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El cardenal Cisneros/LXIX

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


LXIX.

Hemos recorrido á grandes rasgos la política interior, la política exterior, la política colonial que practicó Cisneros desde que se hizo cargo de la Regencia. Pasma y asombra que á los ochenta años de edad se manifestara con todo el vigor de su inteligencia y con todo el vigor de su voluntad. Era una inteligencia, era un talento que no se habia debilitado con los años, y que, al apagarse definitivamente, despedía sus rayos más espléndidos; era también un brazo de hierro que, no los hombres y los sucesos, la muerte sólo podia quebrantar. En vano los Nobles intrigaban en Francia y en Flándes contra su dominación: un soplo suyo derribaba sus intrigas como un castillo de naipes. En vano la Corte de Flándes enviaba á España al Dean de Lovayna para contener su iniciativa ó encaminarla á las miras flamencas: Cisneros lo eclipsó y lo hizo entrar en las suyas. En vano, para fortalecer á Adriano, se enviaba otro flamenco, el señor de Laxao, conocido en España desde los tiempos de Felipe el Hermoso, más hábil y astuto qué su compañero: Cisneros lo recibía con grande agasajo, pero en las cosas del Gobierno ponía especial cuidado en relegarle á último término, después de Adriano, y cuando estos dos co-regentes daban órdenes por sí y las firmaban ántes que su compañero para forzar la mano del Cardenal de España, éste rasgaba sencillamente aquellas credenciales y sólo hacía circular como válidas las que llevaban su firma. En vario se envió al Sr. Amertorfs, otro holandés de gran fama, con el mismo objeto que á Laxao; pues bien que el Cardenal lo tratase con gran cortesía, apénas le dejaba intervenir en el Gobierno, ocurriendo que los mismos medios de que se valian para debilitar al Cardenal servian para afirmar y robustecer su poder, porque el Consejo de España, casi en su totalidad, se colocó del lado de Cisneros por el temor de que, multiplicándose los Regentes, vinieran á anular su parte de influencia, y entónces resolvieron estos Consejeros hacer presente á Flándes que era contrario á las leyes del pais gobernar á éste por medio de extranjeros; que ya los pueblos empezaban á murmurar, y no faltaba quien dijera que no eran unos mismos los intereses de la Corte flamenca y los del reino. Así que, conociendo Cisneros la fuerza de su posición y harto justificado con la nobleza de sus propósitos, ya no hizo caos alguno de sus compañeros de Regencia, sobre todo de los dos que hablan llegado últimamente. En vano multiplicaron sus quejas é hicieron llegar sus iras á Flándes, porque D. Cárlos, al fin importunado de esta manera, dijo á sus Consejeros: Lo que yo veo en el Cardenal de España es, que de qualquier manera que gobierne, sea solo, sea acompañado, no hace cosa que no convenga á la dignidad de mi persona, y á las reglas de justicia. Sus fortalezas, de que vosotros os quejais, son algunas veces útiles para mantener la disciplina. Yo creo que después de todo esto, lo mejor que nosotros podemos hacer, es dejarle governar. Tuvieron que tomar otro camino los favoritos del Príncipe, y entónces le aconsejaron enviara á España al Conde Palatino; pero Cisneros, que lo reclamaba para Gobernador del Infante D. Fernando, pues sólo para la casa de éste queria Flamencos (y esto demuestra la lealtad de Cisneros hacia el Príncipe D. Cárlos), escribió enérgicamente contra este proyecto, cuando de él tuvo noticia, y en verdad que se necesitaba tener la gran posición que Cisneros tenía en España para escribir frases tan duras y tan ásperas como las suyas, sobre todo dirigiéndose á oidos de Reyes y cortesanos, no más que acostumbrados á las lisonjas. Que estaba cansado de tener todos los dias nuevos disgustos que tolerar, —escribía Cisneros,— que no discurriesen en embiar nuevos compañeros, que se pensase ántes en embiarle un nuevo succesor; que él estaba resuelto de irse á su Diócesis, y que no le quedaba ya sino poco tiempo para disponerse á bien morir; que aprobaba mucho que se nombrase al Conde Palatino para Gobernador del Infante, y que habia mucho tiempo que conocia tenía necesidad de mudar toda la casa de este Príncipe; que en quanto á él, habia servido á su Rey y su Patria con aficion, y sin interes; y si lo pudiera decir, con reputacion, y con honra; pero que en fin, pues la juventud del Rey, y la avaricia, y emulación de algunas personas de su Corte, se oponian mas, y mas á sus buenas intenciones, no se podía resistir mas á los trabajos, y desdichas, que preveía; que él se iba á retirar á Toledo, donde no viviendo sino para sí, y para su Rebaño, veria como desde un Puerto las tempestades que se llevantaban en la Monarquía.

Los cortesanos de D. Cárlos no se atrevian á continuar la lucha con Cisneros. Tenía éste toda la razon de su parte y además energía suficiente para hacerla prevalecer. Temieron ser causa de los conflictos que ocurriesen en España. Creyeron que en crisis tan grave como la que Castilla corría, Cisneros era necesario, y dejaron de hacerle oposicion; pero en cambio, cuando éste pedia que el Rey viniese á España con urgencia, prorogaban indefinidamente su viaje, porque seguros de gobernarle, querian entrar á la parte en los tesoros que enviaba España.

Durante muy pocos dias, quizá no constituyan meses, nuestro Prelado gozó de una tregua: habíase quejado constantemente de que no se le diese poder sino para el mal y no para el bien, encargando que se hiciera presente al Rey «que tener hombre poder para quitar y no para dar, es muy gran falta, y que á todo el mundo parece mal, y que pues ay tantas personas que siruen á su alteza en estos reynos, asy en paz como en guerra, que es necesario que aya poder para tenerlos contentos y hazerles mercedes, como siempre se hizo, y de otra manera siruen de mala gana, y los Oficios están por proueer mucho tiempo y es grande ynconueniente, y esto se entiende en caso que su alteza por agora no aya de venir, y que, pues es seruido de me encomendar esta gouernacion, y que le suplico me crea en lo que le escrivo, y aquello mande proueer, y tenga por cierto que no le tengo que dezir ni hazer syno lo que conuenga al seruicio de su majestad, y el de Dios primeramente, y al bien y paz destos rreynos [1].» Estas quejas al fin fueron en parte atendidas.

Era ya hora de que se dejase alguna libertad de accion á Cisneros, pues era pretension muy rara en los Flamencos querer gobernar á España desde tan lejos sin conocerla, de modo que tenía razon sobrada un amigo del Cardenal, el Obispo de Ávila, en escribir á Lopez de Ayala lo que sigue: «¡Qué os parece á vos, qué tal estaria Flandes sy desde acá la quisiésemos gouernar no sabiendo cosa de lo de allá!» La mayor parte de los males que entónces pesaban sobre España dependian de esto, así los interiores como los exteriores, pues si los Grandes se revolvian unos contra otros y en daño del Estado, siempre era porque todos esperaban comprar, atraerse ó engañar á la Corte de Flándes, y si en Roma, y en Italia, y aun en Navarra, nos suscitaban dificultades los Franceses, era también porque no habia unidad en la acción del Gobierno, debilitándose la autoridad del Cardenal con los celos, envidias y obstáculos que le venian de los cortesanos de D. Cárlos. Algo remedióse este violento estado de cosas, cuando reservándose el Rey las rentas del dominio real y la provisión de los Obispados, encomiendas y beneficios en las Ordenes Militares, se dieron á Cisneros amplias facultades para disponer en todo lo demás de la Gobernación del Reino. No, no se entregó Cisneros á un reprensible favoritismo, como hacen sin respetos á la opinión y en dias de libertad los que, al llegar al poder supremo, cuidan de adelantar principalmente al interminable cortejo de sus parientes, deudos y amigos, no pocos de incapaces tachados, y algunos de corrupción sospechosos. Cisneros aprovechó el amplio poder de que se le invistió para elevar á los hombres de saber y virtud, atrayéndose á la flor de la nobleza, y comprometiéndola en bien del Estado cuando ántes no obedecía más que los suyos particulares. Por cierto que, no pudiendo hacer nada por sí en favor de Adriano, su primer compañero de Regencia, sugeto de bondad natural, de grande ilustración y el ménos malo de los Flamencos que conoció España, escribió al Rey para que le diese el Obispado de Tortosa, vacante por muerte del que lo poseia, y á más le nombrase Inquisidor general de Aragón que el difunto ejercía tambien, logrando el interesado sólo el primer cargo, que le sirvió de escala para llegar á Cardenal y algún tiempo después á la misma Silla de San Pedro.

No, no podia resultar ningún mal al Príncipe, ántes por el contrario, mucho bien á sus Reinos, de otorgar al Cardenal de España amplios poderes, de modo que tenía razón el Obispo de Avila, cuando en una enfermedad de Cisneros, escribía á la Corte de Flándes, diciendo: «Que lo que conviene á su alteza es ó uenir á gouernar, ó dexar al Cardenal hacer bueno ó malo lo que quisiere, porque no proueyendo el Cardenal los Obispados, ni las encomiendas, ni los beneficios que son de calidad, todo lo otro que prouee acá lo podrá su alteza, en dia que uiniere, proueerlo á su uoluntad, syno le agradare lo que el Cardenal quiere hecho, y todas las cosas le deue rremitir, que en uerdad se puede su alteza alabar que nunca y jamas príncipe tobo tal servidor, ni padre, ni mayordomo de su hazienda.»


  1. Carta LXXXI de los Sres. Gayangos y la Fuente.