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El alquiler de un cuarto

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de Ramón de Mesonero Romanos
El alquiler de un cuarto

El alquiler de un cuarto

Las riquezas no hacen rico, mas ocupado;

no hacen señor, mas mayordomo.

Celestina.


A los que acostumbran mirar las cosas sólo por la superficie, suele parecerles que no hay vida más descansada ni exenta de sinsabores que la de un propietario de Madrid. Envidian su suerte, entienden que en aquel estado de bienaventuranza nada es capaz de alterar la tranquilidad de tan dichoso mortal, al cual (según ellos) bástale sólo saber las primeras reglas de la aritmética para recibir puntualmente y a plazos periódicos y seguros el inagotable manantial de su propiedad. -«¡Si yo fuera propietario (dicen estos tales), qué vida tan regalona había de llevar! De los treinta días del mes, los veinte y nueve los pasaría alternando en toda clase de placeres, en el campo y la ciudad, y sólo doce veces al año dedicaría algunas horas a recibir el tributo que mis arrendatarios llegarían a ofrecerme. Tanto de éste, tanto del otro, cuánto del de más allá; suma tanto... bien puedo descansar y divertirme, y reír por el día, y roncar por la noche, y compadecerme de la agitación del mercader, y de la dependencia del empleado, y del estudio del literato, y de la diligencia del médico, y del trabajo, en fin, que todas las carreras llevan consigo.»

Esto dicen los que no son propietarios: escuchemos ahora a los que lo son; pero no los escuchemos, porque esto sería cuento de nunca acabar; mirémosles solamente hojear de continuo sus libros de caja para ajustar a cada inquilino su respectivo debe y haber (porque un propietario debe saber la teneduría de libros y estar enterado de la partida doble), veámosle correr a su posesión, y llamar de una en otra puerta con aire sumiso y demandante, y recibir por toda respuesta un «No está el amo en casa». -«Vuelva usted otro día». -«Amigo no me es posible; los tiempos... ya ve usted cómo están los tiempos». -«Yo hace veinte días que no trabajo». -«A mí me están debiendo ocho meses de mi viudedad». -«Yo estoy en enero». -«Yo en octubre de 35». -Pues yo, señores míos (dice el propietario), estoy en diciembre de 1840 para pagar adelantadas las contribuciones, con que si ustedes no me ayudan...

Otros la toman por diverso estilo... -«Oiga usted, señor casero, en esta casa no se puede vivir de chinches; es preciso que aquí ponga cielo raso». -«Yo quiero que me blanquee usted el cuarto». -«Yo que me desatasque usted el común». -«Yo que me ensanche la cocina». -«Yo que me baje la buhardilla.»

Mirémosle, pues, regresar a su casa tan lleno el pecho de esperanzas como vacío el bolsillo de realidades, y dedicarse luego profundamente a la lectura del Diario y la Gaceta (porque un propietario debe ser suscriptor nato a ambos periódicos) para instruirse convenientemente de las disposiciones de la autoridad sobre policía urbana, y saber a punto fijo cuándo ha de revocar su fachada, cuándo ha de blanquear sus puertas, cuándo ha de arreglar el pozo, cuándo ha de limpiar el tejado; o bien para estudiar los decretos concernientes a contribuciones ordinarias y extraordinarias, y calcular la parte de propiedad de que aún se le permite disponer. Veámosle después consultar los libros forenses, la Novísima Recopilación y los autos acordados (porque un propietario debe ser legista teórico y práctico), con el objeto de entablar juicios de conciliación y demandas de despojo. Escuchémosle luego defender su derecho ante la autoridad (porque el propietario debe también ser elocuente), para convencerla de que el medianero debe dar otra salida a las aguas, o que el inquilino tiene que acudirle con el pago puntual de sus alquileres, cosa que de puro desusada ha llegado a ponerse en duda. Oigámosle más adelante dirimir las discordias de los vecinos sobre el farol que se rompió, el chico que tiró piedras a la ventana de la otra buhardilla, el perro que no deja dormir a la vecindad, el zapatero que se emborracha, la mujer del sastre que recibe al cortejo, el albañil que apalea a su consorte, el herrador que trabaja por la siesta, la vieja del entresuelo que protege a la juventud, el barbero que cortó la cuerda del pozo, y otros puntos de derecho vecinal, para resolver sobre los cuales es preciso que el propietario tenga un espíritu conciliador, un alma grande, una capacidad electoral, una presencia majestuosa, actitudes académicas, sonora e imponente voz. Por último, veámosle entablar diálogos interesantes con el albañil y el carpintero, el vidriero y el solador, y disputar sobre panderetes, y bajadas, y crujías, y solarones y emplomados, y rasillas, y nos convenceremos de que el propietario tiene que saber por principios todos aquellos oficios, y encerrar en su cabeza todo un diccionario tecnológico; y cuenta, que esto no ha de salvarle de repartir por mitad con aquellos artífices el líquido producto de su propiedad.

Pero en ninguno de los casos arriba dichos ofrece tanto interés al espectador la situación de nuestro propietario, como en la del acto solemne en que va a proceder a el alquiler de un cuarto.

Figurémonos un hombre de cuatro pies, aunque sustentándose ordinariamente en dos, frisando en la edad de medio siglo, rostro apacible, sereno y vigorizado por cierto rosicler..., el rosicler que infunde una bolsa bien provista; los ojos vivos, como del que sabe estar alerta contra las seducciones y las estafas; las narices pronunciadas como un hombre que acostumbra a oler de lejos la falta de pecunia; la frente pequeña, señal de perseverancia; los labios gruesos y adelantado el inferior, en muestra de grosería y avaricia; las orejas anchas y mal conformadas para ser sensibles a los encantos de la elocuencia; y amenizado el resto de su persona con un cuello, toril en diámetro y tan corto de talla, que la punta de la barba viene a herirle la paletilla; con unos hombros atléticos; con una espalda como una llanura de la Mancha; con unas piernas como dos guardacantones; y colocada sobre entre ambas una protuberante barriga, como la muestra de un reloj sobre dos columnas, o como un caldero vuelto del revés, y colgando de una espetera.

Envolvamos esta fementida estampa en siete varas de tela de algodón, cortada a manera de bata antigua; cubramos sus desmesurados pies con anchas pantuflas de paño guarnecidas de pieles de cabrito; y coloquemos sobre su cabeza un alto bonete de terciopelo azul, bordado de pájaros y de amapolas por las diligentes manos de la señora propietaria. Coloquémosle así ataviado en una profunda silla de respaldo, con la que parece identificada su persona, según la gravedad con que en ella descansa; haya delante un espacioso bufete de forma antigua, profusamente adornado de legajos de papeles y títulos de pergamino, animales bronceados y frutas imitadas en piedra, manojos de llaves, y padrones impresos; y ataviemos el resto del estudio con un reloj alemán de longanísima caja, un estante para libros, aunque vacío de ellos, dos figuras de yeso, unas cuantas sillas de Vitoria, y un plano de Madrid de colosales dimensiones. Y ya imaginado todo esto, imaginémonos también que son las ocho de la mañana, y que nuestro casero, después de haber dado fin a sus dos onzas de chocolate, abre solemnemente su audiencia a los postulantes que van entrando en demanda de la habitación desalquilada.

-Buenos días, señor administrador.

-Dueño, para servir a usted.

-Por muchos años.

-¿En qué puedo servir a usted?

-En poca cosa. Yo, señor dueño, acabo de ver una habitación perteneciente a una casa de usted en la calle de... y si fuera posible que nos arreglásemos acaso podría convenirme dicha habitación.

-Yo tendría en ello un singular honor. ¿Ha visto usted el cuarto? ¿Le han instruido a usted de las condiciones?

-Pues ahí voy, señor casero: yo soy un hombre que no gusta de regatear; pero habiéndome dicho que el precio es de diez reales diarios, paréceme que no estaría de más el ofrecer a usted seis con las garantías necesarias.

-Conócese que usted gusta de ponerse en razón; pero como cada uno tiene las suyas, a mí no me faltan para haber puesto ese precio a la habitación.

-Pero ya usted se hace cargo de la calle en que está; si fuera siquiera en la de Carretas...

-Entonces probablemente la hubiera puesto en quince reales.

-Luego, la sala es pequeña y con sólo un gabinete; si tuviera dos...

-Valdría ciertamente dos reales más.

-La cocina oscura y...

-Es lástima que no sea clara, porque entonces hubiera llegado al duro.

-El despacho es pequeño, y los pasillos...

-En suma, señor mío, yo por desgracia sólo puedo ofrecer a usted el cuarto tal cual es, y como antes dijo que le acomodaba...

-Sí; pero el precio...

-El precio es el último que ha rentado.

-Mas ya usted ve, las circunstancias han cambiado.

-Las casas no.

-Los sueldos se han disminuido.

-Las contribuciones se aumentan.

-Los negocios están parados.

-Los albañiles marchan.

-¿Conque es decir que no nos arreglamos?

-Imposible.

-Dios guarde a usted.

-Dios guarde a usted... Entre usted, señora.

-Beso a usted la mano.

-Y yo a usted los pies.

-Yo soy una señora viuda de un capitán de fragata.

-Muy señora mía; mal hizo el capitán en dejarla a usted tan joven y sin arrimo en este mundo pecador.

-Sí señor, el pobrecito marchó de Cádiz para dar la vuelta al mundo, y sin duda hubo de darla por el otro, porque no ha vuelto.

-Todavía no es tarde... ¿y usted, señora mía, trata de esperarle en Madrid por lo visto?

-Sí señor; aquí tengo varios parientes de distinción, el conde del Cierzo, la marquesa de las Siete Cabrillas, el barón del Capricornio, y otros varios personajes que no podrían menos de ser conocidos de usted.

-Señora, por desgracia soy muy terrestre y no me trato con esa corte celestial.

-Pues como digo a usted, mi prima la marquesa y yo hemos visto el cuarto desalquilado, y, lo que ella dice, para ti que eres una persona sola, sin más que cinco criados... aunque la casa no sea gran cosa...

-¿Y el precio, señora, qué le ha parecido a mi señora la marquesa?

-El precio será el que usted guste, por eso no hemos de regañar.

-Supongo que usted, señora, no llevará a mal que la entere, como forastera, de los usos de la corte.

-Nada de eso, no señor; yo me presto a todo... a todo lo que se use en la corte.

-Pues señora, en casos tales, cuando uno no tiene el honor de conocer a las personas con quien habla, suele exigirse una fianza y...

-¿Habla usted de veras? ¿Y yo, doña Mencía Quiñones, Rivadeneira, Zúñiga de Morón, había de ir a pedir fianzas a nadie? ¿y para qué? ¿para una fruslería como quien dice, para una habitacioncilla de seis al cuarto que cabe en el palomar de mi casa de campo de Chiclana? Como soy, señor casero, que eso pasa ya de incivilidad y grosería, y siento haber venido sola y no haberme hecho acompañar siquiera por mi primo el freire de Alcántara, para dar a conocer a usted quién yo era.

-Pues señora, si usted, a Dios gracias, se halla colocada en tan elevada esfera, ¿qué trabajo puede costarla el hacer que cualquiera de esos señores parientes salga por usted?

-Ninguno, y a decir verdad no desearían más que poder hacerme el favor; pero...

-Pues bien, señora, propóngalo usted y verá cómo no lo extrañan, y por lo demás, supuesto que usted es una señora sola...

-Sola, absolutamente; pero si usted gusta de hacer el recibo a nombre del caballero que vendrá a hablarle, que es hermano de mi difunto, y suele vivir en mi casa las temporadas que está su regimiento de guarnición...

-¡Ay, señora! pues entonces me parece que la casa no la conviene, porque como no hay habitaciones independientes... luego tantos criados...

-Diré a usted; los criados pienso repartirlos entre mis parientes, y quedarme sólo con una niña de doce años.

-Pues entonces ya es demasiado la casa, y aun paréceme, señora, que la conversación también.

A este punto llegaban de ella, cuando entra el criado con una esquela de un amigo rogando a nuestro casero que no comprometiera su palabra, y reservase el cuarto para unos señores que iban a llegar a Madrid: con esta salvaguardia, el propietario despacha a la viudita, pero sigue recibiendo a los que vienen después; entre ellos un empleado, de quien el diestro propietario se informa cuidadosamente sobre el estado de las pagas, y compadeciéndose con el mayor interés de que todavía le tuviesen en enero, le despacha con la mayor cordialidad; después acierta a entrar un militar que con aire de campaña reclama la preferencia, y a las razones del casero responde con amenazas, de suerte que éste hace la resolución de no alquilarle el cuarto, por no tener que sostener un desafío mensual; más adelante entra un hombre de siniestro aspecto y asendereada catadura, que dice ser agente de negocios y vivir en un cuarto (vulgo buhardilla), después entra una vieja que quiere la habitación para subarrendarla en detalle a cinco guardias de Corps; más adelante entra un perfumado caballero que lo pide para una joven huérfana y se compromete a salir por fiador de ella, y aun a poner a su nombre el recibo; más allá se presenta otra señora acompañada de dos hermosas hijas que arrastran blondas y rasos, y cubren sus cabezas con elegantes prendidos, y tocan el piano, según parece, y bailan que es un primor; «y tan virtuosas y trabajadoras las pobrecitas (dice la mamá), que todo esto que usted ve lo adquieren con su trabajo, y nada nos falta, bendito Dios.»

-Él, señora, premia la laboriosidad y protege la inocencia... mas sin embargo, siento decirlas que el cuarto no puede ser para ustedes.

Estando en esto vuelve el criado a decir que el amigo que quería el cuarto ya no lo quiere, porque a los señores para quien era, no les ha gustado; -que la otra señora que se convenía a todo, tampoco, porque después ha reparado que no cabe el piano en el gabinete; -que el militar ha quitado los papeles y dice que el cuarto es suyo, quiera o no quiera el casero; -que el llamado agente de negocios, al tiempo que lo vio, se llevó de paso ocho vidrios de una ventana, cuatro llaves, y los hierros de la hornilla; -que dos manolas que lo habían visto, habían pintado con carbón un figurón harto obsceno en el gabinete; -que unos muchachos habían roto las persianas y atascado el común; -y por último (y era el golpe fatal para nuestro casero), que una amiga a quien nada podía negar, quería el cuarto; pero con la condición de pintárselo todo, y abrir puertas en los tabiques, y poner tabiques en las puertas, y ensolarlo de azul y blanco, y blanquear la escalera, y poner chimenea en el gabinete... en punto a fiadores daba sólo sus bellos ojos, harto abonados y conocidos de nuestro Quasimodo; y en cuanto al precio, sólo quedaba sobreentendida una condición, a saber: que fuera éste el que quisiera, el casero no se lo había de pedir, pero ella tampoco se lo había de pagar.

Así concluyó este alquiler, sin más ulteriores resultados que una escena de celosía entre el casero y su esposa, una multa de diez ducados por no haber dado el padrón al alcalde a su debido tiempo, y un blanco de algunas páginas en su libro de caja por aquella parte que se refería a la habitación arriba dicha.

(Agosto de 1837.)