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El Kan y su hijo

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL KAN Y SU HIJO



H

ubo una vez en Crimea un Khan llamado Mosoláin El Asbad y este Kan tenía un hijo que se llamaba Tolaik Algalla...» Apoyado en el tronco de un árbol, un mendigo ciego, tártaro, comenzó con estas palabras una de las viejas leyendas de la península, ricas en recuerdos, y alrededor del cuentista, sentados sobre las piedras esparcidas de un palacio regio destruído por el tiempo, había un grupo de tártaros con túnicas de colores llamativos y gorros bordados en oro. Era el atardecer y el sol se hundía lentamente en el mar, sus rojos rayos penetraban á través del follaje de las plantas, que crecían en torno de las ruinas y proyectaban luminosas manchas sobre las piedras cubiertas de musgo, envueltas en verde terciopelo. El viento jugueteaba en las copas de los altos plátanos y el follaje de éstos murmuraba de igual modo que si corriesen por el aire, invisibles, melodiosas fuentes.

La voz del mendigo era débil y temblaba y su rostro pétreo, surcado de arrugas, reflejaba la paz. Las palabras, sabidas de memoria, brotaban una trás otra y ante los oyentes surgía un cuadro de los días pretéritos, ricos en fuerza.

El Khan era viejo—decía el ciego, pero tenía en su harem numerosas mujeres. Y ellas amabaral anciano porque aún tenía fuego y vigor bastante y eran sus caricias ardientes y las mujeres amarán siempre á quien sepa amarlas aunque sea vie jo, aunque su rostro se halle surcado de arrugas..la belleza está en la fuerza y no en la tersura del entis, ni en el sonrosado color de las mejillas.

Todas le amaban, pues, y él prefería á una cosaca de las estepas del Dnieper y siempre la acariciaba con más gusto que á las demás mujeres del harem, de su gran harem donde había trescientas mujeres de distintas tierras y todas cran bellas, como flores de Abril y todas vivían bien.

Para ellas mandaba preparar infinitos manjares sabrosos y dulces y dejaba que bailasen y cantasen siempre que querían...

Pero á su cosaca la llamaba con frecuencia á su baño desde el cual se contemplaba el mar y donde hab'a preparado para ella cuanto podia apetecer:

dulces, telas diversas, oro y piedras de múltiples colores, músicas y aves extrañas de lejanas tierras y ardientes caricias... En este baño pasaba el Khan con ella días enteros, descansando de los trabajos de su vida y sabiendo que su hijo Algalla no dejaria decaer las glorias de su reinado cazando lobos en las estepas rusas y tornando siempre de alli cargado de botín, con nuevas mujeres y glorias nuevas y dejando en pos de sí el terror, cenizas, sangre y cadáveres.

Una vez, regresó Algalla de una correría por tierras de Rusia y en su honor se celebraron grandes fiestas. Todos los príncipes de la peninsula se juntaron en ellas y hubo juegos y festines y los jinetes para probar su destreza tomaron como blanco los ojos de los prisioneros y bebieron de nuevo, celebrando la bizarria de Algalla, terror de los enemigos, sostén del reino. Y el viejo Khan se enorgullecía de la gloria de su hijo. Grato le era, á él, anciano, ver en su hijo á un valiente y saber que enando él, achacoso, muriese, el reino se hallaria en manos vigorosas.

Grato le era pensar en ello y por eso, de seando demostrar á su hijo el amor que le tenía, le dijo delante de todos los príncipes y señores, en el banquete con la copa en la mano:

—¡Bravo cres, hijo mío. Alabado sea Alá y bendito sea el nombre de su profeta!

Y todos glorificaron el nombre del profeta con voz potente. Entonces dijo el Kan:

—¡Poderoso es Alá! El ha bendecido mi juventud en mi valeroso hijo y ya veo que enando mis viejos ojos se cierron para siempre á la luz y los gusanos roan mi corazón, seguiré viviendo en mi hijo. ¡Alá es grando y Mahoma su verdadero profeta! Valiente es el hijo que tengo, robusto SII brazo, audaz su corazón y claro su entendimiento. ¿Qué es lo que deseas recibir de la mano do tu padre, Algalla? Dilo y tus deseos quedarán al punto satisfechos...

Y apenas se extinguió el eco de voz, he aquí que se levanta Tolaik Algalla y dice, bajando los ojos, negros como el mar de noche y lucientes como los del águila de las montañas:

—Dame la cosaca rusa padre mio. Guardó silencio el Kan, pero poco tiempo, el que era necesario para reprimir los latidos del corazón—y al punto dijo con voz firme y sonora:

—Tuya es! Terminado el banquete te la llevas...

El valeroso Algalla se encendió en regocijo, brillaron sus ojos de águila, púsose en pie, ergui—do y exclamó:

—¡Ya sabia que me la darías, padre y señor! Te conozco. Esclavo tuyo soy, soy tu hijo. ¡Toma mi sangre gota á gota, por ti moriria mil veces!

Nada necesito, contestó el Kan é inclinó sobre el pecho la blanca cabeza coronada por los años y por las victorias.

De alli á poco terminó el festin y ambos, al lado uno de otro y en silencio salieron del palacio y se encaminaron al harem.

La noche era obscura; no habia luna ni estrellas ocultas como estaban por las nubes que á modo de espeso tapiz cubrían el cielo.

Caminaban en la sombra el padre y el hijo. De pronto dijo el Kan El Asbad:

—Mi vida se extingue de dia en día y cada vez palpita con menos fuerza mi vicjo corazón y cada vez hay menos fuego en mi pecho. La luz y el calor de mi existencia eran las amantes caricias de la cosaca. Dime, Tolaik, dime tanto la necesitas?

Llévate cien, llévate todas mis mujeres á cambio de ella...

Tolaik Algalla suspiró y guardó silencio.

—¿Cuántos dias me quedan de vida? Pocos, muy pocos son los que he de pasar ya en la tierra.

La última felicidad de mi vida es ella, es esa joven rusa. Ella me conoce, ella me ama. ¿Quién me amará á mí, anciano, cuando no esté ella? Ninguna, Algalla!

Algalla callaba.

—¿Cómo voy á vivir, sabiendo que tú la abrazas, que ella te besa? Para la mujer no hay padre ni hijo, Tolaik. Para la mujer todos nosotros, hijo mio no somos más que hombres... Tristes serán para mí los días. ¡Pluguiera al cielo que mis viejas heridas se abriesen de nuevo, Tolaik, y que mi sangre se derramase! ¡Mejor fuera para mi no pasar de esta noche!

El hijo callaba. Detuviéronse ambos frente á la puerta del harem y, silenciosos, inclinada la cabeza sobre el pecho, permanecieron largo tiempo. La obscuridad reinabá en torno de ellos, corrían veloces las nubes por el cielo, y el viento, agitando las copas de los árboles, cantaba.

—La amo hace mucho tiempo, padre, murmuró Algalla.

Lo sé, más se también que ella no te ama, repuso el Kan.

—Mi corazón se hace pedazos cuando pienso en ella...

—¿Y el mío cuál quedará después? Y de nuevocallaron. Suspiró Algalla.

—Está visto que es verdad lo que una vez me dijo un santón: la mujer es siempre dañosa para el hombre. Cuando es bella despierta en los demásel deseo de poseerla y su esposo es presa de los celos; cuando es fea, su esposo, codiciando á las demás, es víctima de la envidia; y cuando no es hella ni fea, el hombre la convierte en hermosa y comprendiendo más tarde su error, sufre por ella...

—La sabiduría no remedia los males del corazón, dijo el Kan.

—Compadezcámonos mútuamente, padre..

El Kan levantó la cabeza y contempló tristemente á su hijo.

—Matémosla dijo Tolaik.

—Te amas á ti mismo más que á ella y más que á mí, murmuró el Kan después de breve silencio..

—Y tú también...

Y de nuevo callaron.

—Sí, y yo también; dijo el Kan lleno de tristeza.

El dolor lo convertía en un niño.

—Qué, ¿la matamos?

—No puedo dártela, no puedo, dijo el Kan.

—Y yo no puedo más; ärráncame el corazón ó dámela.

—El Kan guardó silencio.

—La arrojaremos al mar desde lo alto de lasrocas.

—Arrojémosla al mar desde lo alto de las rocas, murmuró el Kan como si fuera un eco de la voz de su hijo.

Y entonces entraron en el harem donde ella dormía en el suelo sobre Injoso tapíz. Detuviéronse ambos ante ella y la contemplaron; la contemplaron durante mucho tiempo. Gruesas lágrimas brotaban de los ojos del anciano éiban á perderse en su barba de plata, brillando en ella como menudos diamantes; y el joven de pie, dilatados los ojos, apretando los dientes, reprimiendo la pasión, despertó á la cosaca. Despertóse ella y en su rostro bello y sonrosado como un amanecer brillaron los ojos.

No vió á Algalla y ofreció al Kan sus rojos labios.

—¡Bésame, águila mía!

—Levántate... ven con nosotros, murmuró el Kan.

. Entonces ella reparó en Algalla y en las lágrimas del Kan y, como era inteligente, lo comprendió todo.

—Ya voy, dijo. Ya voy. Ni para el uno, ni para el otro. ¿No es eso lo que habéis resuelto? Así resuelven los corazones generosos. Ya voy. Y, silenciosos, encamináronse los tres hacia el mar. Iban por estrechos senderos; el viento silbaba, silbaba lúgubremente.

Ella era delicada, era casi una niña. Se cansó pronto, pero era altiva y no quiso confesarlo.

Y cuando el hijo del Kan notó que iba quedándose atrás, le dijo:

—¿Tienes miedo?

Los ojos de ella relampagnearon al mirarle y callando señaló hacia el suelo manchado de sangre.

—Ven, yo te llevaré, cxclamó Algalla, extendiendo sus brazos hacia ella, pero ella rodeó con los suyos el cuello del anciano. Levantóla éste como si fuera una pluma y la llevó en brazos, y ella, iba apartando las ramas del rostro del Kan, temiendo que le diesen en los ojos. Caminaron largo tiempo. Ya se oían los murmullos del mar en Iontananza. De pronto, Tolaik, que iba detrás de ellos por la senda, dijo a su padre:

Déjame que vaya delante; si no, me entrarán deseos de clavarte mi puñal en la garganta.

—Pasa; que Alá te demande ó te perdone, que yo tu padre le perdono ese deseo. Yo sé lo que es amar.

Y he aquí el mar que se dilata ante ellos, allá en lo hondo, sombrío, negro, sin orillas. Lúgubres cantan sus olas al pie de las rocas allá abajo todo es tétrico, frío, horrible.

—¡Adiós! exclamó el Kan besando á la joven.

—¡Adiós! exclamó Algalla inclinándose ante ella.

Ella miró hacia donde las olas cantaban y echándose hacia atrás, cruzó los brazos sobre el pecho.

—¡Echadme! dijo.

Algalla extendió sus brazos hacia ella y lanzó un gemido; el Kan la cogió en brazos, la estrechó tiernamente contra su pecho, la besó y levantándola en lo alto la lanzó al precipicio.

Abajo jugueteaban y cantaban las olas y era tan bullicioso su rumor que no oyeron cuándo cayó al agua. No oyeron ni siquiera un grito. El Kan se apoyó en una roca y miró hacia abajo, hacia el lejano abismo, donde las nubes se mezclaban con el mar, de donde venía el sordo rumor de las olas y sopló el viento, esparciendo la blanca barba del anciano. Tolaik, de pie, ocultaba el rostro con las manos inmóvil como una estatua, silencioso. Pasó el tiempo; discurrían por el cielo las nubes barridas por el aire. Eran pesadas y sombrías como los pensamientos del viejo, inclinado sobre el mar, en lo más alto de las rocas.

—Vámonos, padre, dijo Tolaik.

—Espera, murmuró el Kan, como si escuchase algo. Y de nuevo pasó mucho tiempo y siguieron murmurando las olas allá abajo y el viento sopló en lo alto moviendo las cumbres de los árboles.

—Vámonos, padre.

—Espera...

Más de una vez replicó Algalla estas palabras, sin que el viejo se alejase del lugar donde había perdida la dicha de sus postreros años. Pero todo tiene su fin y á la postre, se irguió potente y orgulloso, contraídas las cejas.

—Vamos, dijo.

Echaron á andar ambos, pero el Kan se detuvo á los pocos pasos.

—Y por qué voy y adonde voy? preguntó á su hijo. ¿Por qué he de vivir ahora, si toda mi vida era ella? Viejo soy; ya nadie se enamorará de mi y cuando nadie le quiere á uno es una locura seguir viviendo.

—Fama y riquezas posees, padre.

—Dáme uno solo de sus besos y llévate lo demás como recompensa. Todo eso que dices carece de vida; lo único que vive es el amor de una mujer. Cuando este amor no existe no hay vida para el hombre, es un misero que inspira lástima. ¡Adiós hijo mío, que Alá te bendiga y que su bendición perdure sobre tu cabeza durante todos los días y las noches de tu vida. Y el Kan se volvió hacia el mar.

¡Padre! exclamó Algalla. ¡Padre!

No pudo decir más, porque nada puede decirse al hombre á quien sonríe la muerte ni hay palabras que devuelvan á su espíritu el amor á la vida.

—¡Déjame!..

—¡Alá!..

—¡El sabe!..

Con paso rápido marchó el Kan hacia el precipicio y se arrojó al mar. Su hijo no le detuvo; no pudo.

Y de nuevo no se oyó nada en el mar, ni un grito, ni el ruido de un cuerpo al caer. Las olas jugueteaban allá abajo y el viento murmuraba salvajes canciones.

Tolaik contemplo largo tiempo el abismo y después dijo:

—¡Dáme, oh Alá, un corazón tan fuerte como el suyo!...

Y echó á andar en medio de las sombras de la noche.

Así murió el Kan Mosolaima El-Asbad y subió al trono de Crimea el Kan Tolaik Algalla.