars-, porque ni los unos ni los otros tenían un centavo.

-Razón de más para que no haya aprendido esa jerigonza del banco, que me desgarra los oídos desde la mañana hasta la noche; ese dinero que cuentan y vuelven a contar me es odioso, y el sonido de vuestra voz me es aún más desagradable.

-¡Qué raro es lo que decís! -dijo Danglars-, ¡qué extraño es eso! ¡Y yo que había creído que os tomabais el más vivo interés en mis operaciones!

-¡Yo! ¿Y quién os ha podido decir semejante tontería?

-¡Vos misma!

-¡Yo!

-Sin duda.

-Quisiera saber cuándo os he dicho tal cosa.

-¡Oh!, es muy fácil. En el mes de febrero último vos fuisteis la primera que me hablasteis de los fondos de Haití; soñasteis que un buque entraba en el puerto de Havfe, y traía la noticia de que iba a efectuarse un pago que se creía remitido a las calendas griegas; hice comprar inmediatamente todos los vales que pude encontrar de la deuda de Haití, y gané cuatrocientos mil francos, de los cuales os fueron religiosamente entregados cien mil. Habéis hecho con ellos lo que os dio la gana, eso no me interesa.

»En el mes de marzo, tratábase de una concesión de caminos de hierro. Tres sociedades se presentaban ofreciendo garantías iguales. Me dijisteis que vuestro instinto, y aunque os presumíais enteramente extraña a las especulaciones, yo lo creo por el contrario muy desarrollado en esta materia; me dijisteis que vuestro instinto os anunciaba que se daría el privilegio a la Sociedad llamada del Mediodía. En seguida adquirí las dos terceras partes de las acciones de esta Sociedad. Se le concedió, efectivamente, el privilegio, como habíais previsto: las acciones triplicaron de valor, y gané un millón, del cual os fueron entregados doscientos cincuenta mil francos. ¿En qué habéis empleado esta suma? Esto no me interesa.

-¿Pero adónde queréis ir a parar? -exclamó la baronesa estremeciéndose de despecho y de impaciencia.

-Paciencia, señora, tened paciencia.

-Acabad de una vez.

-En el mes de abril fuisteis a comer a casa del ministro: hablaron de España, y oísteis una conversación secreta: tratábase de la expulsión de don Carlos; compré fondos españoles, la expulsión tuvo lugar, y gané seiscientos mil francos el día en que Carlos V pasó el Bidasoa. De estos seiscientos mil francos os fueron entregados cincuenta mil escudos, habéis dispuesto de ellos a vuestro capricho, y yo no os pido cuentas de ello, pero no por eso es menos cierto que habéis recibido quinientas mil libras este año.

-¿Y qué?

-¿Y qué? ¡Pues bien!, hete aquí que de pronto perdéis vuestro tino y todo se lo lleva el demonio.

-En verdad..., tenéis un modo de explicaros...

-El modo que necesito para que me entiendan, nada más. Luego hará unos tres días hablasteis de política con el señor Debray, y creísteis oír en sus palabras que don Carlos había entrado en España; entonces vendo mi renta, se esparce la noticia, hay sospechas, no vendo, doy; al día siguiente se sabe que la noticia era falsa y esta falsa noticia me ha hecho perder setecientos mil francos.

-¿Y bien?

-¡Y bien!, puesto que yo os doy la cuarta parte cuando gano, vos tenéis que dármela cuando pierdo. La cuarta parte de setecientos mil francos son ciento setenta y cinco mil.

-Pero esto que me decís es una extravagancia, e ignoro en realidad por qué mezcláis el nombre de Debray en todo esto.

-Porque si no tenéis por casualidad esos cientos setenta y cinco mil francos que reclamo, los habréis prestado a vuestros amigos, y el señor Debray es uno de ellos.

-¡Cómo! -exclamó la baronesa.

-¡Oh!, nada de aspavientos ni de gritos, ni de escenas dramáticas, señora, si no me obligaréis a deciros que el señor Debray se estará regocijando de haber recibido cerca de quinientas mil libras este año, y dirá que al fin ha encontrado lo que no han podido descubrir nunca los más hábiles jugadores, es decir, un modo de jugar en el que no se expone ningún dinero y en el que no se pierde cuando se pierde.

La baronesa no podía contener su indignación.

-¡Miserable! -dijo-, ¿os atreveríais a decir que no sabíais lo que os atrevéis a echarme en cara hoy?

-Yo no os digo si lo sabía, o si no lo sabía; sólo os digo: observad mi conducta después de cuatro años que hace que no sois mi mujer y que yo no soy vuestro marido, veréis si ha sido consecuente consigo misma. Algún tiempo después de nuestra ruptura deseasteis estudiar la música con ese famoso barítono que se estrenó con tan feliz éxito en el teatro italiano; yo quise estudiar el baile con aquella bailarina que había adquirido tan buena reputación en Londres. Esto nos ha costado lo mismo, cien mil francos. Yo nada dije, porque en los matrimonios debe reinar una completa tranquilidad; cien mil francos porque el hombre y la mujer conozcan bien a fondo la música y el baile no es muy caro. Pronto os disgustasteis del canto, y os da la manía por estudiar la diplomacia con un secretario del ministro; os dejo estudiar. Ya comprenderéis; ¿qué me importaba mientras que vos pagaseis las lecciones de vuestro bolsillo? Pero hoy me he dado cuenta de que lo sacáis del mío, y que vuestro aprendizaje puede costarme setecientos mil francos al mes. Alto ahí, señora; esto no puede seguir así, o el diplomático dará sus lecciones... gratis, y entonces lo toleraré, o no volverá a poner los pies en mi casa; ¿habéis oído bien, señora?

-¡Oh!, eso es ya el colmo, caballero -exclamó Herminia sofocada-, ¡y es un modo muy innoble de portarse con una señora!

-Pero -dijo Danglars- veo con placer que no habéis seguido adelante, y que habéis obedecido a aquel axioma del Código: La mujer debe seguir al marido.

-¡Injurias...!

-Tenéis razón: no pasemos más allá, y razonemos fríamente. Yo nunca me mezclo en vuestros asuntos sino por vuestro bien; haced vos lo mismo. ¿Mi caja no os interesa, decís? Bien; operad con la vuestra, pero ni llenéis ni vaciéis la mía. Por otra parte, ¿quién sabe si todo eso no será un ardid político? ¿Si el ministro, furioso de verme en la oposición y celoso de las simpatías populares que despierto, no está de acuerdo con el señor Debray para arruinarme?

-¡Como es muy probable!

-Sin duda: ¡quién ha visto nunca... una noticia telegráfica, es decir, una cosa imposible, o lo que es lo mismo, señales enteramente diferentes dadas por los últimos telégrafos!, es decir, expresamente en perjuicio mío.

-Caballero -dijo con acento de mayor humildad la baronesa- y no ignoráis, me parece, que ese empleado ha sido destituido de su empleo, que se ha hablado de formarle proceso, que se dio orden de prenderle, y que esta orden hubiera sido ejecutada si no se hubiera sustraído a las primeras pesquisas por medio de una huida que demuestra su locura o su culpabilidad... Es un error.

-Sí, que hace reír a los necios, que hace pasar una mala noche al ministro, que hace emborronar unos cuantos pliegos de papel a los señores secretarios de Estado, pero que a mí me cuesta setecientos mil francos.

-Pero, caballero -dijo de pronto Herminia-, puesto que todo eso proviene del señor Debray, ¿por qué en lugar de ir a decírselo directamente a él venís a darme a mí las quejas? ¿Por qué acusáis al hombre y reprendéis a la mujer?

-¿Conozco yo por ventura al señor Debray? -dijo Danglars-; ¿quiero acaso conocerle? ¿Quiero saber si da o no consejos? ¿Quiero seguirlos? ¿Soy yo el que juego? No; ¡vos sois la que lo hacéis todo, y no yo!

-Me parece que puesto que os aprovecháis...

Danglars se encogió de hombros.

-¡Son, en verdad, criaturas locas las mujeres que se creen genios, porque han conducido una o dos intrigas!, pero suponed que hubieseis ocultado vuestros desórdenes a vuestro mismo marido, lo cual es el ABC del oficio, porque la mayor parte del tiempo los maridos no quieren ver; ¡no seríais sino una débil copia de lo que hacen la mitad de vuestras amigas las mujeres de mundo! Pero no sucede lo mismo conmigo; todo lo he visto: en dieciséis años me habréis ocultado tal vez un pensamiento, pero no un paso, una acción, una falta. Mientras vos os felicitabais por vuestro ingenio y habilidad y creíais firmemente engañarme, ¿qué ha resultado? Que gracias a mi pretendida ignorancia, desde el señor de Villefort hasta el señor Debray, no ha habido uno solo de vuestros amigos que no haya temblado delante de mí. Ni uno que no me haya tratado como amo de la casa, mi único deseo respecto a vos; ni uno que se haya atrevido a deciros de mí lo que yo mismo os digo hoy; os permito que me tengáis por odioso, pero os impediré tenerme por ridículo, y sobre todo, os prohibo que me arruinéis.

Hasta el momento en que pronunció el nombre de Villefort, la baronesa había manifestado algún valor contra todas aquellas quejas; pero al oír este nombre, levantóse como movida por un resorte, extendió los brazos como para conjurar una aparición, y dio tres pasos hacia su marido como para arrancarle el secreto que éste no conocía, o que tal vez algún cálculo odioso, como lo eran todos los de Danglars, no quería dejar escapar enteramente.

-¡El señor de Villefort! ¿Qué significa eso? ¿Qué queréis decir?

-Quiere decir, señora, que el señor de Nargone, vuestro primer marido, como no era filósofo ni banquero, o siendo tal vez lo uno y lo otro, y viendo que no podía sacar ningún partido del procurador del rey, murió de pesar o de cólera al encontraros embarazada de seis meses después de una ausencia de nueve. Soy brutal, no solamente lo sé, sino que me jacto de ello; me he valido para ello de uno de mis medios en mis operaciones comerciales. ¿Por qué en lugar de matar se hizo matar él mismo? ¡Porque no tenía caja que salvar, pero yo, yo tengo que salvar mi caja! El señor Debray, mi asociado, me hace perder setecientos mil francos; que sufra su parte de la pérdida, y proseguiremos adelante con nuestros asuntos; si no, que me haga bancarroto de esas ciento cincuenta mil libras, y que unido a los que quiebran, que desaparezca. ¡Oh! ¡Dios mío!, es un buen muchacho, lo sé, cuando sus noticias son exactas; pero cuando no lo son, hay cincuenta en el mundo que valen más que él.

La señora Danglars estaba aterrada; sin embargo, hizo un esfuerzo sobre sí misma para responder a aquel ataque. Dejóse caer sobre un sillón, pensando en Villefort, en la escena de la comida, en aquella serie de desgracias que abrumaban una tras otra su casa, y cambiaban en escandalosas disputas la tranquilidad de aquel matrimonio.

Danglars no la miró, aunque ella hizo todo lo posible por desmayarse. Abrió de una patada la puerta de la alcoba, la volvió a cerrar sin añadir una sola palabra, y entró en su cuarto.

De suerte que al volver en sí, la señora Danglars creyó que había sido presa de una pesadilla atroz.

Al día siguiente, a la hora que Debray solía elegir para hacer una visita a la señora Danglars, su cupé no se presentó en el patio.

A esta hora, es decir, hacia las doce y media, la señora Danglars pidió su carruaje y salió.

Danglars, detrás de una cortina, vio esta salida que esperaba. Dio la orden de que le avisasen en cuanto volviese la señora, pero a las dos aún no había vuelto.

A las dos pidió a su vez su carruaje y se dirigió a la Cámara.

Desde las doce, hasta las dos, Danglars había permanecido en su gabinete, abriendo su correspondencia, trabajando en las operaciones, y recibiendo entre otras visitas la del mayor Cavalcanti, que, siempre tan risueño y tan puntual, se presentó a la hora anunciada para terminar su negocio con el banquero.

Al salir de la Cámara, Danglars, que dio algunas muestras de agitación durante la sesión, y había hablado más que ningún otro en contra del ministerio, volvió a montar en su carruaje, y dio al cochero la orden de conducirle al número 30 de la calle de los Campos Elíseos.

Le dijeron que el señor de Montecristo estaba en casa, pero que tenía una visita, y suplicaba al señor Danglars que esperase un instante en el salón.

Mientras el banquero esperaba, la puerta se abrió, y vio entrar a un hombre vestido de abate que, en lugar de esperar como él, más familiar en su casa, le saludó, entró en las habitaciones interiores y desapareció.

Un instante después, la puerta por donde había entrado el abate se volvió a abrir y Montecristo apareció en el salón.

-Perdonad, querido barón -dijo el conde-, pero uno de mis mejores amigos, el abate Busoni, a quien habréis visto pasar, acaba de llegar a París; hacía mucho tiempo que estábamos separados, y no he tenido valor para dejarle tan pronto; espero que me dispensaréis haberos hecho esperar.

-¡Cómo! -dijo Danglars-; yo soy el indiscreto por haber elegido un momento tan malo, y voy a retirarme.

-Al contrario, sentaos; ¡pero Dios mío!, ¿qué tenéis?, parecéis disgustado, me asustáis; un capitalista apesadumbrado es lo mismo que los cometas, presagia siempre una desgracia más en el mundo.

-No parece sino que la rueda de la fortuna ha cesado estos días de rodar para mí -dijo Danglars-; pues he recibido una siniestra noticia.

-¡Ah! ¡Dios mío! -dijo Montecristo-, ¿habéis perdido a la bolsa?

-No, ya me repondré; sólo se trata de una bancarrota en Trieste.

-¿De veras? ¿Sería tal vez la víctima Jacobo Manfredi?

-¡Exacto! Figuraos, un hombre que ganaba para mí desde hace mucho tiempo unos ocho o novecientos mil francos al año. Ni siquiera dejaba nunca de pagarlo, ni siquiera un retraso; me aventuré a darle un millón..., ¡y hete aquí que al señor Manfredi se le ocurre suspender sus pagos!

-¿De veras?

-Es una fatalidad. Le mando seiscientas mil libras que no me son pagadas; además, soy portador de cuatrocientos mil francos en letras de cambio firmadas por él, y pagaderas al fin del corriente en casa de su corresponsal de París. Estamos a treinta, ¡envío a cobrar!, ¡ya!, ¡ya!, el corresponsal había desaparecido. Con un negocio de España me he fastidiado este mes totalmente.

-¿Pero habéis perdido en vuestro negocio de España?

-Ciertamente; ¿no lo sabíais? Setecientos mil francos de mi caja, ¡un verdadero desastre!

-¿Y cómo diablos os habéis dejado engañar, vos que sois ya perro viejo?

-¡No es culpa mía! Mi mujer es la culpable, soñó que don Carlos había entrado en España; ella cree mucho en los sueños. Cuando ha soñado una cosa, según dice ella, sucede infaliblemente. Convencido yo también, la permito jugar, ella tiene su bolsillo y su agente de cambio, juega y pierde. Es verdad que no es mi dinero, sino el suyo el que ella juega. Con todo, no importa, ya comprenderéis que cuando salen del bolsillo de la mujer setecientos mil francos, el marido se resiente un poco de ello. ¡Cómo! ¿No sabéis nada? ¡Pues sí ha causado mucho ruido tal negocio...!

-Sí, había oído hablar de ello; pero ignoraba los detalles. Además, soy un ignorante respecto a todos los negocios de bolsa.

-¿No jugáis?

-¡Yo! ¿Y cómo queréis que juegue? Yo, que tanto trabajo me cuesta arreglar mis rentas. Me vería en la precisión de tomar un agente, y un cajero además de mi mayordomo; nada, nada, no pienso en eso. Pero, a propósito de España, me parece que la baronesa no había soñado enteramente la entrada de don Carlos. Los periódicos han hablado de ello también.

-¿Vos creéis en los periódicos?

-Yo no, señor; pero creía que el Messager estaba exceptuado de la regla, y que siempre las noticias telegráficas eran ciertas.

-¡Y bien!, lo que es inexplicable -repuso Danglars- es que esa entrada de don Carlos era en efecto una noticia telegráfica.

-¿De suerte -dijo Montecristo- que este mes habéis perdido cerca de un millón setecientos mil francos?

-¡No cerca, ésa es exactamente mi pérdida!

-¡Diablo!, para un caudal de tercer orden -dijo Montecristo con compasión-, es un golpe bastante rudo.

-¡De tercer orden! -dijo Danglars algo amostazado-, ¿qué diablo entendéis por eso?

-Sin duda -prosiguió Montecristo- yo divido los caudales en tres categorías: fortuna de primer orden a los que se componen de tesoros que se palpan con la mano, las tierras, las viñas, las rentas sobre el Estado, como Francia, Austria e Inglaterra, con tal que estos tesoros, estas minas y estas rentas formen un total de unos cien millones; considero capital de segundo orden a las explotaciones de manufacturas, las empresas por asociación, los virreinatos y principados que no pasan de un millón quinientos mil francos de renta, formando todo una suma de cuarenta millones; llamo, en fin, capital de tercer orden a los que están expuestos al azar, destruidos por una noticia telegráfica, las bandas, las especulaciones eventuales, las operaciones sometidas, en fin, a esa fatalidad que podría llamarse fuerza menor, comparándola con la fuerza mayor, que es la fuerza natural, formando todo reunido un caudal ficticio o real de unos quince millones. ¿No es ésta, aproximadamente, vuestra posición?

-Sí, sí -respondió Danglars.

-De aquí resulta que con seis meses como éste -continuó Montecristo con el mismo tono imperturbable-, un capital de tercer orden se encontrará en su hora postrera, es decir, agonizando.

-¡Oh! -dijo Danglars con sonrisa forzada-, ¡bien seguro!

-¡Pues bien!, supongamos siete meses -repuso Montecristo en el mismo tono-. Decidme, ¿pensasteis alguna vez que siete veces un millón y setecientos mil francos hacen cerca de doce millones...? ¿No...?, tenéis razón; con tales reflexiones nadie comprometería sus capitales; nosotros tenemos nuestros hábitos más o menos suntuosos, éste es nuestro crédito; pero cuando el hombre muere, no le queda más que su piel, porque las fortunas de tercer orden no representan más que la tercera o cuarta parte de su apariencia, así como la locomotora de un tren no es, en medio del humo que la envuelve, sino una máquina más o menos fuerte. ¡Pues bien!, de esos cinco o seis millones que forman su capital real, acabáis de perder dos; no disminuyen, por lo tanto, vuestra fortuna ficticia o vuestro crédito; es decir, mi querido Danglars, que vuestra piel acaba de ser abierta por una sangría, que reiterada cuatro veces arrastraría tras sí la muerte. Vamos, señor Danglars; ¿necesitáis dinero...? ¿Cuánto queréis que os preste...?

-Qué mal calculador sois -exclamó Danglars llamando en su ayuda toda la filosofía y todo el disimulo de la apariencia-; a estas horas, el dinero ha entrado en mi caja por otras especulaciones que han salido bien. La sangre que salió por la sangría ha vuelto a entrar por medio de la nutrición. He perdido una batalla en España, he sido batido en Trieste; pero mi armada naval de la India habrá conquistado algunos países, mis peones de México habrán descubierto alguna mina.

-¡Muy bien!, ¡muy bien! Pero queda la cicatriz, y a la primera pérdida volverá a abrirse.

-No, porque camino sobre seguro -prosiguió el banquero con el tono y los ademanes de un charlatán que, sabiéndose vencido, quiere probar lo contrario-; para eso, sería menester que sucumbiesen tres gobiernos.

-¡Diantre!, ya se ha visto eso.

-O bien, que la tierra no diese sus frutos.

-Acordaos de las siete vacas gordas y las siete flacas.

-O que se separen las aguas del mar como en tiempo de Faraón; aún quedan muchos mares, y mis buques tendrían por donde navegar.

-Tanto mejor, tanto mejor, señor Danglars -dijo Montecristo-; conozco que me había engañado y que podéis entrar en los capitales de segundo orden.

-Creo poder aspirar a ese honor -dijo Danglars con una de aquellas sonrisas gruesas, por decirlo así, que le eran peculiares-; pero ya que hemos empezado a hablar de negocios -añadió, satisfecho de haber hallado un motivo para variar de conversación-, decidme, ¿qué es lo que puedo yo hacer por el señor Cavalcanti?

-Entregarle dinero, si tiene un crédito sobre vos, y si este crédito os parece bueno.

-¡Magnífico!, esta mañana se presentó con un vale de cuarenta mil francos, pagadero a la vista contra vos, firmado por el abate Busoni, y endosado a mí por vos; ya comprenderéis que al momento le entregué sus cuarenta billetes.

Montecristo hizo un movimiento de cabeza que indicaba su aprobación.

-Sin embargo, no es esto todo -continuó Danglars-; ha abierto a su hijo un crédito en mi casa.

-Sin indiscreción, ¿cuánto tiene señalado al joven?

-Unos cinco mil francos al mes.

-Sesenta mil al año. Ya me figuraba yo que esos Cavalcanti no habían de ser muy desprendidos. ¿Qué queréis que haga un joven con cinco mil francos al mes?

-Ya comprenderéis que si precisa de algunos miles de francos...

-No hagáis nada de eso, el padre os lo dejará por vuestra cuenta; no conocéis a todos los millonarios ultramontanos; ¿y quién le ha abierto ese crédito?

-¡Oh!, la casa French, una de las mejores de Florencia.

-No quiero decir que vayáis a perder; pero, sin embargo, no ejecutéis punto por punto más que lo que os diga la letra.

-¿No tenéis confianza en ese Cavalcanti?

-Por su firma sola le daría yo diez millones. Esto corresponde a las fortunas de segundo orden, de que os hablaba hace poco, señor Danglars.

-Y yo le hubiera tomado por un simple mayor.

-Y le hubierais hecho mucho honor, porque razón tenéis, no satisface a primera vista su aspecto. Al verle por primera vez, me pareció algún viejo teniente; pero todos los italianos son por ese estilo, parecen viejos judíos cuando no deslumbran como magos de Oriente.

-El joven es mejor -dijo Danglars.

-Sí, un poco tímido, quizá; pero, en fin, me ha parecido bien. Yo estaba inquieto.

-¿Por qué?

-Porque le visteis por primera vez en mi casa, se puede decir acabado de entrar en el mundo, según me han dicho. Ha viajado con un preceptor muy severo, y no había venido nunca a París.

-Todos esos italianos acostumbran a casarse entre sí, ¿no es verdad? -preguntó Danglars-; les gusta asociar sus fortunas.

-Esto es lo que suelen hacer; pero Cavalcanti es muy original, y no quiere imitar a nadie. Nadie me quitará de la cabeza que ha traído a su hijo a París para buscarle una mujer.

-¿Vos lo creéis así?

-Estoy seguro de ello.

-¿Y habéis oído hablar de sus bienes?

-No se trata de otra cosa; pero unos pretenden que tiene millones, y otros que no tiene un cuarto.

-Y vamos a ver..., ¿cuál es vuestro parecer...?

-¡Oh!, no os fundéis en lo que yo diga..., porque...

-Pero en fin...

-Mi opinión es que todos esos antiguos podestás, todos esos antiguos condottieri, porque esos Cavalcanti han mandado armadas, han gobernado provincias; mi opinión, repito, es que han escondido los millones en esos rincones que conocen sus antepasados, y que van revelando a sus hijos de generación en generación, y la prueba es que son amarillos y secos como sus florines de la época republicana, de los que conservan un reflejo a fuerza de mirarlos.

-Perfectamente -dijo Danglars-, y eso es tanto más cierto, cuanto que ninguno posee ni siquiera un pedazo de tierra.

-Nada; yo sé de seguro que en Luca no tienen más que un palacio.

-¡Ah!, tienen un palacio -dijo Danglars riendo-, ya es algo.

-Sí, y se lo alquilan al ministro de Hacienda, y él vive en una casucha cualquiera. ¡Oh!, ya os lo he dicho, lo creo muy tacaño.

-Vaya, vaya, no le lisonjeáis, por lo visto.

-Escuchad, apenas le conozco; creo haberle visto tres veces en mi vida; lo que sé, me lo ha dicho el abate Busoni; esta mañana me hablaba de sus proyectos acerca de su hijo, y me hacía ver que, cansado de ver dormir fondos considerables en Italia, que es un país muerto, quisiera encontrar un medio, ya sea en Francia o en Inglaterra, de emplearlos, pero habéis de notar que, aunque yo tengo mucha confianza en el abate Busoni, no respondo de nada.

-No importa, no importa, yo saco mis propias deducciones con todos esos informes; decidme, sin que esta pregunta tenga ningún interés, ¿cuando esas personas casan a sus hijos, suelen darles dote?

-¡Psch!, eso según. Yo he conocido a un príncipe italiano, rico como un Creso, uno de los personajes principales de Toscana, que cuando sus hijos se casaban a gusto suyo, les daba millones, y cuando lo hacían a su pesar, se contentaba con darles, por ejemplo, una renta de treinta escudos al mes. Si era con la hija de un banquero, por ejemplo, probablemente tomaba algún interés en la casa del suegro de su hijo; después da media vuelta a sus cofres, y hete aquí dueño al señor Andrés de unos pocos millones.

-Luego ese muchacho encontrará una mayorazga, querrá una corona cerrada, un El Dorado atravesado por el Potosí.

-No, todos esos grandes señores se casan generalmente con simples mortales; son como Júpiter, cruzan las razas. Pero cuando me hacéis tantas preguntas, tal vez llevaréis alguna mira... ¿Queréis casar por ventura a Andrés, señor Danglars?

-Me parece -dijo Danglars-, no sería ésa mala especulación, y yo soy especulador.

-¿No será con la señorita Danglars, supongo? ¿Porque no querréis que luego se ahorque Alberto de desesperación?

-Alberto -dijo el banquero encogiéndose de hombros-, ah, sí, no le importará mucho.

-¡Pero está prometido a vuestra hija, según creo!

-Es decir, el señor de Morcef y yo hemos hablado dos o tres veces de ese casamiento, pero la señora de Morcef y Alberto...

-No vayáis a decirme que no es buen partido...

-Bueno, creo que la señorita Danglars merece al señor de Morcef.

-El dote de la señorita Danglars será muy bonito, en efecto, y yo no lo dudo, sobre todo si el telégrafo no vuelve a cometer más locuras.

-¡Oh!, no es sólo el dote, porque después de todo... Pero decidme...

-¿Qué?

-¿Por qué no convidasteis a Morcef y a su familia a vuestra comida?

-Ya lo había hecho, pero tuvo que hacer un viaje a Dieppe con la señora de Morcef, a quien recomendaron los aires del mar.

-Sí, sí -dijo Danglars riendo-, deben de resultarle saludables.

-¿Por qué?

-Porque son los que ha respirado en su juventud.

Montecristo dejó pasar el chiste sin dar a entender que hubiera fijado la atención en él.

-Pero, en fin -dijo el conde-, si Alberto no es tan rico como la señorita Danglars, no podéis negar que lleva un hermoso apellido.

-Me río yo de su apellido, que es tan bueno como el mío -dijo Danglars.

-Ciertamente, vuestro nombre es popular, y ha adornado el título con lo que le ha parecido; pero sois un hombre harto inteligente para no haber comprendido que, según ciertas preocupaciones muy arraigadas para que se puedan extinguir, una nobleza de cinco siglos vale más que una nobleza de veinte años.

-He aquí por qué -dijo Danglars con una sonrisa que procuraba hacer sardónica-, he aquí por qué preferiría yo al señor Andrés Cavalcanti a Alberto de Morcef.

-No obstante -dijo Montecristo-, yo supongo que los Morcef no le ceden en nada a los Cavalcanti.

-¡Los Morcef...! Mirad, querido conde, ¿creeréis lo que voy a deciros...?

-Seguramente.

-¿Sois entendido en blasones?

-Un poco.

-¡Pues bien!, mirad el color del mío; más sólido es que el del conde de Morcef.

-¿Por qué?

-Porque yo, si no soy barón de nacimiento, me llamo al menos Danglars.

-¿Y qué más?

-Que él no se llama Morcef.

-¡Cómo! ¿Que no se llama Morcef?

-No, señor, no se llama así.

-No puedo creerlo.

-A mí me han hecho barón; así, pues, lo soy; él se ha apropiado del título de conde; así, pues, no lo es.

-Imposible.

-Escuchad, mi querido conde -prosiguió Danglars-, el señor de Morcef es mi amigo, o más bien mi conocido, después de treinta años: yo soy franco, y no hago caso del qué dirán; no he olvidado cuál es mi primitivo origen.

-Hacéis bien, y yo apruebo vuestra manera de pensar -dijo Montecristo-; pero me decíais...

-¡Pues bien! ¡Cuando yo era escribiente de una oficina, Morcef era un simple pescador!

-Y entonces, ¿cómo se llamaba?

-Fernando.

-¿Fernando, y nada más?

-Fernando Mondego.

-¿Estáis seguro?

-¡Diablo! ¡Me ha vendido bastante pescado para que no le conozca...!

-Entonces, ¿por qué le dais vuestra hija a su hijo?

-Porque Fernando y Danglars eran dos pobretones, ennoblecidos a un mismo tiempo, y enriquecidos también; en realidad, tanto vale uno como otro, salvo ciertas cosas que han dicho de él, y no de mí.

-¿El qué?

-Nada.

-¡Ah!, sí, comprendo; lo que me decís me hace recordar el nombre de Fernando Mondego. Yo lo he oído pronunciar en Grecia, si mal no recuerdo.

-¿Respecto a Alí-Bajá?

-Exacto.

-Ahí está el misterio -repuso Danglars-, y confieso que hubiera dado cualquier cosa por descubrirlo.

-No era difícil, si lo hubieseis deseado.

-¿Pues cómo?

-¿Tenéis acaso algún corresponsal en Grecia?

-¡Oh!

-¿En Janina?

-¡En todas partes!

-¡Pues bien!, escribid a vuestro corresponsal de Janina, y preguntad qué papel desempeñó en el desastre de Alí-Tebelín un francés llamado Fernando.

-¡Tenéis razón! -exclamó el banquero, levantándose vivamente-; ¡hoy mismo escribiré!

-Hoy, sí.

-Voy a hacerlo en seguida.

-Y si recibís alguna noticia escandalosa...

-¡Os la comunicaré!

-Me haréis con ello un gran placer.

Danglars se lanzó fuera del salón, y apenas llegó a la puerta, montó de un salto en su carruaje.



Primera Parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18 - 19 - 20 - 21 - 22 - 23
Segunda parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17
Tercera parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10
Cuarta parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9
Quinta parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18 - 19