El cardenal Cisneros/XXXIII

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XXXIII.

La muerte de Felipe, la locura de su esposa, la ausencia del Rey Fernando, colocaban á Castilla en la situacion de una nave sin timon, en medio de toda clase de borrascas. Habia, sin embargo, en la Corte un viejo y experimentado piloto, que acaso podia llevarla á puerto seguro: era Cisneros. Ya desde la vispera de aquella muerte tan imprevista, considerándola inminente, celebró una conferencia con muchos Grandes, á fin de proveer á las necesidades de la gobernacion del reino si tenía lugar el fallecimiento del Archiduque. Constituyóse un Consejo de Regencia, ó más bien una especie de Gobierno Provisional, en el cual estaban representados los dos grandes bandos que entónces existian: el Duque del Infantado, el Gran Condestable y el Almirante de Castilla, los dos últimos emparentados con la Casa Real, partidarios del Rey Católico, y el Duque de Nájera y otros dos Señores flamencos por parte del partido opuesto, todos presididos por el ilustre Prelado. El dia siguiente, muerto ya Felipe, una gran reunion de nobles, que es como si dijéramos los notables del reino, aprobó lo acordado, y convinieron, entre otras cosas, en que el Gobierno Provisional continuaria hasta fin de aquel año; en que no se harian levas de gentes; en que las personas, tierras y castillos de los unos no recibirian daño de los otros; y, por último, en que ninguno se apoderaria de la Reina, que quedó en Búrgos, ni del Infante D. Fernando, que á la sazon se criaba en Simancas[1].

El nuevo poder, sobre todo Cisneros, queria fortificarse por medio del voto de la nacion representada en Córtes; pero ni la Reina quiso firmar las cartas convocatorias, ni aunque Cisneros podia ser sospechoso á los partidarios del Rey Católico, lo admitian algunos de éstos, singularmente el Duque de Alba, fundándose, entre otros motivos, en que si el objeto era el nombramiento de una Regencia, esta ya estaba conseguida con el nombramiento de D. Fernando en Toro, en 1505, y que el suscitar nuevamente esta cuestion era poner en duda, sin necesidad alguna, la validez de aquel acto[2].

A pesar de esto, las Córtes fueron convocadas para el mes de Noviembre en Búrgos por el Gobierno Provisional que existia de hecho, si no de derecho, previniendo á las ciudades que enviasen sus representantes con plenas instrucciones de sus deseos respecto á la organizacion definitiva del poder supremo, é influyendo el infatigable Arzobispo, con lo que el lenguaje político moderno llama influencia moral, de la que en casos tales, dicho sea de paso, ni ha prescindido, ni prescindirá, ni puede ni debe prescindir ningun Gobierno, para que vinieran en gran número los partidariosdel Rey Católico, á fin de poder conjurar aquella crisis tan angus tiosa como inesperada. Estériles por demás fueron aquellas Córtes, y ningun resultado práctico se obtuvo de su reunión. Primeramente Doña Juana no quiso recibir á sus delegados, y por último les dijo que regresaran á sus casas y no volvieran á mezclarse en los negocios públicos sin su expreso mandamiento. Las Córtes fueron prorogadas, y así un poder efimero y discorde entre sí, como era el Gobierno Provisional, cuya mision irregular, después de todo, debia de concluir con el año, quedaba al lado de la Reina loca y al frente de la nacion medio en anarquía.

Triste y hasta desesperada era la situacion de entónces. Escapábase de su prision el Duque de Valentinois, que podia revolver de nuevo el reino de Nápoles, y hallaba abrigo primero en los Estados del Conde de Benavente, y después en las tierras de su deudo el vecino Rey de Navarra, nuestro enemigo. El Duque de MedinaSidonia adelantaba sus gentes sobre Gibraltar para arrebatarla á sus Soberanos. Habia revueltas en Córdoba por las crueldades de la Inquisicion. El Marques de Cenete robaba por fuerza de las Huelgas de Valladolid á Doña María Fonseca, con quien pretendia casar, depositada allí por los Reyes. Los Marqueses de Moya querian apoderarse del Alcázar de Segovia, que les entregaran los Reyes Católicos, y dado por el flamenco á Juan Manuel. Estallaban desórdenes en Toledo, en Madrid y en otras partes, aprovechando tan triste oportunidad los que se valen de todas y se van á cualquier partido para conseguir sus medros particulares y alzarse con el poder en los pueblos en donde viven. Casi todos los que se agitaban y aparecian en escena pensaban en si: muy pocos en la pátria, que se desangraba y moria. El Duque del Infantado queria el obispado de Palencia para un hijo suyo. El Duque de Alburquerque exigia que Segovia volviese á poder de los Marqueses de Moya. El Duque de Nájera tenía celos del Condestable, y el Marques de Villena del Duque de Alba; de modo que bastaba que los unos se declarasen por el Rey Católico para que los otros dos le fuesen hostiles, sin más razon que ésta, por demás menguada. El Conde de Benavente queria que se celebrase feria en una de sus villas, con perjuicio notorio de Medina del Campo, y muchos más que tenian otras pretensiones, prestos á acudir, como dice con justa severidad Mariana, á la parte de donde se les diere más esperanzas de ellas, sin tener respeto al bien comun, si se apartaba de sus particulares. Hasta del mismo Cisneros se decia que si se arrimaba tanto al Rey Católico en estas circunstancias era por alcanzar el capelo de Cardenal para sí, y para su protegido Ruiz un obispado.

Así llovian las soluciones para dar Soberano á Castilla, porque detrás de cada solucion habia una esperanza, una ambicion ó una codicia que la fomentase con afan. Quién queria llamar á Maximiliano, el padre de Felipe; quién al Rey de Portugal; éstos proclamar Rey al Principe D. Cárlos; aquellos constituir una Regencia con su hermano D. Fernando; otros querian casar á Doña Juana, y entre los últimos los habia que querian casarla ya con el Duque de Calabria, ya con D. Alonso de Aragon, ya con el viejo Rey de Inglaterra, ya con Gaston de Fox, cuñado y sobrino del Rey Católico.

Toda esta variedad de soluciones, seguridades visiblemente por el interes particular, palidecian ante la solucion nacional, verdadera y única solucion de aquella angustiosa é inesperada crisis. Porque la verdad era que Juan Manuel, lleno de ingenio, es verdad, pero saturado de vicios, y toda su kabila de Flamencos estaban desacreditadísimos, pues en el poco tiempo que habian dispuesto de los destinos de la Nacion, se vió bien claro que no iban á otra cosa que á hartar su codicia y á llenarse de mercedes, aunque el escándalo fuera universal y viniera después el diluvio. Los grandes que más bullian y se agitaban contra el Rey Fernando eran pocos y además estaban denunciados á la opinion general como sospechosos por su propio interes, tras el cual únicamente caminaban. En cambio los pueblos que recordaban los buenos tiempos de los Reyes Católicos, la larga experiencia y el superior talento de D. Fernando, que si castellano no era, conocia perfectamente los hombres y las necesidades de Castilla, y el considerable número de grandes, que iban perdiendo de dia en dia en su propiedad y en sus rentas con aquella lenta disolucion de la pátria, con aquella anarquía crónica y turbulenta, de la que sólo podrian prometerse sacar fruto los ambiciosos de dentro y los enemigos de fuera, suspiraban porque regresase cuanto antes de Italia el antiguo soberano de estos reinos.

Habia muchos elementos, habia aún grandes elementos en Castilla para salvarla en esta ocasion tristisima. Los pueblos, como los individuos, tienen su instinto de conservacion, y aunque solicitados, requeridos y aun forzados en direccion contraria, toman, sin embargo, el mejor camino cuando hay en la altura hombres que saben hacer un llamamiento á estos instintos salvadores, á estos sentimientos inmortales, con cuyo auxilio se dominan las situaciones más dificiles y las crisis más árduas. Teniamos la fortuna entonces de que existiese un hombre como Cisneros, de gran carácter, austera conciencia y fervoroso patriotismo que, apoyándose en estas fuerzas latentes, como invisibles, como anónimas, las cuales deben de saber buscar y atraerse siempre los hombres de Estado de recta intencion, iba á su objeto con perseverancia, sin desviaciones, encaminando á este fin los ocultos resortes de su fértil diplomacia y los arranques atrevidos de su batallador carácter.

Atendia á la cuestion de órden público en todas partes, apaciguaba los discordes ánimos de Toledo, Avila y Madrid; proporcionaba fondos al anciano Conde de Tendilla que temia la desercion de sus tropas si no se les pagaban sus sueldos; procuraba un concierto de los grandes de más poder en Andalucía para mantener en paz aquella importante region de los reinos, y hacia retroceder al Duque de Medina Sidonia que quiso apoderarse por fuerza de Gibraltar; valíase del Conde de Benavente y del Duque de Alba para que obligasen al Conde de Lemos á entregar á Ponferrada que queria conservar en su poder hasta la venida del Rey Católico; veia que la misma Reina expulsaba de su Consejo á los rapaces flamencos, traidos y colocados allí por D. Felipe; nunca se apartaba de su lado ni cuando hacia aquellos extravagantes viajes en compañía de los restos putrefactos del cadáver de su marido, ni cuando la peste diezmaba á Castilla y quedó con ella en Torquemada, mientras el Consejo Real se transferia á Palencia, libre del azote; negociaba en nombre del Rey Católico con los grandes de más influencia, le avisaba de los pasos que le convenia dar personalmente y de los que él daba por su cuenta; conquistaba á unos con los halagos, completando así la obra del Rey que escribia cartas afectuosas á sus amigos de ántes, á otros los retraia ó los sojuzgaba con el terror, y como en tiempos de revueltas la causa más santa, la legitimidad más incontrovertible pronto naufraga si no se apoya en la fuerza, formó un verdadero ejército, que tenia bien atendido y pagado, siempre dispuesto á tener á raya á los grandes y á castigar sus atrevimientos.

En vano se le interponian en su camino dificultades de toda especie á cada instante. Vacó un pingüe beneficio en su diócesis, y habiéndolo provisto en Pedro Mártir, hombre de gran mérito, se encontró con que un hermano del Duque del Infantado se habia ya posesionado de él, en virtud de una bula pontificia de las llamadas espectativas, igual á la que trajo Cisneros de Roma y le valió sufrir algunos años la severidad del Arzobispo Carrillo. No quiso reconocer Cisneros que fuese igual el caso, pues el Papa que concedió la última bula habia ya muerto, y tales beneficios, segun decia, acaban con el Pontifice que los otorga; pero esto no era más que un sofisma para cubrir su propia inconsecuencia, y aunque hizo bien en sostener á Mártir en su beneficio contra el que traia la provision del Papa, deducimos de esta contradiccion en un varon tan justo y tan insigne la elocuente enseñanza, tantas veces acreditada por la experiencia, de que no es lo mismo pedir de abajo que conceder de arriba, pues el que está abajo sólo ve su interes privado, mientras que el que está arriba ha de atender á la armonía de los múltiples intereses que están sometidos á su autoridad y á su celo.

No poca fortuna fué en Cisneros dominar prontamente este conflicto, como dominó los varios en que se vió envuelto en esta epoca azarosa de su agitada vida. Intrigaban los grandes con la Reina, pero eran escasos los relámpagos que brillaban en aquella apaga la inteligencia, y esos los aprovechaba el Arzobispo. Acudian al Emperador Maximiliano; pero éste se hallaba muy lejos y Cisneros no le temia. Querian suscitar sospechas en el suspicaz y receloso D. Fernando; pero el ilustre Prelado se anticipaba á todas sus maniobras y le tenía apercibido de todo. Intentaba la nobleza desacreditar al Arzobispo, suponiendo que queria mandar en la Reina y en todos los grandes, por lo cual formaba y constituia un ejército, de cuyo cargo se hace eco Zurita cuando le acusa de tener un corazon más de Rey que de fraile[3]; pero la verdad es que las gentes veian que aquellas tropas eran el más firme sosten del órden público y contenian á la turbulenta nobleza, de modo que, aunque hubiera ambicion en Cisneros, era aquella grande, noble y varonil ambicion que salva á los Estados é inmortaliza á los indivíduos que la tienen. Singular fortuna, ó por mejor decir, singular talento, genio extraordinario, firme y levantado carácter el de Cisneros que supo conservar la unidad, la cohesion, la integridad de la pátria en tiempos tan revueltos, cuando todos querian mandar y nadie obedecer, cuando la nobleza tiraba á dividir á España en pedazos y parecia llegado el lúgubre momento de su disolucion anárquica ó de reproducirse los feudalismos locales de la Edad Media que hubieran mutilizado la gran obra de los Reyes Católicos. ¡Gloria inmortal al nombre de Cisneros que tanto bien hizo á la naciente pátria, á la apénas constituida nacionalidad española en tan solemne ocasion, y ojalá que su recuerdo sirva de estímulo y de norma á nuestros gobernantes presentes ó futuros, si es que España ha de pasar de nuevo por crisis tan graves é imprevistas, por interinidades tan dolorosas, por una horfandad tan misera y aventurada como la que dejamos pálidamente descrita!

De todos modos, Cisneros, á quien acusaba Zurita, segun ántes hemos dicho, de tener un corazon más de Rey que de fraile, sabia las dificultades con que tenia que luchar, exhortaba continuamente al Rey D. Fernando á que apresurase su vuelta y estaba deseoso de entregar un poder que se sostenia por maravilla y que no podia hacer frente con vigor y con fortuna á todos los conflictos que se presentaban. En esto demostraba la superioridad de su talento como hombre de Estado, pues los poderes interinos que se forman por acaso ó constituye perentoriamente la necesidad del momento, llámense Consejos de regencia, Triunviratos, Directorios, Gobiernos provisionales, son débiles por naturaleza y corren el riesgo continuo de convertirse en una dictadura sin magestad que la fuerza levanta y la fuerza arrebata tambien, ó de perecer como oscuros náufragos, que ni piedad siquiera inspiran, entre las embravecidas olas de la creciente anarquía.

(Se continuará.)C. Navarro y Rodrigo
  1. Mariana; lib. XXIX, cap. I.
  2. Véase Zurita; Anales de Aragon, lib. VII, cap. XXVI.
  3. Anales, tomo VI, lib. VII, cap. XXIX.