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Caer de las nubes

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Caer de las nubes
de Juana Manuela Gorriti


Al niño Washington Carranza


Mamá Teresa no era el solo cronista de las nocturnas reuniones a la luz de la luna, bajo los algarrobos del patio.

La vieja nodriza tenía días de sombría tristeza, dolorosos aniversarios que le recordaban la muerte de sus padres, de su marido, de sus hijos.

-Don Gerónimo -decía entonces a un contemporáneo suyo, antiguo, capataz de mulas-, cuente usted un caso a estos niños que yo tengo hoy el alma dolorida y quebrantado el corazón.

-Y cerrando los ojos, inclinada la cabeza y el rosario entre las manos, hundíase en silenciosa plegaria.

Don Gerónimo Banda, tan bueno para una trova como para una conseja, sentábase en medio al turbulento círculo y nos refería las escenas de su vida nómada, historias portentosas que escuchábamos maravillados tendido el cuello, conteniendo el aliento, y la vista fija en la masa de blancas barbas que ocultaba la boca del narrador.

Hoy era la persecución de un bandido que amparándose de las selvas, emprendía una fuga aérea sobre las copas de los árboles; mañana el terrible encuentro de un tigre, y las peripecias de la formidable lucha en que las garras de la fiera le destrozaban las espaldas, en tanto que él, puñal en mano, y el brazo hundido en las horribles fauces, rompíale las entrañas y la arrojaba sin vida a sus pies.

Otras veces, era la vertiginosa carrera sobre las alas de un avestruz, al través del espacio inmensurable de la pampa, huyendo ante las hordas salvajes, que en numerosa falange perseguían al extraño jinete sobre sus veloces corceles, como una cacería fantástica. Otras aun, descrita con gráfica expresión, la disparada de diez mil mulas, espantadas por la aparición de un alma en pena en las hondas gargantas de los Andes.

-Don Gerónimo -díjole, en cierta ocasión un niño- ¿hasta cuándo nos pasea usted por los campos? Llévenos, por su vida, a las ciudades; que es fatigoso asaz andar de ceca en meca por montes y llanuras.

-¿Sí?... Pues caballeritos, voy a conduciros a la ciudad más bella que pudo soñar la fantasía. Cíñela el verdor de una eterna primavera; y los árboles de sus jardines maduran y abren a un tiempo mismo sus flores y sus frutos. Ángeles como los que visitan a los escogidos en las visiones místicas cruzan sus calles, ora revistiendo altos cendales, la undosa cabellera sembrada de estrellas; ora, velado el divino semblante y derramando solo, el fulgor de su mirada.

La vida es allí suave y perfumada como un lecho de rosas; y de ilusión en ilusión, deslízase cual un delicioso ensueño.

Esa ciudad es Lima...

A este nombre, un trueno de aplausos interrumpió al orador.

-¡Lima! ¡Lima! ¡el país que he jurado habitar!

-¡Y yo!

-¡Y yo!

-¡Y yo también!

-Yo tendré allí un palacio, y dar suntuosas fiestas.

-Yo, un vergel; un vergel sombroso y embalsamado, donde los naranjos derramarán sobre mí una lluvia de azahares, en tanto que mi mano coseche sus dorados frutos.

Todos esos votos se cumplieron pero ¡ay, el palacio y el vergel, quedáronse en los rientes mirajes de la imaginación infantil!

-¡Ah! ¡don Gerónimo! ¿cómo, una vez en ella, pudo usted abandonar aquella mansión encantadora?

-Porque la patria, niño mío, es un imán irresistible -reclamo que nos atrae y nos llama con todas las voces de la creación.

-¿Y?...

¿Y? Hallábase usted en Lima, extasiado por supuesto, y sin pensar en otra cosa que en los goces infinitos de aquella encantada ciudad.

-Hallábase, en efecto, morando en ese trozo de cielo caído entre los montes y el mar.

Como lo has dicho, Rafael, absorbíame el placer de contemplar sus anchurosas calles, sus misteriosos balcones, y su perpetuo aire de fiesta. Nunca los días me parecieron tan cortos, ni las noches tan deliciosas, como en aquel bendito tiempo en que contando apenas veinte años, provisto el bolsillo de lucientes onzas de oro, y la mente de doradas ilusiones, habité en aquel emporio del fausto y de la belleza. Banquetes, saraos, partidas de campo, serenatas: aquello era una serie interminable de placeres, que mi posición humilde, como capataz de mulas no me impedía gozar; porque estaba ventajosamente compensada con un don que me diera el cielo: era yo todo un gentil y bello joven.

Guiños y risas solapadas. Parecíanos imposible que don Gerónimo hubiera sido nunca ni joven ni bello. En cuanto a lo de gentil, se lo concedíanos, en el sentido de pagano.

-Una noche -continuó él, tras de un suspiro enviado a esas lejanas memorias- después de una corrida de toros en que yo y otros jóvenes aficionados sacamos airosas suertes, cansado y soñoliento entré en mi cuarto, y me arrojé vestido sobre la cama.

Dormía profundamente, cuando me despertaron fuertes golpes dados a la puerta, y la voz de un amigo que me llamaba.

-¡Cómo! -exclamó al verme acostado- ¿duermes, en tanto Paquita estará electrizando a medio mundo con las hechiceras piruetas de su bolero? ¡Al teatro! al teatro, y breve. ¿Había yo de consentir que faltara un solo aplauso a la perla de Andalucía?

Y me arrastró en pos suyo a la comedia.

No me pesó a fe, porque aquello estaba magnífico, Paquita, la bailarina favorita de Lima, extasiaba a la concurrencia numerosa que la contemplaba, pasando simultáneamente del arrobamiento al entusiasmo. Todo lo más escogido de la corte del virrey en señoras y caballeros estaba reunido allí, y aplaudía a la bella criatura que se deslizaba aérea en las graciosas ondulaciones de una danza original.

De repente, y en medio a los aplausos la tierra se estremeció con un sacudimiento rudo, que derribó los bastidores, rompió el lustro apagó las lámparas, y dejó la sala en completa oscuridad.

Un clamor inmenso resonó entre las tinieblas, y la multitud apiñada contra la estrecha puerta, en los esfuerzos de una fuga desesperada formaba una masa compacta de cuyo centro elevábanse gritos penetrantes, ayes ahogados, gemidos de agonía.

Envuelto en aquella trombra viviente, y temiendo la asfixia producida por una densa polvareda que sofocaba mi aliento, hice de manos y codos un uso enérgico, y logré abrirme paso al través de aquel muro viviente, que me expelió con la fuerza de un ariete hasta el centro del patio.

Con asombro mío, noté entonces que no estaba solo.

Pálida y desmayada, una hermosa mujer yacía en mis brazos.

Conmovido del estado en que la veía, llevela en ellos por entre los grupos de fugitivos en busca de auxilios para volverla a la vida.

De repente, un negro vestido de rica librea saltó del estribo de un carruaje, y acercándose a mí...

-Señor -me dijo-, esta señora es la excelentísima condesa de Valde Rosas mi ama.

He aquí su carruaje caballero; ayudadme a colocarla en él, para llevarla a su casa.

Pero la bella dama estaba sin sentido, y yo no debía abandonarla en manos de un esclavo. Entré, pues, con ella en el coche y procuré reanimarla, haciéndole aire con el riquísimo abanico que pendía, por medio de una cadena, del cerco de brillantes que rodeaba su torneado puño.

La condesa volvió en sí, abrió los ojos, y miró con asombro en torno suyo.

Y reparando en mí, «¿quién sois?», me dijo en tanto que, recelosa, apartábase de mi lado.

-El más feliz de los hombres, señora, por haberme sido dado prestaros mi auxilio...

-Cuando el terror me derribó medio muerta entre aquella multitud. ¡Oh! mi Salvador -exclamó la bella condesa, tendiéndome una manita cubierta de brillantes-, decidme vuestro nombre para que lo bendiga.

Díjeselo; y cuando llegamos ante una suntuosa casa donde el coche se detuvo, éramos, no ya dos amigos, sino dos cariñosos hermanos.

-Chico -díjome aquella encantadora, tornándose de pronto, la más salada limeña que vistió saya y manto-, chico mío, voy a presentarte a mis amigos, que reunidos aquí, me esperan para comer conmigo. ¡Cuánta envidia vas a darles cuando sepan que me salvaste la vida en aquel barullo infernal!... Mas, permite que antes me despoje de estas joyas, y cambie este pesado tisú con un vestido de gasa.

Y así diciendo, dejaba sobre una aljofaina de oro un tesoro de brillantes y de valiosas perlas: enseguida, haciéndome un saludo gracioso, corrió a la cámara vecina y cerró tras sí la puerta.

Quedeme solo meditando en mi aventura; bendiciendo el terrible incidente que me proporcionó el encuentro con aquella amable criatura que en tan cortos momentos de plática habíame concedido la preciosa intimidad de su trato, y la promesa de esa triunfante presentación, que debía concitar la envidia de sus amigos, es decir, de los jóvenes más nobles y elegantes de la nobleza limeña. Mecido por estas lisonjeras reflexiones, olvidaba el tiempo cuyas horas marcaba inútilmente a mi oído un reloj colocado delante de mí en una columna de alabastro.

De súbito, un rumor no lejano de voces y risas vino a romper aquel encanto.

En ese momento el reloj dio las dos de la mañana.

-¡Cómo! -exclamé- ¿habríame olvidado la condesa?

Una nueva explosión, mezcla confusa de risas y choque de vasos, vino a responder a este pensamiento.

Alceme lleno de enojo; y descorriendo las cortinas de terciopelo carmesí que ocultaban una ancha ventana, vi que esta se abría a seis pies de elevación, sobre un extenso jardín, en cuyo fondo divisábase una galería iluminada, cubierta de enredaderas, de donde venía la gozosa algazara.

Arrebatado de rabia, rompí de un puñetazo el vidrio que cerraba la ventana, y pasé del retrete a las ramas de un coposo chirimoyo, cuya cima elevándose sobre los árboles del jardín mostrome la galería alumbrada por un lustro cargado de rosadas bujías; y por entre los festones de madreselva en flor, una mesa primorosamente servida, y a la condesa, que, en medio a un cortejo de jóvenes acicalados, hacía los honores de la cena.

Las voces que en el retrete escuchaba confusas, llegábanme allí claras y distintas.

-¡Señores! -decía la condesa, tendiendo, para imponer silencio, una manita nacarada que salía como un lirio de entre las blondas de su blanco peinador-, preparad un entusiasta aplauso a esta idea original.

-¡La idea!

-¡La idea!

-Hela aquí: vuelvo cerca de mi inocente corderillo; condúzcolo cerca de vosotros, que por supuesto, le haréis una magnífica acogida. Llenamos los vasos; añado al de mi pastor unas gotas de láudano; quédase dormido; cargáis con él en mi coche y lo conducís al más lejano muladar; lo acostáis sobre algún montón de ceniza; estampáis en su frente con brea y carbón algún garabato que pueda tomarse por la garra del diablo, y lo dejáis dormir tranquilamente su narcótico.

(Estrepitosos aplausos). Y la pérfida, mezclando a ellos su argentada risa, continuó:

-¡Ah! ¡que no me sea dado contemplar su desolada facha cuando se despierte y encuentre en lugar de los primorosos comensales media docena de gallinazos!

-¿Sí? -dije enviándole una mirada de basilisco- ¡pues ahora lo veredes, bella condesa! ¡Ah! ¿queréis hacerme la befa de esos remilgados? pues yo haré que seáis vos de quien se burlen. Pensáis haber embobado a un necio: ¡yo haré que os crean el juguete de un ladrón! ¡Vamos a ver quién de los dos ríe mejor! Y entrando de nuevo al retrete cogí el montón de joyas que llenaba la aljofaina, desliceme al través de los desiertos salones, crucé el patio y gané la calle.

Alejándome a largos pasos, aplaudíame de haber vuelto chasco por chasco... y reía... no obstante que, no sé si de cólera o de dolor tenía las mejillas mojadas de lágrimas; y creyendo estrujar entre mis manos con indignación las joyas que poco antes adornaran el pecho de aquella traidora, estrechábalas contra mis labios en un paroxismo de rabia o de fervorosa unción... ¡Creo que echaba de menos el fraternal afecto prometido por la ingrata!

-¡Oh! ¡qué hombre tan sinvergüenza! -exclamó mamá Teresa; interrumpiendo su plegaria-. ¿No tenía usted bastante con la broma que le preparaba a aquella desalmada? ¡Echar de menos sus mentirosas promesas! ¡besar como un sagrado escapulario los perendengues de la muy descocada!... ¡y venir todavía a contarlo!... ¡ojalá que lo hubieran llevado al muladar, y mucho peor!

-¡Paciencia! mi buena amiga, que usted va a ver como pagué aquel pecado, cuando sepa que mientras huía embebecido en aquellas profanas adoraciones, vime de súbito cercado por una ronda que dio conmigo en chirona.

Sorprendido en altas horas de la noche con un tesoro de joyas en la mano, declaróseme culpable; calificáronme de ladrón, y me condenaron a la pena de doscientos azotes aplicados en las espaldas desnudas, por la mano del verdugo, en los cuatro ángulos de la plaza, montado al revés en vergonzosa cabalgadura.

No hubo remedio, ni apelación posible; y fuerza me fue resignarme a sufrir aquella dura sentencia.

Llegado el día fatal, una cohorte de esbirros apareció en la puerta de mi calabozo, presidida por un hombre vestido de rojo, macilento siniestro, que adelantándose con solemne ademán cogió mis manos y las ató a la espalda con fuertes ligaduras. Dos sayones se apoderaron de mí, y me colocaron sobre el burro aparejado que me esperaba en el patio de la cárcel, donde se hallaba reunida una gran muchedumbre para gozar de mi suplicio.

El lúgubre cortejo púsose en marcha, entre burlas y silbidos, que se aumentaban a medida que avanzábamos en las calles obstruidas de gente como en un día de procesión.

En uno de los balcones del tránsito, llenos de bellas curiosas, radiante de galas y hermosura divisé a la condesa rodeada de sus almibarados caballeros. La cruel me saludó con el pañuelo, enviándome una burlona sonrisa.

-¡Bravo! -exclamó mamá Teresa-, ¡cosa mejor no podía hacer la indigna!

-Y el cortejo seguía, y yo temblaba de horror; y abriendo los ojos que cerrara por no ver a la condesa, encontreme, delante la plaza, y no lejos el terrible ángulo donde había de comenzar mi castigo. Y el pueblo se impacientaba; y los sayones, comprendiendo aquella impaciencia, azuzaron al jumento que echó a correr; ¡y como corriera con violencia dio un terrible tropezón que lo echó de bruces y me despertó!

La nodriza púsose furiosa, viendo burlada su decantada penetración; y nosotros, defraudados en la espera del terrible desenlace, no pudiendo arañar a don Gerónimo nos echamos a llorar.