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de Emilia Pardo Bazán


El famoso compositor y profesor de canto y música Alejandro Redlitz se entretenía en leer sin instrumento una de las últimas páginas de su amigo Ricardo Wagner, a tiempo que el criado le anunció que estaban allí una señora y una señorita muy linda, las dos pobremente vestidas, que pedían audiencia, insistiendo en conseguirla sin tardanza.

Atusóse Redlitz las lacias greñas amarillas con resabios de fatuidad trasañeja, y dijo encogiéndose de hombros:

-Que pasen al salón.

A los pocos instantes hallábanse frente a frente el maestro y las damas, que damas parecían, a pesar de lo humilde de su pergeño. La madre ocultaba los blancos cabellos y el rostro lleno de dignidad bajo un sombrero de desteñida pluma; la hija, con su trajecito gris de paño barato y su toca de paja abollada, sin más adorno que una flor mustia, no conseguía disimular una belleza sorprendente, un tipo moreno de esos que deslumbran como el sol. Redlitz se sintió interesado, conmovido, casi enamorado de pronto, y en vez de la tiesura y la frialdad con que suele acogerse a los que solicitan (no cabía dudar que madre e hija algo solicitaban), se deshizo en cortesías y amabilidades y se apresuró a ponerse a disposición de las dos señoras en cuanto pudiese y valiese.

Tomó la palabra la hija, y expresándose en correcto francés, con suma modestia y gracia, dijo así:

-Somos españolas y muy pobres; lo poco que nos quedaba de nuestro patrimonio lo hemos realizado para hacer el viaje a París, y consultar al célebre Redlitz sobre una cuestión vital. Deseamos saber si yo poseo o no poseo una voz de esas que son la fortuna y la gloria. Muchos elogios ha obtenido mi voz, pero temo que no eran sinceros y que la amistad extravió el juicio de los que me alabaron. Yo sueño con la celebridad: la medianía me causa horror. Si mi voz es una de tantas como se oyen en los salones y se aplauden por galantería... desengáñeme usted, señor de Redlitz, y volveré a mi patria y me dedicaré a coser o entraré a servir.

El maestro se quedó perplejo cinco segundos; al fin, tomando de la mano a la artista en embrión, la guió al gabinete, donde tenía su magnífico Pleyel. Sentóse al piano y preludió el acompañamiento de una sencilla romanza italiana. A los primeros gorgoritos de la joven, Redlitz sintió un impulso de honradez que le aconsejaba la sinceridad, y estuvo para decir a la cantante que buscase otro camino. La voz era como hay muchas, fresquecilla, simpática y vulgar. Pero cuando Redlitz levantaba la cabeza e iba a abrir la boca, su mirada tropezó con el rostro de la señorita, animado y transfigurado por el canto, y de tal suerte agradó al maestro aquel rostro de expresión seductora, que temiendo que la muchacha se volviese a su país, prorrumpió en bravos, y con las más halagüeñas frases la aseguró que tenía un verdadero tesoro en su garganta, que rivalizaría con la Patti y la Nilson, y que sólo necesitaba para llegar a tan brillante resultado las lecciones que él, Redlitz, le daría diaria y gratuitamente. Confundiéronse las españolas en expresiones de gratitud, y el maestro, obligándolas a que tomasen asiento, las obsequió con vino del Rin, bizcochos y confituras de varias clases. Quedaron de acuerdo en la hora a que volverían al día siguiente para empezar las lecciones: el maestro las acompañó hasta la puerta, que abrió y cerró él mismo, y cuando desaparecieron en el caracol de la escalera los pliegues de las faldas, Redlitz volvió a sentarse al piano y recorrió las teclas, interpretando una soñadora melodía de Beethoven. Toda su incorregible sentimentalidad de austriaco renacía, turbándole el corazón, y los ojos color de café de la señorita española se le aparecían como dos faros en medio del árido Sahara de los cincuenta y pico años que ya contaba el ilustre maestro...

Entre tanto, las dos mujeres, al salir a la calle, se miraban, se cogían las manos y se echaban a reír gozosamente.

-¿Lo ves? -exclamó la madre-. ¡Bien sabía yo que tu voz es un portento!

-Pues mira -respondió la hija-, hasta hoy no lo creí; pero después, que me lo dice este hombre tan competente y tan famoso...

-¡Lo que es si dudases ahora... chiquilla!

-No, ya no dudo. En Madrid sí dudaba. ¡Influye tanto la posición en los juicios de los amigos entusiastas! Pero Redlitz, que me tiene por una pobre, por una muchachuela desconocida, que no me ha visto jamás, ¿por qué había de engañarme? Estoy convencida. ¡Qué alegría! No sé lo que me pasa.

-Ya ves que la idea de disfrazarnos de pobres ha sido excelente.

-¡Divina! Este sombrero mío lo he de guardar en cristalera.

Y la joven soltó una carcajada de júbilo.

-¿Qué opinas? ¿Te convendrán las lecciones de Redlitz? -preguntó la madre.

-¡Qué disparate! De humorada ya bastó. Esta noche misma nos volvemos a Madrid; también hay allí buenos profesores de canto.

Y llamando el primer coche alquilón que pasaba, las dos señoras se metieron en él, dando las señas de un hotel caro y céntrico. Al día siguiente, Redlitz, que había adornado su gabinete con flores raras y olorosas, esperó en balde a su nueva alumna. Lo mismo sucedió toda la semana. El maestro se acordó con desesperación de que no se había enterado de dónde paraban las españolas; pensó en una enfermedad, en una desgracia; apeló a la Policía, escribió a España, puso en juego influencias... Nadie pudo darle razón de las dos extranjeras de humilde pergeño a quienes nunca volvió a ver.

Y siempre fue un enigma para los admiradores del talento de Redlitz el por qué estuvo más de dos meses triste y preocupado, así como fue otro misterio para los admiradores de la hermosura de la marquesita de Polvareda verla empeñada en que tenía una voz admirable, cuando lo que tenía eran unos ojos de «date preso» y una cara y un talle de patente.